Mirar al retrovisor

Sobre el mal llamado «problema catalán»

Un nacionalismo centrípeto y uno centrífugo se enfrentan en una correlación de debilidades que ninguno puede vencer y que ambos se niegan a asumir, dice Joan Santacana Mestre.

Mirar al retrovisor

Sobre el mal llamado «problema catalán»

/por Joan Santacana/

Escribo este texto lejos de mi país, en el lejano Ecuador. La separación geográfica ayuda a veces a analizar las realidades cercanas, domésticas. Aquí, en Ecuador, también tienen problemas gravísimos, difíciles de resolver; también judicializan la política. Pero ello, por similitud a veces y por contraste otras, facilita la visión de lo que ocurre en nuestra casa, en el viejo solar ibérico.

En política, lo único que realmente hay que tener presente es lo que se denomina correlación de fuerzas. En realidad, cuando las fuerzas son claramente favorables a una opción política, ésta triunfa. Pero cuando no hay una clara correlación de fuerzas favorable a una opción, hay lo que se ha llamado una correlación de debilidades. Y esto es lo que existe hoy en lo que respecta al, a nuestro juicio, problema más candente, y nos atreveríamos a afirmar que el más grave, de la realidad política española actual: el mal llamado problema catalán.

A principios del siglo XX, España tenía diversos problemas graves: el problema obrero era sin duda el más importante, con las luchas sindicales, el pistolerismo, los asesinatos de obreros y de esquiroles, etcétera. El segundo problema fue siempre el problema religioso, es decir, la existencia de una Iglesia absolutamente comprometida con el poder económico y que interfería de forma consciente en la vida política. El tercer problema era el militar, que se traducía en la existencia de una casta militar golpista que se comportaba como una mafia dentro del propio Estado. Finalmente, el último problema era el llamado problema catalán, que no era otra cosa que la falta de encaje de Cataluña en un Estado que resultaba ineficaz para las clases dominantes catalanas.

Todos estos problemas fueron afrontados por la Segunda República sin gran éxito y, a finales del siglo, durante el período de la llamada Transición. Ninguno de ellos fue resuelto totalmente, pero el único que ha resucitado con toda su virulencia ha sido el último: el problema catalán.

¿Por qué decimos que no es un problema catalán? Si fuera tan sólo un problema catalán, tan sólo tendría un interés local-regional; pero lo que realmente se dirime aquí es si el futuro de este país —España— hay que contemplarlo con una Cataluña segregada del Estado del que hoy forma parte. Y este tipo de procesos políticos, las secesiones de una parte del territorio de un Estado, nunca se producen de forma aislada: casi siempre comportan la desaparición del propio Estado, ya que funcionan como un dominó, es decir, una arrastra a las demás. Por eso es lógico suponer que el problema catalán no es sólo catalán.

Hay que repetirlo hasta que se comprenda: el problema catalán no es catalán, es un problema central del Estado español, es el problema de la esencia misma de España, es un problema que tan sólo se puede resolver planteando claramente cuál es el ser de España: la oligarquía española, aquellas trescientas o cuatrocientas familias que desde las guerras napoleónicas definieron lo que iba a ser España y crearon un aparato de poder a su imagen y semejanza, que se ha mantenido en lo fundamental hasta hoy. Sus instituciones, su cultura, sus élites, sus fiestas han pervivido hasta el presente. Y esta España así definida no responde a la realidad social, económica y cultural.

Porque no hay una sola España: la gastronomía, que a veces es un reflejo pálido pero real de la cultura, es hoy gallega, asturiana, vasca, andaluza, valenciana, catalana, etcétera. ¡Aquí hay muchas cocinas! También hay diversas lenguas con todo lo que ello representa. La lengua, como es bien sabido y reconocido, no es tan sólo un medio para comunicarnos: implica también una estructura mental y una cierta cosmovisión. Y cuando se analiza la trayectoria económica e industrial de la España contemporánea, tampoco se percibe un territorio uniforme. España ha tenido auténticas regiones industriales en un pasado no muy lejano y ello ha condicionado el presente de estas zonas geográficas. En España, la construcción de un mercado nacional único fue una realidad muy difícil de alcanzar y muy tardía. ¿Cómo olvidar esto? La única solución posible a este encaje de las nacionalidades que conviene bajo este Estado es asumir las realidades y no pretender esconderlas, destruirlas o maquillarlas.

