/ por Graham Gallagher /
Artículo originalmente publicado en Political Mythologies el 30 de septiembre de 2022, traducido por Pablo Batalla Cueto
Flores en el desierto: 1946-2006
Me contaron una vez que, antes de que yo naciera, todavía solía llover en el desierto. No mucho, claro; o no muy a menudo: no dejaban de ser desiertos. Pero llovía con suficiente frecuencia como para que existiera todo tipo de flora y fauna aguardando ansiosamente bajo la supeficie el momento en que llegaran los aguaceros; pequeñas plántulas que esperaban meses, años o décadas a que los lechos secos de los ríos se inundaran, cayeran los chubascos y el desierto se convirtiera en un pantano fangoso; a que las aguas barrieran el suelo bajo, reseco y agrietado, y los matorrales áridos. En cuestión de días, a un observador que hubiera visitado el lugar unos días antes le parecería contemplar otro mundo: en lugar de tierra compacta, verdes valles ondulados, un río corriendo, flores rozagantes y efímeros del desierto. En todas partes, el murmullo de la abundancia de la vida: halcones y aves rapaces volando en círculos en lo alto, en busca de ratones de campo, insectos y conejos de pronto copiosos, azacanándose entre los pastos de rápido crecimiento. El chirrido de decenas de miles de grillos ahogando el viento. Los animales más grandes congregándose, balando, gimiendo, mientras beben de los arroyos poco profundos. Para alguien proveniente de un clima templado, la zona parecería, de hecho, más verde, más plena, que el valle o el bosque de montaña promedio. En tales circunstancias, se produce una explosión demográfica: animales procedentes de miles de kilómetros a la redonda acuden a alimentarse de los pastos nuevos; y los depredadores, a devorar a los herbívoros. Desde lo alto de una meseta, mirando hacia abajo estas estampas, casi se podría creer que el mundo había cambiado para siempre; que había desaparecido el desierto, y una hermosura nueva, definitiva, ocupaba su lugar; que la vida y la exuberancia habían prevalecido, por fin, sobre la escasez y la muerte. Desafortunadamente, nunca era así: se trataba de una ilusión. No podía durar.
Sin nuevas lluvias, los ríos retroceden lentamente. Primero se convierten en un chorrito; luego, en nada en absoluto. La hierba y las flores a las que alimentaban perecen a su vez. Los animales siguen su ejemplo: migran hacia herbazales más verdes, desaparecen bajo la tierra a la espera de la próxima lluvia o mueren, y sobre sus cadáveres se abaten las aves carroñeras. Las colinas ondulantes que, días o semanas antes, parecían tan verdes, amarillean y sucumben. En poco tiempo, todo lo que queda —citamos a Zeng Guofan— son «cañas amarillas y huesos blancos» decolorándose en silencio, bajo el sol abrasador. El desierto nunca dejó de ser un desierto: fue una extraordinaria convergencia de condiciones lo que, brevemente, le insufló vida. Los insectos, a diferencia de la mayoría de los seres humanos, viven existencias que duran días o semanas. Si uno de ellos dispusiera de pensamiento abstracto, podría pasar gran parte de su vida en el desierto floreciente, haciendo el recorrido completo de su etapa larvaria a su desaparición final sin saber que los pastizales que habita están condenados a desaparecer. Todo lo que ha conocido es la pradera: ¿por qué asumir que el desierto es la norma, y la floración una aberración? El insecto, al fin y al cabo, nunca ha visto un desierto antes.
Hay paralelismos con este cuadro ambiental en los asuntos humanos. Algunas tecnologías son así. Surgen en un momento determinado, en el marco de una economía política concreta, para llenar un nicho específico, y disfrutan de una adopción rápida y generalizada, pero después, en lugar de evolucionar para volverse más eficientes, son velozmente abandonadas cuando hace aparición un paradigma tecnológico nuevo, o las condiciones político-económicas que alumbraron su surgimiento se desvanecen. Tal vez sean los canales el mejor ejemplo de este fenómeno. Durante la revolución industrial temprana, grandes cantidades de materias primas, tales como el carbón, el algodón o el mineral, debían ser trasladadas desde los puertos hasta las urbes industriales del interior. Del mismo modo, los productos acabados tenían que ser devueltos a los principales puertos marítimos para su exportación. Mover pequeñas cantidades de mercancías por tierra, en carros o carretas, era menos rentable y eficiente energéticamente que excavar una serie de canales por los que las barcazas, tiradas por hombres o caballos, pudieran trasladar varias toneladas de bienes y materiales. A principios del siglo XIX, se produjo un frenesí de construcción de canales tanto en Europa como en América del Norte. Tales rutas se convirtieron rápidamente en parte integral de la economía y los intereses nacionales de los Estados que las habían construido. En un momento dado, la forma más rápida y barata de llegar de Filadelfia a Pittsburgh era a través de un canal: se iba por tierra a Nueva York, se recorría el canal Erie a través del estado y, luego, se hacía una corta excursión por carretera hasta la ciudad. La dificultad de mantener tramos largos de carretera contribuyó a este florecimiento en la construcción de canales: las carreteras, en aquel momento, aún pertenecían en su mayoría a terratenientes privados, y a menudo se tornaban intransitables durante largos períodos del año. La pavimentación generalizada era una quimera fuera de las principales carreteras reales europeas. Por todo ello, el movimiento de mercancías por carretera significaba precios altos, limitaciones al crecimiento y desaceleración de la producción. Una barcaza del canal podía mover una mayor cantidad de bienes más rápido y a mucho menor coste.
