Creación

Barcos

«Mi nombre es Gómez. Esta mañana estaba mirando a través de la ventana cuando una gaviota vino a posarse justo delante de mí. No me veía, porque la luz reflejada en el cristal me ocultaba en parte, pero al moverme se fue. Pensé que las gaviotas no son idiotas. Sí, eso pensé y con esas palabras». Un relato de José Manuel Ferrández Verdú.

/ un relato de José Manuel Ferrández Verdú /

Mi nombre es Gómez. Esta mañana estaba mirando a través de la ventana cuando una gaviota vino a posarse justo delante de mí. No me veía, porque la luz reflejada en el cristal me ocultaba en parte, pero al moverme se fue. Pensé que las gaviotas no son idiotas. Sí, eso pensé y con esas palabras.

Luego he bajado a la calle sin ningún propósito concreto, solo por moverme algo, por andar y ver a la gente ir a sus cosas. He caminado hasta una plaza que hay a menos de doscientos metros del portal. No había nadie a esa hora en la plaza. Más tarde aparece siempre alguien paseando bajo los árboles o haciendo cualquier cosa, pero esta mañana no había nadie. He dado una vuelta alrededor de la plaza y he vuelto a subir al piso, donde habito por ahora. Vivo solo, pero antes había conmigo una mujer que, al poco de llegar yo, desapareció sin dejar rastro. Hace de eso un mes y pico. Estuvimos juntos dos semanas, pero de la noche a la mañana se evaporó sin decir nada. Ella fue quien me había convencido de que viniera a vivir a esta casa. No me aclaró si era suya o no, pero todavía tiene aquí muchas cosas. Ropa, libros, zapatos, cepillos de dientes y pasta, etcétera.

Ella se llama Flora, y no sé a qué se dedica, pero solía salir a veces a hacer algo que nunca me aclaró, ni yo le pregunté. A veces ella volvía tarde. Disponía de cierto dinero, y por alguna razón que ignoro, me mantuvo durante el tiempo que estuvimos juntos. Ahora no dispongo de más dinero que el que resta de un poco que se dejó, no sé si olvidado o a propósito, si es que tenía previsto irse. El caso es que con ese poco dinero he subsistido hasta hoy, y casi no queda nada. Solo como pan y algo de leche, para ahorrar. Debería haberme puesto a trabajar en cualquier cosa, pero no he encontrado ningún trabajo. En eso no he tenido éxito. Tampoco lo he buscado, la verdad. Tener éxito requiere ponerse, y, si no te pones, no se puede hablar de fracaso, sino de desidia. De todas maneras, tampoco me apetece demasiado trabajar. Prefiero ir tirando hasta que no quede nada y luego ya veremos. Seguramente dentro de una semana estaré limpio como una patena, pero así es la vida: a veces se tiene algo y otras no. Yo aún tengo. No es que me sienta rico, pero tampoco un miserable de esos que van a la oficina todos los días a perder el tiempo. Para eso lo pierdo a mi modo, es decir, con dignidad, tranquilamente, sin prisas ni gente empujándote a hacerlo.

Pero esto se acaba, lo sé, no hace falta repetirlo a cada momento, se acaba y punto, como todas las cosas buenas o malas. No hay mal que cien años dure, pero tampoco hay bien. Y, como dijo aquel primer ministro inglés, al que un viernes por la tarde le dijeron que el ejército de Su Majestad había sufrido una importante derrota, en lugar de ponerse a hacer aspavientos y rasgarse las vestiduras:

—Menudo disgusto voy a tomar el lunes por la mañana.

Pues lo mismo digo yo. La semana que viene estaré jodido, pero eso no significa que lo deba de estar hoy o mañana. Aún tengo todo el fin de semana para disfrutar de la vida, tomar el aire, ver amanecer, dormir tranquilo, leer alguno de los libros que Flora se dejó olvidado o no y, en fin: vivir.

Esta tarde pienso ir a la dársena abandonada que hay en las afueras a dar un paseo. Creo que hay unos cuantos barcos antiguos y desahuciados que prometen mucho. Solo para adivinar qué es cada cosa, me tengo que tomar un tiempo que no tiene precio. Y según dicen los que han estado allí, es un auténtico laberinto de hierros oxidados y cables, viejos trastos inútiles y Dios sabe cuántas cosas más. Pero debo ir temprano, porque es posible que tarde en ver qué es todo aquello.

