La era megalítica
/por Israel Llano Arnaldo/
Hace unos diez mil años, se produjo el último gran cambio climático, que dejó atrás los rigores de la Edad del Hielo para pasar a una época de clima más templado, que denominamos holoceno y en la que aún hoy nos encontramos. Gracias a esa estabilidad climática y a la propia evolución cultural e industrial, llegamos a la que, probablemente, haya sido la revolución más importante de la historia de la humanidad: la revolución neolítica. El hecho de pasar del nomadismo y al estilo de vida encaminado a la supervivencia que representaban las sociedades cazadoras y recolectoras del paleolítico a vivir en comunidades asentadas en un lugar y a producir sus propios alimentos, incluso almacenando excedentes, fue determinante para la supervivencia y el progreso del homo sapiens como especie. Los hombres del Neolítico comenzaron a aferrarse a un lugar, asociándolo a sus antepasados mediante la consolidación de los enterramientos rituales. También empezaron a experimentar un sentimiento de pertenencia a la tierra en la que vivían, trabajándola y defendiéndola de posibles enemigos que aspirasen a ocupar un territorio que tomaron como suyo propio. Es en este nuevo contexto donde aparece uno de los fenómenos arquitectónicos más espectaculares e imponentes que aún hoy en día podemos contemplar: el de las enormes construcciones de piedra que conocemos como megalíticas.

La palabra megalitismo procede del griego y, en términos estrictos, significa «gran (mega) piedra (lithos)». Aunque en arquitectura sirve para denominar a cualquier construcción que utilice grandes bloques de piedra, como puedan ser las pirámides de Egipto o de Mesoamérica, normalmente se usa para referirse a la arquitectura monumental que aparece hace unos 6500 años, durante el Neolítico, y se extiende durante dos milenios aproximadamente.
Es importante señalar que el megalitismo no es una cultura propiamente dicha, y tampoco una edad, sino una circunstancia que caracterizó a diferentes pueblos durante el final del Neolítico y que se hizo común. Esta circunstancia prueba que los contactos e influencias entre estas comunidades muy alejadas entre sí eran mayores de lo que cabrían suponer, lo que a partir del Neolítico crecería exponencialmente.
El ámbito geográfico en el que se dan estas manifestaciones arquitectónicas es el arco de la Europa atlántica, principalmente. Aunque es un fenómeno documentado en la mayor parte de Europa en mayor o menor medida, excepto en el sur de la actual Alemania y en el valle del Danubio, la mayoría de estos monumentos, tanto en cantidad como en mayor tamaño, corresponden a las Islas Británicas, el oeste de Francia, destacando la región de la Bretaña, y a la fachada atlántica de la Península Ibérica. Una de sus características principales es la ubicación en la que los constructores decidían situar sus obras: lugares de plena visibilidad como lo alto de una colina o una gran explanada a la que se accedía tras superar un cerro o una elevación, encontrándolas de forma imprevista. Todo ello en busca de que aquel que se encontrase con estas construcciones se llevase una impactante impresión, algo que recuerda, por ejemplo, a la situación donde se erigían las grandes catedrales cristianas, en busca de una sensación parecida.
Aunque las construcciones megalíticas son muy diversas, casi todas se pueden incluir en tres categorías. La primera de ellas es también la más sencilla: el menhir. Se trata de es un enorme bloque de piedra alargado y popularizado, anacrónicamente, por los cómics de Las aventuras de Astérix, donde el fortachón Obélix aparece portando uno a su espalda. Se colocaban en el suelo de forma vertical y podían llegar a alcanzar los 20 metros de altura y las 350 toneladas, pero normalmente rondaban entre 5 y 8 metros y la tonelada de peso, aunque también los había de pequeño tamaño. Se podían encontrar de forma aislada, en los denominados crómlech —donde varios menhires se situaban conformando formas geométricas, como círculos o rectángulos—, o en alineamientos, algunos impresionantes, como los situados en Carnac (Bretaña francesa), donde el alineamiento de Le Ménec, por ejemplo, se compone de 1099 menhires dispuestos en 11 hileras a lo largo de más de un kilómetro de longitud.