Durante este período, los gobiernos apoyaban con entusiasmo incluso los proyectos de canal peor planteados. Se trazaban y horadaban canales allá donde había industria, e incluso allá donde no la había. Durante la década de 1830, en Gran Bretaña, el Parlamento daba luz verde casi automática a cualquier propuesta de canal que se le presentaba, garantizando fondos públicos para lo que, entonces, era principalmente un esfuerzo privado. En el cénit de la era de los canales, la especulación financiera en torno a este asunto era generalizada. Los inversores atiborraban de dinero cada proyecto con independencia de que el canal fuera rentable, e incluso de que fuera realmente probable que se construyera. Pero, de pronto, advino el ferrocarril, y aniquiló aquella era con rapidez. Los trenes podían mover aún más mercancías y aún más personas, podían hacerlo aún más rápido, eran aún más baratos, aún más fácil su construcción, y requerían menos mantenimiento. Hoy en día, algunos de los canales abiertos en aquella era aún están en uso, pero aquellos de los que se cancela el mantenimiento y que se desmoronan son la regla, no la excepción. Si uno visita Inglaterra hoy, encuentra cortes en la tierra que se extienden millas y millas, tomados por la maleza y acumulando basura. Son lo que queda de toda una época de la historia de las infraestructuras, protagonizada por los canales de la misma manera que el semirremolque protagoniza la nuestra. Todo el fenómeno, desde su nacimiento hasta su conversión en piedra angular de la economía y su desaparición, duró menos de cuarenta años.
El dirigible también encaja perfectamente en esta categoría. Cuando era niño, me fascinaban los zepelines, su inmenso tamaño, su aspecto de otro mundo, tanto como habían fascinado a la humanidad de los primeros años del siglo XX. En la actualidad, pasan por ser más bien sinónimo de arrogancia e ineficiencia, pero un día se vio en ellos la representación tangible del utopismo industrial de principios de la centuria. A ojos de nuestros antepasados modernistas, anunciaban una era en la que cualquiera podría desplazarse a cualquier parte de la Tierra, veloz y elegantemente. Los soviéticos tiraban carteles con flotas de dirigibles rojos que jamás podrían permitirse construir. Los alemanes enseñaron los suyos en los Juegos Olímpicos de 1936 y las Ferias Mundiales de entreguerras. Los futuristas los pintaban, al igual que dibujaban trenes y automóviles. Los niños compraban pequeños modelos de presofusión, tal como ahora compran pequeñas naves espaciales. Sucedió incluso que la Marina estadounidense utilizara sus dos zepelines, el Akron y el Macon, para vuelos de reclutamiento. Hubo quien llegó a especular que los portaaviones voladores transformarían la guerra para siempre, funcionando como bases aéreas móviles que harían en la tierra lo que los portaaviones barco hacían en el mar. Había precedentes alentadores: durante la primera guerra mundial, se utilizaron zepelines como bombarderos de largo alcance, que podían volar distancias y alcanzar alturas inaccesibles aún para los aviones. Aunque, al final de la guerra, se había descubierto su vulnerabilidad a las rondas incendiarias, y su utilidad bélica tocaba a su fin, todavía representaban ampliamente, en la imaginación popular, un sinónimo de progreso. Tras la firma del Tratado de Versalles, Gran Bretaña llegó a fantasear con una flota de aeronaves como forma de unir los rincones de su imperio, y reservó fondos para hacerla realidad. Los industriales, los administradores coloniales, los aristócratas, los oficiales, podrían alcanzar en días, con rapidez y comodidad, lo que antes había tomado semanas o meses. Pero aquel ensueño fue efímero. El fin de los dirigibles tuvo poco que ver con decisiones contingentes o desastres. Los hidroaviones demostraron rápidamente su mayor rentabilidad para el transporte internacional masivo por aire, y la aparición del motor a reacción hubiera sellado el destino de los zepelines incluso si el Hindenburg no hubiera explotado espectacularmente en Lakehurst en 1937. Hoy en día, hay menos de treinta dirigibles en el mundo; juguetes que se utilizan principalmente para anunciar neumáticos en partidos de fútbol. Tal vez ilustre aún mejor mi punto de vista el que, con el incremento del precio del combustible a nivel mundial y la decadencia del método justo a tiempo y los viajes rápidos, los dirigibles sean objeto de un interés renovado, ya que pueden cubrir distancias largas con poco combustible. He aquí un desierto que quizás vuelva a florecer.
Algunas condiciones políticas también son así. Incluso los acuerdos y dinámicas políticas hoy omnipresentes, a nivel global o regional, pueden ser así. Pensemos, por ejemplo, en la monarquía absoluta. Está instalada en la mentalidad popular la idea errada de que las monarquías feudales fueron siempre absolutas. En esta visión incorrecta, el rey se arrellana en la parte superior de una pirámide descendente de nobles terratenientes, paralela a la pirámide similar, pero distinta e independiente, del clero. Nada más lejos de la realidad. En Europa, durante la mayor parte de la Edad Media, el poder del rey no solo estaba limitado en la práctica, sino también ideológicamente (los marxistas subrayarán que esto último se deriva de lo primero). Durante gran parte de su existencia, el feudalismo —en la medida en que lo consideremos un nombre válido para abarcar toda una forma de economía política derivada de la propiedad hereditaria de la tierra y un conjunto de legitimaciones superestructurales— no pensaba la monarquía como el gobierno in totalis de un soberano sobre un territorio limitado bien definido y la implementación de sus decisiones por una burocracia real. De hecho, toda su comprensión de la soberanía, la política y la autoridad era ajena a la nuestra.
