Vergüenza
/por César Iglesias/
Siento vergüenza de vivir en una ciudad llamada Oviedo en la que un matrimonio de septuagenarios deshauciados por la vida ha pasado 48 horas en un banco de un parque en el que corrí de niño, provoqué a una osa enjaulada, arrojé trozos de barquillo a los patos del estanque, parqueé con alguna novia adolescente y jugué con mis hijas. Esta mañana he ido a pasear por ese parque de la vergüenza. Y Cala, mi perra, olfateó en la hierba que los estigmas de la derrota humana habían deambulado durante dos días por ese lugar. A ella, en su solidaridad animal, se le hizo insoportable. Y también sintió vergüenza. Una vergüenza muy grande, pero también tan inútil, tan estéril como la mía.
Entonces me acordé de una frase: «La vergüenza es un sentimiento revolucionario». La escribió el joven Karl Marx al ver como el absolutismo prusiano torturaba y asesinaba a los ladrones de leña, los parias de la Europa del capitalismo cromañón que vagaban por los bosques a la búsqueda de rastrojos y ramas caídas con los que ahuyentar aquel frío tan antiguo e inhóspito. Acertó entonces el gran barbudo. En aquellos tiempos, la vergüenza era el germen de la indignación, el abono de la reacción justa de los desollados sociales. Hoy el viejo Marx, sin embargo, erraría en su análisis. La humillación del débil, el vencimiento de la dignidad del caído, ha logrado privatizar también la vergüenza, exiliarla al territorio del retraimiento, donde ya la única reacción posible es la inacción: buen prólogo para la derrota.
En este desalentador principio del tercer milenio se han minando las bases del contrato social y de la democracia parlamentaria, las soñadas por Rousseau, Stuart Mill, Isaiah Berlin o John Rawl y todos los padres de la decencia ilustrada. Hoy cantan victoria los mercenarios de la depredación política, los tronados adoradores de Carl Schmitt, Milton Friedman, Francis Fukuyama o Steve Bannon, que avanzan triunfantes hacia ese oxímoron, la llamada democracia i-liberal, versión 5.0 de aquella democracia orgánica con hedor de sobaco franquista y con paso firme en Italia, Polonia y Hungría. Será aseada, sin brazo en alto ni camisas negras, pardas ni azules, pero no es más que la nueva marca de los reaccionarios para blindar el orden jurídico schmittiano, gendarme de la pervivencia de la estratificación social y del dominio político-económico de las élites.
Pero su mayor éxito es que han conseguido ideologizar la voracidad social. Al blanquear la codicia, la mentira y la estigmatización del emigrante, del pobre, del diferente y del disidente han conseguido adecentar el malismo como doctrina. Y de paso, como oferta electoral exitosa. Ahí están, sin ir muy lejos, los Trump, los Salvini, los Orbán, los mellizos ahijados de Aznar o los Puigdemont de las JONS.
Ellos son los malotes, pero han contado con nuestra pasividad y en ocasiones con nuestra complicidad: algunos, por cooperación militante; otros, por indolencia egocéntrica, y los más, por indiferencia, «el peso muerto de la historia» en palabras de Antonio Gramsci. Sea cual sea, se trata de distintas maneras de connivencia con la institucionalización del neocanibalismo político.
La compasión, la solidaridad con los semejantes, son hoy palabras expulsadas de nuestra lengua. También han sido exiliadas de los manuales de leyes. Lo que sí persiste en los códigos legales es un amplio capítulo dedicado a la tibieza enmascarado con invocaciones hipócritas a la equidad y al Estado de derecho. Por ello ese juez o esa jueza que dictó la orden del desahucio de la pareja de septuagenarios de Oviedo ha sido leal a uno de los pilares esenciales de nuestro ordenamiento: la administración de justicia debe ser ciega. Cierto, pero aún no está acreditado científicamente que la ceguera vaya asociada a la insensibilidad.
Ese matrimonio septuagenario, a los que tan solo les quedaba la dignidad de los pocos más de 370 euros de una pensión no contributiva, un piso en alquiler y la esperanza de una herencia con la que afrontar el futuro del arrendamiento, se la arrebataron cuando llegó la orden de desahucio. Dejaron las llaves en la cerradura, cogieron sus pocos enseres y se acomodaron durante 48 horas en un banco gastado del Campo de San Francisco. Allí llevaron también su vergüenza, tan poco revolucionaria que incluso les impide exigir la ayuda debida de las instituciones públicas y ejercer su legitimidad ciudadana ante un funcionario judicial invidente, supuesto representante de ese Estado de deshecho.
Hoy «mi vergüenza es tan grande como mi cuerpo», como bien dijo Antonio Gamoneda en Blues castellano, pero también —añado— tan inútil, tan estéril. Hoy siento el bochorno de mi renuncia a la vergüenza como un sentimiento de dignidad. También hoy percibo la herida de la infamia por pertenecer a una sociedad que ha humillado a este matrimonio de Oviedo, como a tantos otros ciudadanos, al hurtarles el orgullo último, el de la pobreza decente que aspira a encontrar la solidaridad y la compasión de sus semejantes. Lo confieso: hoy, más que nunca, me avergüenzo por no hacer mía la vergüenza como un sentimiento revolucionario.
César Iglesias es licenciado en filología española por la Universidad de Oviedo. Ha trabajado desde 1982 como periodista en diferentes medios de comunicación (Cadena SER, La Nueva España y La Voz de Asturias) y en gabinetes de comunicación de instituciones públicas. Es autor de la plaquette Las casas pechadas (Trea, 2011) y de los libros Lengua del duelo (Trea, 2016) y Piazza del bacio (Trea, 2016), este último en colaboración con el artista plástico Federico Granell.
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