Ahora voy a dormir un rato más, hasta luego.

La gaviota vuelve otra vez mientras Gómez duerme a pierna suelta. Mira en el interior del cuarto y se limpia las alas. Luego echa a volar. Mientras tanto, el sol se va elevando sobre el horizonte. Desde la ventana se ve multitud de tejados y terrazas de toda clase de edificios.

Menudo sueño más desagradable he tenido. Venía una señora gorda y tiraba la puerta con un aparato viejo de televisión. Luego lo enchufaba y lo ponía en un canal donde solo aparecían bichos horribles, que salían de la pantalla y se la comían entera hasta no dejar ni los pelos. Menos mal que me he despertado, porque no resistía más el ruido del televisor

Estoy en la vieja dársena. Hay una pared gigantesca; una especie de muro que separa el puerto antiguo del terreno baldío que hay afuera. El mar queda al otro lado de los barcos, pero alguno de ellos está en el agua, un agua oscura y sucia que parece hecha a propósito para este lugar.

Hay barcos de diferentes tamaños, antiguos mercantes caídos en desgracia por el efecto del tiempo y los meteoros. Monstruos arruinados, porque todo termina en ruina. Pero me gustan. Me siento reconfortado entre estos armatostes inútiles. Me confundo con este mundo que parece una gran estafa, algo que no debiera existir. Sin embargo, es la consecuencia lógica de todo lo demás.

—Eh, oiga, ¿qué está haciendo aquí? —es una voz que ha salido de alguna parte, y que supongo se refiere a mí, porque no veo a nadie más, ni siquiera al dueño de la voz.

—¿Quién habla? —digo yo.

—Haga el favor de largarse de inmediato. Aquí no se puede estar —continúa diciendo la voz sin que logre ver quién la emite.

—Y usted haga el favor de salir de donde esté oculto que yo lo vea —digo como respuesta. Me pongo en mi sitio.

La voz, de momento, se acalla. Oigo un ruido a mi derecha, justo dentro de uno de los barcos que se halla varado en tierra. Un mercante no muy grande, como de unos cincuenta metros de eslora. El ruido se hace más ruidoso, valga la redundancia, y oigo trompicones y jaleo de hierros. Al cabo aparece un hombre gordo y con barba que lleva en la mano un grueso libro.

—¿Es que no me ha oído decir que aquí no se puede estar?

—¿Y quién es usted?

—Yo me ocupo de esto, soy el vigilante.

—Que yo sepa, esto es público —digo.

—No me venga con tonterías. A mí me pagan para que no deje entrar a nadie.

—No hay ninguna puerta.

—Eso no significa que se pueda estar aquí. Ya le he dicho que me pagan para que gente como usted no ande merodeando por este lugar.

—Y ¿se puede saber quién le paga para hacer algo inútil?

—Eso es algo que a usted no le incumbe.

El hombre es algo bajo, un poco lento, y no tiene cara de tener malas intenciones.

—Mire, buen hombre, yo no quiero que usted se quede sin su paga. Solo he venido a ver estos antiguos navíos que ya no sirven para nada.

—¿Y qué pretende con eso? No estará pensando en alguna fechoría.

—¿Y qué fechoría se puede cometer aquí?

—Eso es asunto suyo, no mío. Pero no lo voy a permitir.

—Le aseguro que no he venido a hacer nada malo. Solo a pasear y mirar este museo de cascos antiguos.

Parece que mis palabras han tranquilizado un poco a este pobre gordo, que seguramente estaría leyendo su libro tan tranquilo.

—¿Podría decirme qué está leyendo?

—Un libro de historia medieval. Es entretenido y, si no leyera algo, me aburriría. Tengo que estar todo el día y toda la noche aquí.

—¿Y cómo es que ha aceptado un trabajo tan…? Debería poder, al menos, ir a dormir a su casa.

—No tengo casa. Vivo aquí, en un camarote de ese barco abandonado. Pero no puedo salir para nada del recinto, o no cobraría ni un céntimo.

—¿Y cómo compra la comida y lo que necesite?

—Me la traen un día a la semana.