Decía Anderson con lucidez en Comunidades imaginadas que el reino feudal preabsolutista
«se opone a todas las concepciones modernas de la vida política. El reino lo organiza todo alrededor de un centro elevado. Su legitimidad deriva de la divinidad, no de las poblaciones, cuyos individuos, después de todo, son súbditos, no ciudadanos. En la concepción moderna, la soberanía estatal opera en forma plena, llana y pareja sobre cada centímetro cuadrado de un territorio legalmente demarcado. Pero en la imaginería antigua […] las fronteras eran porosas e indistintas, y las soberanías se fundían imperceptiblemente unas en otras [… expandidas] no solo por la guerra sino también por la política sexual».
Las extensas listas que referían los títulos reales enumeraban lealtades consolidadas de carácter personal, no legal o administrativo. Estos círculos concéntricos de autoridad que empleaban el poder coercitivo para asegurarse la sumisión del campesinado, en que las diferentes ramas de los lazos familiares y el poder personal generaban una malla de relaciones personales, son lo que hoy llamamos retrospectivamente reinos feudales. Debe pensarse en la Francia o la Inglaterra del siglo XII como una red amorfa de personalidades armadas y sus séquitos, vagamente vinculados, solo en el sentido más amplio, a una geografía. Estas redes de relaciones personales recibían para su gobierno la ayuda de la burocracia religiosa regional hegemónica en cada momento dado, de su clerecía, cuya autoridad provenía tanto de su capacidad de leer (eran pequeños archipiélagos de alfabetización en el vasto mar de la ignorancia) y, por tanto, de fungir como mensajeros, consejeros o administradores, como de su mandato divino. En tales circunstancias, el gobierno de una persona, con una burocracia coherente que hiciera efectivas sus decisiones, no solo era casi imposible, sino que se oponía al modo de producción económica y a la estructura ideológica implicada en el mantenimiento de esa producción. Cualquier intento de hacer cumplir la voluntad del soberano de manera uniforme en un territorio era políticamente desaconsejable. La pequeña nobleza y los terratenientes menores protegían con celo su autoridad local y tenían el músculo económico y militar necesarios para hacerlo. Los monarcas que se extralimitaban podían encontrarse rápidamente en una situación política insostenible. La suerte de Ricardo III, apuñalado ocho veces en el cráneo por nobles de rango ostensiblemente inferior al suyo, es ilustrativa al respecto. Durante más o menos mil años, este ordenamiento no solo fue dominante, sino necesariamente impulsado por las condiciones tecnológicas, económicas y sociales que lo habían engendrado en varios continentes, con la excepción de un puñado de imperios burocráticos y ciudades-Estado plutocráticas.
En los siglos XV y XVI, este ordenamiento empezó a trastabillar. ¿Qué ocurrió? En Europa, ya en el siglo XIII, la estructura económica que lo sustentaba comenzó a resquebrajarse. Hubo una crisis general de gravámenes feudales y la extracción agrícola ya no cedía mansamente el poder a la pequeña nobleza que lo había detentado, un problema exacerbado, pero no causado, por la Peste Negra. El comercio se acrecentó vertiginosamente y, con él, la acumulación primitiva y los primeros dolores de parto de la mercantilización de la agricultura. La lucha de clases arreció a medida que la nobleza feudal encontraba cada vez más dificultades para adaptarse a estos cambios económicos. El Gran Levantamiento de 1381, la revuelta de los Ciompi de 1378 o el gobierno de Savonarola en Florencia son solo algunos ejemplos de la creciente violencia de clase de la época. Los burgueses, bien adaptados al entorno caótico, descubrieron que su poder material general aumentaba. Prestando dinero a nobles con problemas de liquidez a través de la banca naciente, su poder material aumentó, y descubrieron que ejercían una influencia más poderosa y general sobre las testas coronadas de Europa que nunca.
Sin embargo, a pesar de las revueltas desde abajo y del nuevo poder económico de los plebeyos adinerados, este conjunto de condiciones no condujo a revoluciones campesinas exitosas, ni a la suplantación de los reinos feudales por repúblicas burguesas y ligas mercantiles. Por el contrario, dio lugar a un gobierno monárquico reificado y, con el tiempo, a una gavilla de políticas absolutistas. Ello puede resultar desconcertante a tenor de la notable oposición desplegada contra los pilares básicos del feudalismo, los cambios profundos que tenían lugar y la incapacidad general para resolver contradicciones internas. Pero tiene su explicación. La crisis del feudalismo arribó en un momento en el que —como describe Charles Tilly en Coerción, capital y los Estados europeos— la guerra incesante y cada vez más compleja había redundado en la creación de un Estado, también él, cada vez más complejo. El ritmo de los conflictos armados alcanzó un punto álgido en este período, acompasado a la crisis sostenida de los cimientos de la economía política feudal. Para librarse en tales condiciones, la guerra necesitaba impuestos, lo que a su vez requería una burocracia demasiado compleja para procesarla a través de los viejos cauces feudales de gravamen y lealtad familiar. En lugar de suplicar a los incontables miembros parroquiales de la nobleza aldeana que les apoyaran con dinero, hijos y séquitos de hombres armados, los reyes comenzaron a formar sus propios ejércitos. La nueva burocracia se vio respaldada por la extensión de la alfabetización, que la imprenta hizo posible. El aumento del comercio y la acumulación primitiva podían ser gravados por estas burocracias y, por lo tanto, incrementar el poder de la autoridad real. A medida que los barones caían en la incapacidad, los escalones superiores de la antigua pirámide feudal estaban más seguros que nunca y nació el absolutismo, tal como se lo representa en la imaginación popular.