El segundo tipo son los denominados henges: construcciones de forma circular, ovalada o elíptica compuestas de grandes bloques de piedra con un lugar central que los investigadores llaman área sagrada, y al que rodean muros y fosos. Tienen la peculiaridad de que sólo aparecen en la Islas Británicas y el más conocido, sin duda, es el círculo de piedra de Stonehenge, en Wiltshire. Este monumento refleja las fases de desarrollo de la mayoría de estas construcciones, fruto de una evolución durante siglos desde un primer foso circular, datado hacia el 3200 a. C. y que delimita los 100 metros de diámetro que tiene la construcción y la avenida que lo atraviesa, pasando por unas primeras estructuras de madera, hacia el 2800 a. C., hasta que éstas fueron sustituidas por menhires, posteriormente unidos por dinteles en una última fase a inicios del segundo milenio antes de Cristo. La avenida del gran monumento está orientada hacia el punto exacto donde sale el sol en el solsticio de verano, por lo que se ha interpretado como un lugar de culto al sol, muy relacionado con las religiones de tipo naturalista que se suelen asociar a la época y cuyo renacimiento en el siglo XX ha hecho al lugar, además de un sitio de interés turístico de primer orden por su importancia histórica, un lugar de peregrinaje para seguidores de estos nuevos misticismos.
El último modelo de estructuras relacionadas con el megalitismo es el de los dólmenes: construcciones funerarias que servían de lugar de enterramiento para una familia. Estaban compuestos por grandes bloques de piedra que funcionaban como pared, llamados ortostatos, sobre los que se situaba una gran losa pétrea formando una cámara funeraria. Esta cámara se rodeaba de un círculo de pequeñas piedras dispuestas una encima de otra y de forma concéntrica alrededor y luego se cubrían de tierra formado un túmulo. Las más habituales son las de cámara simple, un espacio cúbico no demasiado voluminoso, pero algunos poseían una cámara alargada formando una gran galería y otros grandes corredores de entrada que los convertían en auténticas obras faraónicas. En ocasiones se combinan varias cámaras hasta hacer túmulos que superan los cuatrocientos metros de diámetro, con corredores de entrada que podían llegar a los veinte metros, y los túmulos a los cincuenta. Los ortostatos estaban frecuentemente decorados en motivos geométricos, grabados y pintados, relacionados probablemente, con un culto religioso que nos es desconocido. Estas enormes tumbas no se usaban para un solo individuo o familia, sino que eran propiedad de la comunidad y los individuos que fallecían se iban introduciendo en las cámaras, amontonando los cadáveres durante generaciones. De esta manera, cuando el espacio disponible se agotaba, los esqueletos antiguos se apilaban en una esquina para dejar espacio a los nuevos ocupantes. Algunas de las más grandes obras funerarias estuvieron activas durante más de mil años, pero hay evidencias de dólmenes usados como tumbas improvisadas hasta época medieval. En España y Portugal, a lo largo de toda la Cornisa Cantábrica y la fachada atlántica gallega y portuguesa, se encuentran decenas de túmulos megalíticos, como por ejemplo los situados en el Monte Areo, cerca de Gijón, o el magnífico Dolmen de Dombate, en la localidad coruñesa de Cabana de Bergantiños.

La fuerza de la comunidad
Evidentemente, al estar aún en periodo prehistórico, carecemos de registros escritos que avalen o confirmen lo que pretendían estas nacientes comunidades sedentarias cuando edificaban estas construcciones ciclópeas. Pero parece evidente que nos encontramos ante monumentos, en su mayoría, de carácter funerario o ritual y, por tanto, que esconden un significado religioso. La combinación de enterramientos, ajuares funerarios y decoración de las paredes hace pensar de inmediato en lugares de culto o santuarios, seguramente regentados por una clase sacerdotal mantenida por el resto de habitantes del lugar. El asentamiento y la incipiente agricultura implicaba disponer de unos excedentes de producción que permitirían liberar a ciertos personajes del trabajo manual y dedicarse a otro tipo de tareas como las religiosas o las militares.
Además, el hecho de que algunas de las más importantes construcciones se encuentren alineadas, de manera que señalen un fenómeno astronómico concreto, podría conllevar la existencia de una cierta élite cultural que se dedicase al estudio de estos hitos naturales que bien podría relacionarse con las élites religiosas. Éste es el caso del ya señalado de Stonehenge o el del túmulo funerario de Newgrange, donde la luz del sol se cuela por el corredor para iluminar completamente la cámara funeraria en el solsticio de invierno. Se ha planteado la posibilidad de que estas élites estudiosas usaran sus conocimientos para destacarse de entre la comunidad, por ejemplo, señalando la fecha de un eclipse gracias a saber de antemano cuando se producirían. Estos factores, unidos a los lugares elegidos para su ubicación, han servido para que estas construcciones fueran interpretadas como lugares de observación de la cúpula celeste.