Pero en esta tarea de definir el futuro, hoy no hay ninguna correlación de fuerzas que sea favorable en un sentido o en el otro; no existen las fuerzas centrípetas suficientes para recentralizar el Estado y aniquilar sus diferencias, pero tampoco existen las fuerzas centrífugas suficientes para destruir este Estado y crear unas realidades diferentes. Esto ya ocurrió en la transición de la dictadura a la democracia: también entonces lo que hubo fue una correlación de debilidades más que una correlación de fuerzas. La izquierda se transformó de republicana a monárquica; las instituciones fundamentales de la dictadura no fueron cambiadas: tan sólo se maquillaron, y para muestra está el aparato jurídico de las más altas magistraturas, viciado en origen. La Iglesia fue financiada y privilegiada y la regionalización fue asumida a medias. Los que impulsaron aquella transición, quienes habían protagonizado la resistencia a la dictadura, aceptaron los mecanismos del propio Estado al que combatieron y personajes clave en este proceso, como Felipe González, llegaron a afirmar que «la democracia también se defiende desde las cloacas del Estado»: se refería con este eufemismo a lo que en los manuales de historia se llama crimen de Estado. La izquierda, la que él representaba, había asumido las prácticas de la dictadura y olvidó que su valor y su fuerza más importantes no residían en las cloacas del Estado, sino en la ética política. En Cataluña, la dinastía del pujolismo aprendió a su vez de esta misma escuela, de modo que la vieja derecha, la de siempre, en el fondo había triunfado; había conseguido vaciar al Estado de valores éticos. Ésta es nuestra triste herencia de hoy. Y no es fácil ni posible renunciar a las herencias. Pero también es cierto que los pueblos no siempre pueden elegir sus herencias.

El futuro, pues, no será posible mientras no seamos capaces de darnos cuenta de que no existe una correlación de fuerzas que permita dirimir este viejo pleito en un sentido o en otro. La torpe actuación del Estado —o mejor, del Gobierno— en el caso catalán es de unas proporciones difícilmente comprensibles. Abocar a un territorio y a millones de personas a renunciar a formar parte del Estado es una grave irresponsabilidad. La respuesta del Gobierno al problema, como afirmó recientemente John Elliott, es simplemente patética. Tratar de resolver este complejo problema mediante la fuerza, la acción policial y el uso de una máquina judicial desprestigiada es no comprender nada. Y además, es poner de manifiesto que la correlación de fuerzas no les resulta favorable.

Por su parte, el nacionalismo catalán ha construido una ficción que difícilmente puede estar basada en la realidad geopolítica europea actual: una Europa de las naciones superpuesta a una Europa de los Estados seria una Europa muy fuerte; pero una Europa en la cual los Estados se fragmentaran sería una Europa muy débil y que nos recordaría a la Europa del medievo. La correlación de fuerzas tampoco es halagüeña, pues, para los nacionalistas catalanes. Este nacionalismo catalán es miope y se presenta frente al nacionalismo español como antagónico. Es el enfrentamiento de dos nacionalismos que bien pudieron haber convivido. Pero en esta lucha entre nacionalismos, los centrípetos y los centrífugos, hoy nadie puede ganar. Ciertamente, los lideres nacionalistas catalanes han conseguido transmitir al mundo la imagen de una España feroz, incapaz de dialogar, que resuelve sus conflictos políticos por la vía impositiva judicial. Sin embargo, los nacionalistas españoles han conseguido una vieja aspiración ya lograda por Lerroux a principios del siglo XX: romper por la mitad a la sociedad catalana actual.

No conocemos el futuro, no sabemos el desenlace, pero sí que ninguno de los dos nacionalismos en conflicto se impondrá impunemente y sin gravísimos costes. Tarde o temprano, cada cual deberá reconocer sus debilidades, y sólo entonces estaremos en un escenario político interesante, inédito hasta hoy, lleno de imaginación y en el cual será necesario desarmar ambos nacionalismos hasta limites tolerables. En una palabra, se entrará en la realidad política. ¿Qué sacrificarán unos y otros? ¿Sacrificarán la Monarquía, hoy muy maltrecha? ¿Aceptarán unos y otros modelos fiscales muy modificados…? El futuro, no muy lejano, nos dará la respuesta.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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