Marx y Engels conceptualizaron este período como una especie de tutela política de la nueva burguesía: ruedas de entrenamiento para la época capitalista. Los miembros de la clase burguesa manejaban cada vez más los altos mandos de la economía y la administración del aparato real. De hecho, las burocracias, instituciones e ideas necesarias para dirigir los Estados burgueses se gestaron durante el período absolutista. Como escribe Marx, «el poder estatal centralizado, con sus órganos ubicuos de ejército permanente, policía, burocracia, clero y judicatura —órganos forjados según el plan de una división sistemática y jerárquica del trabajo— se origina en los días de la monarquía absoluta, sirviendo a la naciente sociedad de clase media como un arma poderosa en sus luchas contra el feudalismo». Todas estas son características del Estado capitalista con mercados unificados, pero la burguesía no las creó: simplemente dotó de personal a instituciones alumbradas por la alta nobleza en aras de resolver los problemas del feudalismo. De la crisis general del feudalismo como sistema político y económico no surgió la liberación, sino un feudalismo modernizado, renacido con nuevo poderío bajo el mando de los monarcas, conformado por burócratas, gobierno de geografías uniformes.
A pesar de esta carambola, Perry Anderson tiene razón al señalar que estas características surgieron como la única manera en que el Estado feudal podía salvarse a sí mismo, y, durante un tiempo, pareció que lo había hecho. El naciente Estado absolutista no tenía interés alguno en gestionar o incorporar a la burguesía, y los instrumentos con los cuales se socorría al feudalismo solo podían ser utilizados por el Estado feudal, porque la clase burguesa era aún demasiado débil para afirmar su poderío económico y político. Escribe Anderson:
«El Estado absolutista nunca fue un árbitro entre la aristocracia y la burguesía ni, mucho menos, un instrumento de la naciente burguesía contra la aristocracia: fue el caparazón político de una nobleza amenazada. […] Esta fue precisamente la época en que acaeció, en un país tras otro, un repentino y simultáneo resurgimiento de la autoridad y la unidad políticas. [… C]uando los Estados absolutistas quedaron constituidos en Occidente, su estructura estaba determinada fundamentalmente por el reagrupamiento feudal contra el campesinado, tras la disolución de la servidumbre; pero estaba sobredeterminada secundariamente por el auge de una burguesía urbana […] El orden estatal siguió siendo feudal mientras la sociedad se hacía cada vez más burguesa».
Así pues, la proliferación del Estado feudal solo fue posible durante un momento muy breve; aquel en el que era factible disponer de grandes burocracias y administrativas, así como financiarlas y dotarlas de personal. El momento en que la pequeña nobleza que normalmente se habría resistido a tales movimientos se hallaba demasiado sobrecargada, incapaz de atajar la centralización de la autoridad política. El momento en que la clase burguesa aún no era capaz de afirmar su dominio político, y en que la urbanización no estaba lo suficientemente avanzada como para que los pobres no rurales actuaran como tropa de choque en una revolución burguesa. Era una vorágine de condiciones perfectas y, por lo tanto, el Estado absolutista fue predominante solo brevemente. A medida que algunas de esas condiciones que habían hecho posible se desvanecieron, no pasó mucho tiempo hasta que las cabezas de Carlos y Luis rodaron ante los entusiasmados miembros del Parlamento y la euforia de los sans culottes. Bajo el absolutismo, el orden feudal fue rescatado y emergió más fuerte que nunca, hasta el día en que desapareció en una nube de bastillas ardientes y el humo de las armas de los Nuevos Ejércitos Modelo. El Estado absoluto floreció fugazmente en el desierto, preservando temporalmente el viejo orden político mientras se ensamblaba con el nuevo orden económico.
Sostengo que un momento histórico similar ocurrió con la rápida propagación de la democracia constitucional liberal capitalista, en particular con el sufragio universal y, al menos, unos cuantos derechos civiles notables. Si bien durante más de un siglo había permanecido confinado a unas pocas potencias industrializadas, de la noche a la mañana germinó, abrazado por todo el mundo, y, en apariencia, se profundizó y arraigó en los reductos en los que ya se radicaba. Desde el final de la segunda guerra mundial hasta la Gran Recesión, pareció protagonizar una marcha inexorable. Aplastaba a todos los demás marcos, florecía incluso en los terrenos más improbables. Los liberales, tanto de izquierda como de derecha, estallaban de alegría, y luego se entregaron a una complacencia engreída. Luego, de pronto, se marchitó y murió. Lo más sorprendente es que se marchitó en la raíz y en la vid; que pereció lo mismo en los puestos de avanzada más precarios que allá donde había sido más duradera y había tenido los cimientos institucionales más firmes. Murió en Myanmar al mismo tiempo que en Estados Unidos. Su vida útil global fue de en torno a setenta años, dependiendo de cómo se conceptualice. En términos históricos, ha sido algo tan efímero como el rocío de la mañana. A diferencia del absolutismo, que preservó una estructura política del feudalismo mientras estaba preñado del emergente mundo económico y social del capitalismo, la democracia liberal transformó el orden político, a veces de manera profunda y significativa, al tiempo que preservaba la lógica económica de la época capitalista.
