Llugares

Llugares: Nicosia (Chipre)

Pablo Batalla Cueto recuerda para la serie 'Llugares' el tiempo que vivió en Nicosia, la capital de Chipre.

NICOSIA

/por Pablo Batalla Cueto/

Lo primero que Nicosia nos ofreció fue la llamada a la oración de un muecín. Era ya noche cerrada, y recién descendidos de la lanzadera que nos había acercado a la capital chipriota desde el aeropuerto internacional de Lárnaca, nos hallábamos en un punto elevado del barrio residencial de Aglantzia, desde el que se apreciaba una buena panorámica de la ciudad; y escuchamos aquella adhan con la fascinación de sabernos en un lugar exótico, distinto, pero también con extrañeza. El Chipre a cuya University of Nicosia nos había traído una beca Erasmus no era el turco del Norte, un paria internacional sólo reconocido como nación independiente por la propia Turquía, sino el griego, acogido al club de la Unión Europea desde hacía cinco años y en el que se rezaba al dios hierático del cristianismo ortodoxo. Aquello tenía que provenir del otro lado de la Línea Verde, la ancha frontera militarizada que separa las dos mitades del país, y también las de su capital. La Lefkosía griega y la Lefkoşa turca vivían de espaldas la una a la otra desde 1974, patrullada su linde por un millar de cascos azules de la ONU para no matarse; y una de esas repristinaciones étnicas vía traslados masivos de población de las que el siglo XX ofrece tantos desoladores ejemplos había vaciado entonces de turcochipriotas el sur del país y de grecochipriotas el norte. Sin embargo, las dos Nicosias habían seguido escuchándose mutuamente, porque el sonido, como las aves, traspasa impertérrito las fronteras. Nunca se divide del todo una ciudad, como nunca se divide del todo una familia.

Pero puede dividirse mucho, muchísimo, una familia. Las evidencias de hallarnos en un lugar profundamente fracturado por una guerra nacionalista también se nos mostraron muy rápido en todo su esplendor. Desde aquella atalaya de Aglantzia, contemplábamos igualmente la delirante provocación que los turcos habían impreso en las lisas y desnudas laderas de los montes Pentadáctilos, una cordillera litoral que recorre el norte turco de la isla, guarnecen Nicosia por el norte y son perfectamente visibles desde cualquier mínima elevación de su parte griega: una gigantesca bandera doble, turca y turcochipriota, provista de luces parpadeantes para que brillara de noche; para que ni de noche olvidaran los griegos de Chipre la humillación sufrida en 1974. Que las heridas no se habían cerrado en absoluto me lo mostrarían unos días después un amigo grecochipriota, Georgios, y un estudiante estadounidense de origen familiar también grecochipriota, Alexi Charalambides, gritándole al unísono, borrachos y furiosos, insultos a la banderota desde un descampado elevado que comenzamos a frecuentar para hacer botellón. Las familias de ambos habían tenido que huir apresuradamente —creo recordar— de Famagusta, una ciudad que había sido mixta y ahora es cien por cien turcochipriota, cuando las tropas turcas hicieron pavorosa aparición.

De la Nicosia griega, un primer paseo nos mostró también numerosas señales de la metástasis nacionalista: banderas griegas por doquier, chipriotas en ningún lado que no fuera un edificio oficial y grafitis Ένωσις («unión») aquí y allá. ¿Unión de qué? De las dos mitades de la isla, y de la isla después con Grecia. No existe tal cosa como un nacionalismo chipriota; como una aspiración a un Chipre para sí. El sueño identitario es aquí ser una prefectura periférica de la República Helénica; un satélite distante pero leal del sol ateniense.

En 2009, pese a que los planos de la ciudad que uno podía comprar en sus quioscos seguían señalando la parte turca como «area inaccessible because of the Turkish occupation», ya era posible cruzar la Línea Verde nicosiota a través de un paso que se había abierto en 2003 en la emblemática calle Ledras, la larga avenida que atraviesa el centro histórico de la ciudad, contenido en una circunferencia de murallas barbacanadas del siglo XVI, cuando Chipre era uno de los eslabones del imperio comercial veneciano. Casi todos los grecochipriotas se negaban a atravesar aquella frontera que no reconocían a pesar de que les estaba permitido, pero nosotros, forasteros indiferentes, la cruzamos ya aquel primer día; y lo fuimos haciendo con frecuencia, tal vez tres veces por semana, durante los meses que duró nuestro Erasmus. Lo que para Georgios o Alexi era la capital de la infamia, un no-lugar o un demasiado-lugar preñado de recordatorios de las desgracias y heridas de su familia, era para nosotros, en cambio, un espacio de ocio al que acudíamos a comprar ropa de imitación de grandes marcas en el mercadillo con el que uno se topaba inmediatamente después de sobrepasar la frontera, tomar autobuses o alquilar un coche para allegarnos a las atracciones turísticas del Chipre turco (Kyrenia, Selamis, Famagusta, la península de Karpas…) o almorzar deliciosos kebabs y pinchos morunos en una pequeña tasca con terraza de la que nos volvimos habituales. La regentaba un hombre sesentón bonachón y risueño con el que solíamos conversar sobre la Liga española, y del que un día descubrimos con horror, porque nos lo señaló un amigo alemán de origen turco, que tenía en el brazo un tatuaje desvaído del símbolo de los Lobos Grises, una organización terrorista de ultraderecha autora de decenas de secuestros, masacres y asesinatos logrados o frustrados, y entre otros el del papa Juan Pablo II por Ali Ağca en 1981.