—¿Quién se la trae?

—Una mujer.

—Pero no sabe usted quién está detrás de todo esto. ¿A quién le puede interesar gastar dinero para preservar algo que está en ruinas y que además está en un lugar público?

—Yo no entiendo de si es público o no. Pero yo vivo gracias a esto. No tengo otra cosa.

—¿No tiene familia?

—No, porque no soy de aquí. Llegué desde Turquía hace diez años, solo. Mi familia, o lo que queda de ella, mis primos y hermanos, están en Estambul.

—¿Y no tiene esposa o hijos?

—Nada, ya le digo. Y si me pagan por echar de aquí a los que vengan, pues al menos tengo para vivir.

—Joder, qué miseria de vida. ¿Y consigue echar a todo el que viene?

—Qué va: a casi ninguno.

—¿Y a pesar de todo le siguen pagando?

—Sí.

—Pues no lo entiendo.

—Yo tampoco, pero no voy a discutir.

—No, claro: yo tampoco lo haría.

—¿Y quién es usted, si no es mucho preguntar?

—Bueno, yo tampoco soy ningún potentado. Estoy casi en la ruina económica. Solo me queda dinero para vivir cuatro o cinco días. Luego veré qué hago.

—¿Piensa ponerse a trabajar?

—Eso es lo que menos me gustaría.

—¿Y cómo ha vivido hasta hoy?

—De puro milagro. El último mes, gracias a una mujer que me llevó a su piso que tenía alquilado, y me dio de comer y de otras cosas. Pero ella ha desaparecido y seguramente tendré que abandonarlo en cuanto el casero de señales de vida. Es un milagro que no hayan cortado la luz y el agua aún.

—Pues sí que está usted arreglado.

—Ya le digo, peor de lo que parece, pero aquí me tiene, visitando dársenas viejas y discutiendo con personas como usted.

—Bueno, si quiere lo puedo invitar a café.

—Pues no es mala idea —digo, y entro con el gordo en el barco, arriesgándome a engancharme en un montón de hierros que hay por todas partes, cuando por fin accedemos a su cubil, que resulta ser, dentro de todo, un lugar acogedor. Pobre, pero íntimo y cálido. Tiene un camastro. Una cocina. Dos sillas, una mesa y poco más, pero, debido a algo que no sé cómo calificar, uno se siente como en su casa. Quizá porque yo he vivido casi toda la vida en lugares como este y ya forman parte de mi sensibilidad. A través de una ventana del pasillo se ve el lugar extenso que alberga a lo más deteriorado de la dársena. También se domina la entrada y la explanada que hay delante. Cualquiera que llegue por allí es controlado con facilidad.

—¿Quiere azúcar? —dice.

—Sí, gracias.

Luego hablamos acerca de barcos viejos y de cómo se van desprendiendo poco a poco de todo su material a base de saqueos periódicos de los que hacen negocio con tanta chatarra. El desguace se va produciendo sin que se note, pero de una forma inexorable y continua. Quizá eran los dueños de aquellas antiguallas, si es que los tenían, quienes pagaban a Teo, que era el nombre del gordo, para que no permitiera el acceso de nadie. Pero eso era una conjetura. Lo cierto es que, a pesar de su poca eficacia, estaba ya casi cinco años viviendo allí de aquel extraño oficio.

Cuando he vuelto al piso, me sorprende la presencia de Flora.

—He ido a dar una vuelta por la dársena

Ella está echada en el sofá en silencio. Me mira como si yo fuera un extraño al que no ha visto en su vida

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—¿Por qué me miras así?

—¿Quién eres y qué haces aquí?

—¿Cómo que qué hago aquí? Estoy más de un mes viviendo en esta casa y tú estuviste conmigo dos semanas completas. Luego te fuiste y no he vuelto a saber de ti hasta ahora.

—Pues has tenido suerte.

—¿Yo, suerte? ¿A qué te refieres?

—A que no suelo hacer ese tipo de cosas, y menos con desconocidos.

—Bueno, si quieres me largo ahora mismo, no me debes nada y yo a ti sí, pero ahora no tengo con qué pagarte.

—No necesito tu dinero, tan solo que desaparezcas.