Una lectura optimista, hacia la cual tengo sentimientos encontrados («¡déjalo crecer!», como decía De Maistre), es que el período en el que estamos entrando es el equivalente capitalista del Estado absolutista. Un período en el cual el caparazón de la burguesía, incapaz de afrontar las crisis y contradicciones crecientes del capitalismo, refuerza un Estado socialmente conservador y autocrático a fin de robustecer su posición mientras las fuerzas productivas se reconfiguran; y al igual que el Estado absolutista, desde una posición de debilidad, no de fuerza. No estoy seguro de ello. Tal vez sea el caso, y los historiadores futuros de una época poscapitalista miren hacia atrás, contemplen este período y se sorprendan de lo inseguro que era todo y cómo la clase capitalista simplemente se compró a sí misma un puñado de décadas, o una centuria o dos de vida prorrogada, mientras ponía a punto los instrumentos empleados por los Estados poscapitalistas. Tal vez sea así. Yo no estoy seguro. Lo que puedo decir con cierto grado de confianza es que la democracia liberal, entrelazada con la producción capitalista, floreció por un instante, necesitaba una serie de condiciones para hacerlo, y esas condiciones, ahora, han quedado atrás.

El río se seca: 2006-2020
Llevo escuchando hablar del mundo posliberal, postestadounidense, durante gran parte de mi vida adulta. Durante más tiempo, en realidad. Tengo recuerdos vagos que se remontan a mi infancia durante la Administración Clinton, la cual, aunque el vocabulario que utilizaba era diferente, y su análisis conceptual más rudimentario, trataba de lidiar con lo inevitable. En medio de la gran victoria liberal del «fin de la historia», una sorda inquietud no dejó nunca de palpitar en el fondo de la mente de todos, incluso en el gran centro del sistema mundial: el Estados Unidos suburbano. Existía pese a todo la sensación de que la bonanza no podía durar para siempre, por más que los agentes del poder nos aseguraran que sí; que el botín pirata de cinco continentes no podía afluir hacia aquí de forma ininterrumpida. Tal vez por eso, en este período, la búsqueda de un enemigo exterior al mundo liberal pareciera tan frenética: los manifestantes contra la OMC, los ecologistas, China y la yihad tuvieron, cada uno, su lugar bajo el sol como enemigo público número uno.
Sin embargo, con un conjunto de condiciones geopolíticas tan previsibles como el mundo post-Estados Unidos y postunipolar a la vista, llama la atención el poco esfuerzo que se consagró a imaginar cómo podría ser, a nivel personal y político, habitar un lugar así. En el centro político, los lamentos por tales condiciones fabulaban un mundo muy similar al actual, pero con China en el centro de la política global, en lugar de Estados Unidos. Esto fue ciertamente así en el caso del centroderecha fusionista pre-Trump, que encontró conveniente, retóricamente al menos, presentar esto como una imagen de pesadilla, fácil de digerir para los abuelos que se aterrorizaban bajo las sábanas mientras veían la Fox o CNBC en 2010. Tengo grabado en la mente el infame anuncio del «profesor chino» publicado por Ciudadanos contra el Despilfarro del Gobierno [Citizens Against Government Waste] aquel año.
En dicho anuncio, un profesor chino —se supone que de historia o ciencias políticas— se dirige en Pekín, en el lejano año 2030, a una multitud de estudiantes universitarios sorprendentemente comprometidos. Entre la agitprop realista social de Mao y sus proletarios fabriles musculosos, explica que Estados Unidos «se gravó y se gastó» a sí mismo abocándose a la sumisión a la República Popular, siguiendo de tal modo el camino del Imperio romano y los británicos. La situación de Estados Unidos se deja a la imaginación de los espectadores y no aparece nunca en pantalla. Podemos suponer que, en esta visión, todos los estudiantes chinos vivan en suburbios cerrados en los cuales obtengan caro pollo al estilo de Sichuan a través de Uber Eats, cuyos coches conduzcan inmigrantes estadounidenses sin dinero, y que bajen al axe-throwing bar los fines de semana, mientras los antiguos suburbanitas estadounidenses empobrecidos de Madison (Wisconsin) sudan camisetas raídas de los Packers para fabricar los iPhones de estos niños por dos dólares al día. Esto ilustra por sí mismo el pensamiento simplista de suma cero que caracterizaba a la pequeña burguesía estadounidense prepopulista, antes de la pandemia. Un hegemón debe remplazar a otro. Los habitantes de un país pueden ir al Dave & Busters conduciendo su monovolumen o, si son romanos, ir al circo en carro; los de los otros pueden lanzarse a las redes antisuicidio tendidas bajo las fábricas de Shenzhen o trabajar en los pozos de sal de Cartago. La cosa funciona así. Si no son ellos, seremos nosotros. Rigen las reglas del diálogo de los melios.