No obstante, la interpretación principal que se maneja hoy en día es la propuesta por el arqueólogo Colin Renfrew, por la que los monumentos serían marcadores territoriales que delimitarían los espacios que cada pequeña comunidad disponía para desarrollar sus quehaceres cotidianos. De esta manera, los diferentes asentamientos agrícolas sedentarias de cierto territorio necesitarían de una cooperación para sus labores de siembra y recolección, creando unas redes sociales cada vez mayores de relaciones que encontrarían en las grandes construcciones megalíticas un nexo de unión que se reflejaría en actos comunitarios de tipo religioso o ritual, incluso comercial. Este nexo se mostraría, en el caso de los dólmenes, como un lugar de enterramiento común que cimentase unos lazos de confraternización entre esas comunidades y los alineamientos de menhires o los henges como lugares de culto, fiestas comunes, intercambio de regalos o cualquier ceremonia social o simbólica de afirmamiento que, poco a poco, construyese un sentimiento de pertenencia al lugar por parte de sus habitantes.
Otra forma de reafirmar estos nexos sociales sería la propia construcción de los monumentos. La participación del conjunto de la comunidad en trabajos de tan complicada y dificultosa realización serviría como mecanismo de integración. La formación de grandes equipos de operaciones que debían colaborar de forma minuciosa para un bien mayor estrecharía de esta manera las relaciones entre los miembros de las diferentes comunidades, que participarían después del resultado final.
Otra teoría para explicar el fenómeno megalítico sería la económica, ya que el Neolítico también supuso la llegada de las desigualdades sociales y económicas. La agricultura y la ganadería suponen depender en ocasiones de factores externos, como los climáticos o la riqueza de la tierra y, también, de una gestión de los recursos que no todas las comunidades llevan a cabo de forma similar. Esto provoca que unos grupos o familias sean más ricos que otros, apareciendo la desigualdad. En este caso, los monumentos megalíticos serían la plasmación de esas disparidades, de forma que los túmulos funerarios serían un homenaje a esos antepasados cuyos sucesores se benefician de su trabajo. Las primeras tumbas individuales corresponderían a los primeros miembros de los clanes que habrían conseguido más notoriedad y beneficios económicos, mientras que las colectivas habrían sido proyectadas por el menos afortunado resto de la comunidad en respuesta a las primeras.
Aunque su utilización para diversos fines continuaría durante siglos, aproximadamente hacia el 2500 a. de C. se dejan de construir estos ciclópeos monumentos, ello probablemente debido a que las nuevas sociedades metalúrgicas que utilizan las nuevas técnicas a base del trabajo con el cobre no sólo transforman las formas de producción, sino también los esquemas sociales, económicos y culturales. La forma de concebir la religión y la mentalidad van cambiando según el ser humano avanza en la construcción social y comunitaria, alejándose de los esfuerzos colectivos propios del megalitismo en aras de una mayor diferenciación social y económica entre los miembros de la sociedad. Desde ese momento, las grandes edificaciones ya no volverán a reflejar el espíritu solidario de las construcciones megalíticas, sino que responderán al poder de reyes, emperadores, papas, faraones o de las grandes compañías del siglo XXI que pelean por hacer el rascacielos más alto. Y probablemente ése sea el mayor legado que han dejado aquellos pueblos.
Israel Llano Arnaldo (Oviedo, 1979) estudió la diplomatura de relaciones laborales en la Universidad de Oviedo y ha desarrollado su carrera profesional vinculado casi siempre a la logística comercial. Su gran pasión son sin embargo la geografía y la historia, disciplinas de las que está a punto de graduarse por la UNED. En relación con este campo, ha escrito varios estudios y artículos de divulgación histórica para diversas publicaciones digitales. Es autor de un blog titulado Esto no es una chapa, donde intenta hacer llegar de forma amena al gran público los grandes acontecimientos de la historia del hombre.
0 comments on “La era megalítica”