—He hecho mi maleta con cuatro cosas y me he despedido. Ahora hay más gente en el parque. Después de estar casi todo el día dando vueltas por ahí sin saber a dónde ir, dormí en un túnel. A la mañana siguiente fui a ver a Teo

—¿Me puedo permitir el lujo de proponerte un trato? —dije yo después de que cierta confianza hubiera comenzado a nacer entre ambos.

—A ver.

—Yo te ayudo a echar a los que vengan, con lo que mejoraría el porcentaje de éxitos de tu gestión. De esa manera a lo mejor te aumentan el sueldo, y así podría ganar algo para mí. Y vivir en otro camarote de este barco. Arreglármelo como tú.

El hombre se quedó pensativo. No había entrado nunca en su imaginación tener un socio en aquel asunto. Tal vez sus jefes, fueran quienes fuesen, no vieran con buenos ojos aquel nuevo inquilino.

—No sé. Tengo que pensarlo. Al menos debería consultarlo con la individua que me trae la comida.

—Vale, ¿qué día suele venir?

—Los lunes por la mañana.

—Entonces pregúntaselo. Yo vengo lunes a la tarde, y si lo aceptan, ya me lo dices.

—Bueno.

El lunes siguiente fui a ver a Teo, y me dijo que a los que le pagaban les daba igual. Yo me trasladé con mis cosas y me arreglé como pude el camarote que había junto al suyo. Tenía un viejo camastro sobre el que puse una colcha que encontré por allí. Comería con Teo. De noche tenía una linterna para alumbrarme. El agua se la traían en botellas y no éramos muy de lavarnos. En todo caso, unos cientos de metros más allá estaba el mar, y durante el buen tiempo siempre era posible darse un enjuague.

Pasamos así varios días, al cabo de los cuales, un lunes por la tarde Teo vino a mi camarote después de la siesta.

—Escucha —dijo—. Tengo malas noticias.

—¿Qué pasa? —dije yo que lo último que esperaba eran malas noticias.

—Me han dicho que me van a rebajar el sueldo.

—¡No me jodas! Pero si ahora no dejamos entrar a casi nadie. Este mes hemos echado a seis o siete. Solo han entrado los cuatro chinos que llevaban palitroques, pero hemos mejorado la ratio un montón.

—Pues por eso mismo, me ha dicho la mujer que me trae las cosas.

—Vamos a ver una cosa. Me dijiste que te pagaban por no dejar pasar a nadie, y que no conseguías echar a casi ninguno de los que venían por aquí.

—Sí.

—Entonces, ¿qué pasa ahora que solo entran unos pocos?

—No lo sé, pero eso me ha dicho. Que, si sigue así la cosa, cobraré menos que ahora.

—Mira, vamos a hacer una cosa. La semana que viene me vas a dejar que hable yo con ella, vale.

—Como quieras, pero si siguen diciendo lo mismo, tendrás que irte, o nos quedaremos los dos sin trabajo.

—Vale, no te preocupes por eso. El puesto es tuyo y no quiero quitártelo. Pero me gustaría aclarar algunos detalles con la mujer.

El siguiente lunes, al ver llegar a la encargada en su coche con la bolsa de vituallas, bajé junto con Teo, para hablar con ella. Era Flora, la mujer con quien había estado viviendo y me había echado de su casa con cajas destempladas y sin ningún motivo, al menos que yo supiera.

—Hola —dijo.

—Nos vemos de nuevo.

—Eso parece.

—Ahora estoy con Teo. Quiero ayudarle. ¿Qué problema hay?

—Que Teo ya casi no tiene discusiones con la gente.

—Porque me ven a mí y se van con más facilidad.

—Justo.

—No lo entiendo.

—Yo sí. Lo que quiere el jefe son trifulcas. Las graba y luego le sirven como material: es escritor. Tiene varios negocios parecidos, con cámaras ocultas.

Ante aquello, no tuve más remedio irme para no crear problemas a Teo. Ahora trabajo para el mismo para el que lo hace él, en un local totalmente vacío adonde la gente se asoma y pregunta qué es aquello y yo me encargo de ponerlos a caldo de manera que se largan echando chispas después de una áspera discusión en la que sale a relucir este mundo y el otro. Pero se graba todo y queda de lo más literario.


José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos  cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes,  admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.

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