Esto, por supuesto, no es más que una fantasía. No se parece a la realidad del mundo postunipolar y posliberal másmque cualquiera de las otras ensoñaciones febriles de algunas de las personas más acomodadas de la historia de la humanidad. Sin embargo, si la imaginería retórica del centro, la izquierda o la derecha de finales de los años diez y principios de los veinte del siglo XXI no se parecen a lo que finalmente ocurrió, los augurios de la izquierda que salivaba ante la perspectiva de un mundo post-Estados Unidos resultaron ser aún más engañosas: se fundamentaban, principalmente, en fantasmagorías y nociones infantiles de las relaciones internacionales y la economía política. El cuento de hadas habitual, que yo he escuchado decenas de veces en círculos progresistas, decía algo así: la hegemonía estadounidense ha amarrado a las clases trabajadoras del mundo a un capitalismo colonial, y Estados Unidos emplea la fuerza para mantener en pie regímenes autoritarios que mantienen empobrecidos a los ciudadanos del Tercer Mundo y evitan que estallen revoluciones democráticas y socialistas. Cuando Estados Unidos caiga, las masas derrocarán por fin a los tiranos que las asfixian y el socialismo florecerá de nuevo en un mundo de Estados y pueblos iguales. El saqueo de África, Asia y América del Sur se detendrá y los valerosos trabajadores del mundo en desarrollo alumbrarán un camino que el Norte global seguirá, mientras la antorcha de la liberación llamea de nuevo. Esta quimera pueril resulta casi encantadora cuando se la mira en retrospectiva.
Contrariamente a las supuestas bases materialistas de tales argumentos, Estados Unidos —en lugar de ser reconocido como lo que es en un análisis marxista del sistema capitalista internacional: un nodo central en una configuración determinada del sistema económico mundial— se presentaba como un actor especial, único, responsable casi sobrenatural de una especie de satánico mal generalizado; más una conspiración omnipotente que un gran Estado capitalista. Esto, como es obvio, es una tontería. El fin de la hegemonía estadounidense no destruirá el capitalismo más que lo hizo el declive de los imperios holandés o británico. Ha encontrado nuevos y acogedores hogares en Pekín, Moscú, Nueva Delhi, São Paulo, Yakarta, Bruselas, Berlín, Sídney, Tokio, Seúl o Ciudad del Cabo. El capitalismo no solo ha sobrevivido al declive de las potencias globales antes, sino que ha prosperado en el marco del mismo: cada nueva oportunidad para la destrucción creativa y las consiguientes luchas de poder, guerras y refriegas financieras suele ser revigorizante para el sistema. Al igual que la crisis del feudalismo solo redundó en el nacimiento del Estado absolutista, la crisis general del capitalismo, en marcha desde los setenta, no ha de darnos más que el Estado conservador nacional, el proyecto imperial ruso y el capitalismo de Estado chino. En resumen, el caparazón tras el cual el capitalismo se parapeterá en el futuro previsible, más seguro que el pronosticado en los momentos más desalentadores y vacuos del triunfalismo del fin de la historia en los noventa.
¿Cómo será ese mundo? Disponemos de pistas suficientes para proponer una estampa. El primer aspecto estructural, y quizá el más peligroso, es la desaparición de las masas y de la formación de masas, ingrediente clave de la política durante los últimos doscientos años. El nuevo mundo que se perfila se parece mucho más al siglo XIX: reducción significativa de la democracia, e incluso su completa eliminación, lo mismo en la metrópoli que en la periferia. El Estado húngaro ofrece algo así como un modelo, pero incluso él es simplemente un prototipo. Con el tiempo se refinará el modelo. Las grandes potencias regionales en ascenso (Rusia, China, India, Brasil…) tejerán redes complejas de alianzas, conquistarán a sus vecinos y se anexionarán y colonizarán los territorios que puedan, clientelizando a los que no puedan. Se frenará a las mujeres y se las devolverá al hogar, un proyecto que se ha ido acelerando rápidamente a medida que el empleo se ha vuelto más escaso y tras la destrucción neoliberal del Estado del bienestar y la necesidad rapaz consiguiente de trabajo doméstico. Incluso la hoja de parra de la legitimidad democrática vuela y se esfuma cuando los Estados organizan alegremente referendos en los que el 99% de la población aprueba la última violación de los derechos humanos, el retorno a la familia patriarcal y la supremacía racial abierta. Un mundo sin derechos femeninos, sin libertad de expresión, sin elecciones, sin protección en el lugar de trabajo, en el que una pequeña burguesía engreída e idiota —en la India, Rusia, Kenia o Estados Unidos por igual— gobierne cual pequeños principitos una población fragmentada, atomizada y paranoica. Muy lejos de la libertad que se nos prometió, será este un mundo más peligroso, más bélico, más caliente, más enfermo. Lo peor de la pesadilla se ha abatido ya sobre Ucrania, y créanme: lo veremos en más lugares.