Era seguramente un pecado de juventud, pero aquellas manos recias y vellosas que traían y retiraban de la mesa cubierta con un mantel de cuadros rojos y blancos un cuenco de sabroso humus casero a modo de aperitivo, ¿habría empuñado una pistola alguna vez; la habría disparado; habría segado la vida de alguien? No se lo llegamos a preguntar, claro está; pero Burak, nuestro amigo turcoalemán, sí que conversó un poco con él en turco aquel día más allá del charloteo banal sobre fútbol (que en su caso no era sobre la Liga, sino sobre las andanzas del Galatasaray, que era el club predilecto de ambos). Supo así de él algo que también nos preguntábamos: era chipriota born and raised y no, como muchos otros habitantes de Chipre del Norte, uno de los anatolios que Turquía había ido enviando a la isla para paliar la sangría demográfica dejada por el exilio forzoso de los griegos, atrayéndolos con la posibilidad de adquirir gratuitamente la propiedad de las casas que aquéllos habían desocupado. De hecho, aquel hombre —nos refirió Burak después— no aspiraba a un Chipre del Norte independiente, sino a una reunificación confederal del país; y hablaba con desprecio de aquellos anatolios que se habían convertido en el mayor obstáculo a la misma: los grecochipriotas exigían su expulsión y recuperar las propiedades que les habían sido arrebatadas en 1974.

Línea Verde

Alexi llegó a cruzar la frontera, convencido de hacerlo por la novia andaluza que se había echado; y lo recuerdo nervioso y azorado antes de cruzar el Rubicón de la aduana, no verbalizando pero sí evidenciando una mezcla curiosísima de alivio y culpabilidad.

En aquel salto constante de la Nicosia griega a la turca y viceversa, fuimos descubriendo algunas conexiones entre uno y el otro Chipre; costumbres y elementos comunes que habían resistido a los cuatro decenios de taksim, palabra turca que significa «separación» y que compendia las aspiraciones del nacionalismo turcochipriota tal como Ένωσις lo hace para las de los griegos. El elemento común por excelencia era el backgammon, una herencia de la colonización británica que en ambos lados de la raya se encontraba uno siendo el pasatiempo de pequeñas pandillas de ancianos, lo mismo en las terrazas de los bares que en los bancos de los parques y las plazas que en las puertas de las casas. En ambas vertientes de la frontera se tenía también auténtica veneración por el café, que los chipriotas consumen compulsivamente incluso de noche, cuando la calle Ledras se puebla de viandantes tomando aparatosos frappucinos para llevar.

Otra presencia común a ambos lados de la Línea Verde (y probablemente en la propia Línea Verde, que no es una línea sino una franja neutral en la que cayeron varias calles de la ciudad, que se quedaron tal cual estaban en 1974, con los coches aparcados oxidándose) es la de los gatos. Chipre, de hecho, es más de los gatos que de los seres humanos: hay un gato y medio por cada chipriota. La leyenda dice que fueron introducidos en la isla por la emperatriz Helena de Constantinopla, que envió dos barcos llenos de ellos a un monasterio que los había solicitado para lidiar con una epidemia de serpientes. La estructura urbana de Nicosia facilita mucho esa omnipresencia felina: se trata de una ciudad extensa y desordenada, muy escasamente planificada, de casas unifamiliares con jardín o, a lo sumo, pequeñas torretas de dos o tres pisos, con muchas zonas verdes informales y abrojosos descampados perviviendo entre ellas. Los gatos nacen, crecen, se reproducen y mueren entre la maleza sin que nadie les preste demasiada atención. Su único depredador son los coches, de los que también hay superpoblación en este país que se hizo millonario de repente cuando la guerra civil del Líbano trasladó a Nicosia la capitalidad financiera del Mediterráneo oriental, que hasta entonces ostentaba Beirut. Las familias chipriotas suelen tener dos o tres y las calles de Nicosia suelen carecer de aceras, sino que las flanquean arcenes anchos en el mejor de los casos, y muy frecuentemente cunetas muy propensas a embarrarse, pues nadie o casi nadie se desplaza a pie. Así pues, la ciudad está llena de gatos aplastados tanto como de gatos vivos.

