El cuentín más triste de todos

Nuevo (y último) cuentín triste de Juana Mari San Millán.

Cuentinos tristes

El cuentín más triste de todos

/por Juana Mari San Millán/

Contaré —modo resumen— los periplos laborales de un tipo que, a la postre, devino en servidor público por un casual. Fuese por vocación o por pura chorra, importa un comino en este trance. Constato la índole predominante de su vida laboral, más que nada, por distinguirla de aquella que descansa en el estatus del funcionario profesional. Lo conozco por demás, como la palma de la mano, como si lo hubiera parido, por las razones que se descubrirán al final de la narración.

Se afilió a una organización política juvenil en 1974 y, al año siguiente, al partido. Estudiaba y trabajaba a la vez, como tantos. Procedía de una familia más que humilde. Dejémoslo ahí para no incurrir en desventuras melodramáticas. Marchó a la mili en 1977. Casi dos años perdidos más tarde, volvió con la blanca en una mano y la otra atrás. Siguió trabajando en lo que fuera y participando siempre que podía en las actividades de su partido. En 1981, justo en la fecha del golpe de Tejero, le ofrecieron y aceptó un contrato como auxiliar administrativo en la fundación vinculada a su organización política. Al paso de los días, fue asumiendo mayores tareas y responsabilidades hasta incorporarse a la plantilla de la organización con carácter indefinido. Ocho años después, el delegado del Gobierno de la provincia lo incorporó a su gabinete, excedencia laboral de por medio. Apenas dos años más tarde, se le pidió que formara parte de la comisión ejecutiva regional de su partido. Renunció al gabinete gubernativo y a su contrato de trabajo fijo en la organización. Entendió que no procedía combinar el cometido de dirigente y de asalariado a la par. Diré, de paso, que se la cogía frecuentemente con papel de fumar. Eso sí, lo liberaron al objeto de emplear todas sus energías y más en las faenas propias de la dirigencia, y a los dos años, disconforme con el rumbo del sector mayoritario de la dirección e incómodo con su posición en la misma, dimitió. Quedose al pairo e hízose autónomo, por aquello de seguir ganándose las habichuelas como todo dios, hasta que un buen día de principios de 1994 el presidente de la Junta de Obras del Puerto lo fichó como jefe de contratación y asuntos laborales de una sociedad de estiba. Creyó encontrar el reto profesional más interesante, capaz de proporcionar la estabilidad económica necesaria a su prole. Poco duró la cosa estibadora. Nuevamente le propusieron algunos compañeros del partido y del sindicato que se hiciera cargo de la dirección territorial de una entidad dedicada a la formación ocupacional. Le costaba un huevo y la yema del otro decir que no. Mientras ocupaba ese desempeño, lo metieron en la lista de concejales de la villa sin tampoco negarse. No tardó en comprobar que era imposible compatibilizar las obligaciones de su contrato laboral con la dedicación edilicia. Renunció de nuevo al puesto de trabajo estable, digamos, y se liberó (otra vez, maldito sarcasmo) como concejal. Como tal terminó ese mandato de cuatro años y continuó el siguiente, siendo elegido entre medias primer secretario de la agrupación política de su localidad, responsabilidad esta (no remunerada, por cierto) que ejerció durante casi doce años en los que se celebraron doce contiendas electorales de distinto signo. Añado de mi cosecha, por simple pavoneo no más, que las ganó todas menos una. En ese tiempo fue diputado autonómico cuatro años, de 2003 a 2007, mientras que de 2007 a 2011 volvió a ejercer el cargo de concejal con la misión añadida de gestionar a pie de tajo el traspaso de los trastos de la secretaría general que ostentaba y otras transiciones de calado. Los adversarios externos e internos no le perdonaron los éxitos continuados y lo identificaron como objetivo a batir por los métodos que fueran. Si había que destruir su reputación y la de su familia, se hacía y punto. Como así se intentó. Cuando al cabo del año 2011 consideró finalizada su función política, lo dejó todo otra vez y al paro que se fue. Casi dos años más tarde recuperó la actividad laboral (de parecidas características a la de veintidós años antes) en el puerto, de donde, si del retrovisor nos fiásemos, nunca debió marchar en mi humilde opinión. Hasta donde pude averiguar, demoró un tanto su jubilación, después de treinta y nueve años largos cotizados, para alcanzar la mayor cuantía de pensión posible. Ni que decir tiene que siempre vivió, mejor o peor, de un sueldo. Que yo sepa, nunca se quejó ni se arrepintió. Aducía, ante cualquier reproche, que nadie le obligó a tomar las decisiones que tomó, que nadie le puso pistola al pecho.

Me dio por contar esta sintética historieta acerca de la peripecia laboral de un político a ras del terruño, de esos de andar por casa, tal y como transcurrió, porque me la sé entera y vera, de pe a pa. Ese político fue mi marido. Que estemos separados porque se nos rompió el amor, según el poderoso cántico de la Jurado, no empece que manifieste mi reconocimiento por el compromiso cívico y el intrincado trabajo en favor de la gente de una persona —similar a tantas otras— con la que compartí de primeras inquietudes, alegrías y sinsabores. Lo cortés no quita lo valiente. Aunque de nada sirva el esfuerzo narrativo —de sobra lo sé—, ya que las rutilantes o sombrías versiones que inundan de envidias la plaza pública, que propagan maledicencias por los circuitos del cotilleo, que se apoderan de los corrillos de la murmuración ocultan, encenagan, entierran la aseada realidad de numerosas trayectorias personales —conozco unas cuantas— sometidas sin remedio a la tergiversación de los escaparates de una labor pública vilipendiada a menudo sin ton ni son.

Por eso, por la sensación final de dos vidas (la suya y la mía) en balde, quizá este sea el cuento más triste que escriba nunca esta, que lo es, su segura servidora.

Acerca de El Cuaderno

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