El desierto del futuro: un mundo brasilizado y multipolar
Nada de esto quiere decir que toda democracia liberal vaya a vacilar ante la marea de retroceso democrático, regímenes híbridos y descarnado autoritarismo. Algunos países se verán bien situados para preservar sus instituciones democráticas: serán especialmente aquellos Estados cuya situación geográfica los aísle relativamente bien del cambio climático, que tengan una historia larga de parlamentarismo estable —y, lo que es más importante: flexible— o sean exportadores netos de energía o alimentos. Cada uno de estos factores ayudará a evitar lo peor y creará un colchón en el que varios Estados puedan mantener vivo el siglo XX. Canadá, Islandia y Noruega vienen a la mente. De hecho, no me sorprendería en absoluto que, dentro de veinte o treinta años, Toronto, Oslo, Reikiavik o Vancouver fueran refugios de renombre internacional para heterodoxos, perseguidos y disidentes; destinos que signifiquen en el siglo XXI lo que, en el XIX y el XX, significaron Nueva York, Ginebra o París: universidades, industrias y escenas artísticas cuyo abrigo congregue a los mejores talentos del planeta y que produzcan tecnología, películas y literatura que despierten la envidia del mundo. Sin embargo, incluso este rayo de luz potencial viene con advertencias. Estos países no serán inmunes a los problemas que afronta el resto del mundo: los bienes irán siendo, también allí, más escasos y caros; la educación formal, de acceso más difícil; las mujeres se enfrentarán a una fuerte presión social, si no legal, para volver al trabajo doméstico; la movilidad interclasista será más difícil. Es probable que los trabajadores se enfrenten a un mayor disciplinamiento estatal. Además, lo es que las dificultades para entrar en esos países se incrementen con dramatismo. En el siglo XIX, cuando Estados Unidos ofrecía cierta movilidad social y algún grado de libertad política, las leyes migratorias se endurecieron drásticamente y se hicieron explícitamente racistas con respecto a quién se le permitía entrar y a quién se dejaba fuera. Es probable que tales leyes lleguen a ser característica corriente de las democracias plenas que resistan.
Para muchos Estados de la periferia del antiguo Imperio estadounidense, esto será un cambio cuantitativo, que no cualitativo. El Sur global, Oriente Medio y el norte de África han sufrido con especial intensidad los años comprendidos entre 1970 y 2020. La supresión de la política anticolonial, y más tarde la guerra contra el terrorismo, causó un daño incalculable en la región. Las intervenciones lideradas por Estados Unidos en Afganistán, Irak, Libia y —por poderes— Yemen mataron a millones de personas. Sin embargo, para muchos de estos mismos Estados, el final de la era unipolar significará en buena medida pasar del fuego a las brasas. Lejos de poner fin a la rapacidad imperial y las guerras de poder, la quiebra del antiguo sistema de alianzas incrementará probablemente el derramamiento de sangre a medida que las potencias competidoras se proyecten en socios estatales y no estatales que trabajen en favor de sus intereses geopolíticos o económicos. Así, Arabia Saudí continuará su campaña de asesinatos en Yemen, y a medida que encuentre nuevos aliados que necesiten energía barata —en Pekín, Ankara o Nueva Delhi—, hallará asimismo nuevos socios dispuestos a sobrepasarse entre sí para sufragar su guerra colonial, sin que ninguno se sujete a compromiso particular alguno con la vida o el bienestar de los niños hutíes.
Todos los acuerdos políticos se terminan, y esto también pasará, lo que no es lo mismo que decir: «mejorará». El sistema internacional que he descrito está plagado de contradicciones e incapacidades. Amontona fajina a un ritmo muy veloz; leña menuda y seca que cualquier chispa podrá encender, poniendo en grave peligro a las clases dominantes de la era nueva. Un campamento de refugiados climáticos, antiguos habitantes de Florida, puede prender fuego a una comisaría en Des Moines. Una huelga salvaje puede paralizar Guangzhou. Un sacerdote puede inmolarse en la escalinata del Ayuntamiento de Beirut. Un ejército guerrillero puede obtener una victoria sobresaliente en Bombay. Un golpe militar puede declarar el fin del orden constitucional en Argentina. A medida que la miseria se agrava y el nuevo caparazón endurecido de nuestra nobleza asediada enfrenta crisis tras crisis, no solo afrontará un número creciente de posibles puntos críticos, sino que será menos capaz de responder eficazmente a cada uno a medida que surja, ya sea con abogados, armas o dinero.
¿Es lo que siempre quisiste?
No he venido a alabar el viejo mundo, sino a enterrarlo. No soy liberal, pero creo que aquellos que hemos pasado una parte de nuestra vida dentro de él añoraremos, en general, el mundo democrático burgués liberal. El nuevo paradigma será peor, como hemos visto; lo será de maneras innumerables. La vieja bravata «socialismo o barbarie» no es una hipérbole, pero, en mi opinión, se ha malinterpretado con frecuencia. Muchos socialistas la adoptaron como una máxima que significaba que no había diferencias entre la democracia burguesa y la barbarie, cuando nada estaba más lejos de la realidad. Significa, llegó a significar al menos, que la democracia burguesa es, histórica y materialmente, un castillo inadecuado, alzado sobre arenas movedizas, y que es limitado el tiempo para construir una base genuina y duradera que pueda preservar algunos de sus beneficios y organice la transición hacia algo aún mejor. Transcurrido este tiempo, hemos alcanzado colectivamente la barbarie o, como dijo Marx, la «ruina común de las clases contendientes». A mediados y finales del siglo XX, cuando las clases trabajadoras de los países industrializados rompieron con la revolución proletaria, y muy especialmente después del colapso de la Unión Soviética, entre los teóricos, los activistas y toda una constelación de organizaciones de izquierda prendió incesantemente el desasosiego por el «fin de la ideología». La preocupación principal era superar el miasma homogéneo y hegemónico de este ordenamiento. Marcuse et alii, los situacionistas, las escenas políticas prefiguradoras del punk: todos discutían infatigablemente sobre cómo evadirse de la conciencia producida por la democracia burguesa capitalista y consumista, que parecía tan segura, tan asentada, como una piedra angular en una tumba egipcia.