Nicosia, en un viejo mapa de Giacomo Franco

Mi calle era la calle Kolokotronis; o por mejor decir, una de las varias calles Kolokotronis de Nicosia, dividida en varias municipalidades completamente autónomas, hasta el punto de que los nombres viarios se repiten aquí y allá. En Nicosia hay dos avenidas John Fitzgerald Kennedy, seis dedicadas al dios Poseidón, tres Hipócrates, cuatro Agamenones, cinco Pitágoras, seis Platones, otros tantos Sócrates, siete Teseos y otros tantos homenajes a Theodoros Kolokotronis, uno de los héroes de la independencia griega (y también el perpetrador de alguna que otra limpieza étnica de otomanos…). Habituados a él, los nicosiotas viven con naturalidad este babel nomenclatórico, y cuando toman un taxi o consultan una dirección, tienen buen cuidado de precisar el distrito al que pertenece la travesía que buscan. Pero ésa no es una recomendación que suelan conocer los visitantes extranjeros; y las leyes de Murphy operan en la isla de Afrodita igual que en el resto del mundo, por lo que no es infrecuente que los forasteros descubran esta incómoda particularidad del callejero local sólo después de haber atravesado la ciudad entera, cuando algún transeúnte local les revela, con sonrisa compasiva, que la calle que buscan se halla a varios kilómetros en dirección opuesta: en Strovolos y no en Engkomi, o en Agios Dometios en vez de en Lykavittos.

Mezquita Selimiye, en la Nicosia turca

Se comía bien en Nicosia. Nada como la gastronomía condensa el ser chipriota; su condición de bisagra entre Occidente y Oriente; de hall de entrada lo mismo a Europa que a Oriente Medio y de encrucijada de civilizaciones codiciada y conquistada a lo largo de los siglos por todos los imperios del Mediterráneo y aun de fuera de él. Chipre fue sucesivamente micénica, fenicia, egipcia, hitita, asiria, egipcia de nuevo, persa, alejandrina, ptolemaica, romana, bizantina, musulmana, cruzada (Ricardo Corazón de León se coronó rey de Chipre), veneciana, otomana y británica. Y cada nuevo mandato imperial llevó a ella lo mejor de sus despensas y sus pucheros. El plato nacional chipriota, el meze, no es en realidad un plato sino decenas de ellos; una suculenta concatenación de quince o veinte aperitivos calientes o fríos que va ofreciendo al comensal delicias como las loukanikas (salchichas ahumadas), las sheftal (albóndigas con especias), el caviar de berenjenas, el pastitsio (una versión local de los macarrones a la boloñesa), la spanakopitta (empanada de espinacas con queso feta y huevos), el kleftiko (cordero asado a fuego lento en el horno), humus de distintos tipos, pimientos fritos, aceitunas especiadas o rodajas asadas de halloumi, un queso de leche de cabra similar al feta griego pero prensado con menta y cuajado en su suero.

De noche, parábamos, dependiendo del humor del día, en un pequeño fumadero de shisha (la famosa pipa de agua oriental, que allí se ofrecía en varios sabores), en un pub de sentarse a escuchar música calmosa llamado Scarabeo («escarabajo») o en el Ithaki, uno algo más animado cuyo nombre era el griego de la Ítaca de Ulises, y que regentaba un serbio con aire de mafioso que se parecía a Mijatović (Chipre es a Rusia y Serbia lo que Ibiza y Mallorca a Alemania y el Reino Unido). Lo del nombre tenía su gracia; porque al hacernos habituales íbamos y veníamos de Ítaca, adonde Ulises tardó veinte años en regresar, dos o tres veces a la semana. De vuelta a casa, nos deteníamos impenitentemente en otro lugar de resonancias helénicas: Zorbas, un pequeño local donde uno se configuraba su propio bocata señalando tantos ingredientes como quisiera en una inmensa vitrina.

En Nicosia hay dos clubes de fútbol: el APOEL y el Omonoia. Los ultras del APOEL son nazis; los del Omonia, rojos. Nosotros nos hicimos, claro, del Omonoia. Pero siempre ganaba el APOEL.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, Asturias, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro: Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’.

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