Se intentó de todo, y cuando digo «todo» es todo. El enfoque clásico de ocupación de fábricas, combinado con inundar las calles, fracasó en París en el sesenta y ocho. El de guerrilla urbana de la Fracción del Ejército Rojo, poco más consiguió que hacer de sí una historia sensacionalista para vender periódicos a votantes asustadizos de la CDU. El tan cacareado socialismo del Tercer Mundo quedó en nada, los regímenes socialistas realmente existentes en el Sur global que permanecen en pie se pueden contar con los dedos de una mano y en todos ellos uno encontrará multimillonarios vinculados al Partido importando Gucci para nuevos centros comerciales que explotan a los trabajadores migrantes filipinos y envían a sus herederos a la escuela de negocios de la Universidad de Nueva York; o bien una economía extractivista precaria, aislada o totalmente dependiente de las exportaciones de energía y minerales, sin incentivos para el cambio. En ambos, el mismo disciplinamiento de la fuerza laboral, con el mismo vigor que cualquier régimen reaccionario del Sur global, o incluso mayor. Ninguno de los dos ofrece nada remotamente parecido a la «construcción del socialismo». Su contribución histórica más perdurable, según Branko Milanović, fue la erradicación de la clase terrateniente local precapitalista, y todo lo que hizo fue impulsar una burguesía nacional. Los colectivos artísticos de casas okupas no produjeron más que naderías autoindulgentes, impresionantes para personas con ideas afines. Las redes de apoyo mutuo pudieron ayudar apenas a una porción de las multitudes que sí pueden atender las iglesias locales, y, en su mayoría, acabaron convertidas en mera beneficencia. La academia no generó más que epiciclos de discurso. Desde la acción de masas hasta las células violentas, pasando por la «expansión de la conciencia» o las redes alternativas, hasta el arte de la «sensibilización», todo se intentó y nada funcionó; apenas hizo mella. A finales del siglo XX se plantaron cien flores, pero no floreció ninguna.
No culpo a quienes lo intentaron (Dios santo, ¡por lo menos lo intentaron!), pero hicieron sus esfuerzos en condiciones hostiles; sembraron sus semillas en la arena. La conciencia de clase no podía alzarse de esa tumba, como la momia en un thriller orientalista barato, para espantar a la burguesía. La teoría de izquierdas consagró durante decenios todos sus afanes a preguntarse cómo abrir la puerta, hasta que una mañana nos despertamos y descubrimos que lo mismo la tumba que la momia habían desaparecido.
He pasado gran parte de estos párrafos dirigiéndome a aquellos que, como yo, llorarán el apagamiento de la floración del desierto, y tienen poco que esperar ahora que se está desvaneciendo. Muchos no añorarán los viejos vocablos democrático o liberal, por supuesto. Este nuevo mundo será recibido con entusiasmo por incontables millones, algunos de los cuales fracasaron en el viejo ordenamiento, siendo otros gente que simplemente pensó que no estaba recibiendo el respeto que merecía dentro del mismo. Hasta cierto punto, me resulta difícil culpar a los primeros: el viejo mundo era un sistema brutal para muchos cuando funcionaba, y todavía fue más lesivo cuando sus arreglos comenzaron a resquebrajarse. «Buen viaje», dirán: por fin algo diferente. Esas mismas personas serán las segundas en sentir que la bota cae sobre su cuello una vez los indeseables sociales se hayan ido, y no obtendrán porciones más grandes del menguante pastel. Sus vidas no mejorarán un ápice, y tengo el corazón suficiente para compadecerlos por ello. Necesitarán esa compasión en los años y décadas venideros después de que nosotros, pervertidos y comunistas, hayamos muerto. Pero a los segundos, el mittelstand suburbano y el burgués, el sátrapa petrolero y el mercenario, el de las fantasías preparacionistas y el teócrata religioso, los efluvios paranoides de los exurbios del mundo entero y la pequeña nobleza con sus pequeños resentimientos, los postizquierdistas aburridos de hacer el trabajo duro de la solidaridad y los nazis entusiasmados con las nuevas potencialidades del desierto, que ven este paradigma emergente como un trampolín hacia algo mejor o un estado deseable en sí mismo, tengo muy poco que decirles. Tan solo un párrafo.
A medida que las flores claudican, la hierba perece y las bestias supervivientes serpentean de regreso a sus madrigueras, echa un buen vistazo en derredor, al matorral seco. Por fin el detestable viejo mundo ha fenecido, por fin el siglo XX ha sido derogado, y tenemos enfrente su tan cacareada alternativa. Cierra los ojos. Siéntate en el silencio del desierto y escucha el viento lejano mientras sopla desde el septentrión. Ignora el enrojecimiento de tus mejillas, el picor de la piel, el pellejo cuarteado al sol del mediodía. Si escuchas con atención, es posible que oigas un grillo o dos mientras el sol declina. Bebe, paladea este momento: he aquí tu victoria. Espero que sea todo lo que siempre quisiste. Quizás no vuelva a llover jamás, y puedas habitar tu devastado mundo terrible hasta que mueras de sed. No creo que yo dure mucho tiempo en este desierto contigo. Pero tal vez tenga suerte; una suerte tremenda, y viva lo suficiente para observar las primeras nubes formarse en el horizonte, y las primeras gotas de lluvia mojar tu frente agrietada y aborrecible. Cuando llueve en el desierto, nunca se trata solo de una llovizna. Es un aguacero. Y luego, una inundación.
Graham Gallagher es doctorando en ciencias políticas en la Universidad de Florida.
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