El sistema métrico del alma: lo fantástico en el teatro de lo cotidiano
/por Manuel Fernández Labrada/
Uno de los descubrimientos más notables de la literatura moderna es la constatación de que no son precisos escenarios ni situaciones especiales para convocar y hacer efectivo lo fantástico y terrorífico ante el lector. Desde que el más modesto de los mortales pudo despertarse transformado en un bichejo, lo improbable nos aguarda a la vuelta de la esquina. Es como si lo extraordinario estuviera siempre a nuestro lado, apenas separado de nosotros por una frontera desguarnecida, por un fino tabique pronto a resquebrajarse. Así lo veremos en muchos de los relatos que conforman este estupendo libro que reseñamos, El sistema métrico del alma, que insertan lo inverosímil en el teatro de lo cotidiano. Cualquier alteración en la sensible mecánica que rige nuestro espíritu puede ser el trampolín que nos dispare hacia una dimensión desconocida. Algo parecido a ese pequeño desajuste de órbita, esa centésima de error en la deriva que nos conduce inexorable al planeta equivocado del que ya resulta imposible retornar. No hacen falta grandes sucesos para torcer esa delicada mecánica, y la habilidad de Fernando Villamía ha sido mostrárnoslo de manera consumada en algunos de sus cuentos. Y es que el sistema métrico por el que se gobierna el alma se nos manifiesta inesperadamente preciso, vulnerable a cualquier inexactitud o brusquedad en su manejo.
El sistema métrico del alma reúne quince relatos del escritor vitoriano Fernando Villamía, aparecidos entre 2000 y 2015: todos merecedores en su momento de diversas distinciones y galardones. Publicados algunos con anterioridad, cobran ahora nueva vida en esta bella edición de Trea, que los rescata y nos ofrece en ordenado y sugerente ramillete, antecedidos por un iluminador prólogo (El dulce olor de las anomalías) del escritor Tomás Sánchez Santiago: una inmejorable tarjeta de presentación para un prosista dotado de un estilo elegante y equilibrado, de una prosa muy rica y trabajada, pero ágil; autor de unos relatos perfectamente construidos, sin aditamentos innecesarios o discordantes, que parten de una situación inicial interesante que nunca se malogra, que incrementa incluso su atractivo conforme avanza la trama y se añaden nuevos elementos favorecedores de la intriga.
Concierto para sirenas es uno de los cuentos cuya impronta fantástica se hace más evidente. La ley del equilibrio universal ha premiado a un enano deforme, Jakob, con un portentoso oído musical, capaz de percibir hasta el mismísimo pensamiento, y que se consumará en un superlativo talento para el violín. Su ulterior dedicación a la composición conlleva un salto cualitativo en su pasmosa habilidad artística, fraguada en unas piezas solo parangonables a la música callada de san Juan, la no oída de Keats o la inaudible que sustenta el cosmos. De manera equivalente a como veíamos en El miserere de Bécquer (oportunamente señalado por el prologuista, Tomás Sánchez Santiago), también aquí la notación musical convencional se muestra impotente para reducir a signos lo inefable. Una alegoría quizás de los límites que se imponen a la expresividad del artista romántico en su eterna persecución de lo sublime; a la par que testimonio de la soledad del genio, quizás admirado pero también incomprendido. En la misma línea fantástica podemos encuadrar El traje, una historia bastante kafkiana, circunscrita a una habitación y con un único personaje: una situación tan asfixiante como un viejo terno cargado de naftalina y encerrado en el rincón más oscuro del armario. Un traje paterno embrujado que —como la Bolsa de Fortunato— hace regalos fantásticos a su sorprendido hijo (aquí, inocentes trozos de nostalgia: un antiguo billete de metro, un mechero, una postal…), y muestra parecido empecinamiento en retornar siempre al bolsillo (armario) de su depositario. Una imagen quizás de esa figura paterna que agobiaba a Kafka y de la que le resultaba tan difícil desprenderse. No pudiendo «eliminar al padre», el sufrido protagonista de El traje optará por una contemporización repleta de ironía y humor. Otro relato de corte fantástico es El idioma de Dios, donde un desengaño amoroso bastante gratuito arroja a su trastornado protagonista a un encierro de veinte años. El misticismo heterodoxo al que se entrega se saldará finalmente con la aparición espectral de la amada: un fantasma hecho de la pura sustancia de los sueños y el deseo (pero ni siquiera inmune al paso de los años). ¡Pobre cosecha para una vida desperdiciada en quimeras! En un registro diferente, El esqueleto de un sueño exhibe un protagonista que no solo es capaz de soñar à volonté («siempre soñaba lo que quería»), sino también de inducir los sueños de los demás. Un relato que podría haber derivado con facilidad a lo terrorífico, pero que se mantiene en el terreno de lo meramente fantástico, sujeto por las buenas intenciones del afortunado Evaristo, que poco motivo tiene para ejercer malevolencia alguna (dormimos casi un tercio de cada día). Pero ya se sabe que de los sueños se termina siempre despertando, incluso si duran la mayor parte de nuestra vida.
El poder ineludible del destino se manifiesta, al menos, en dos relatos. En Ritos de iniciación, el encuentro casual del protagonista con una prostituta despejará una incógnita capital de su existencia, provocando a la vez una transgresión involuntaria que anda lejos de generarle sentimiento de culpa alguno. Sin embargo, al final de la vida, se impondrá el relato como expiación. En ¿Puedo ir a lavarme las manos?, agónica confesión de un asesinato, el elemento fantástico se reduce a ese vaticinio inicial anunciado ya en la primera página, y que no dejará de cumplirse. Parece que el destino de los oráculos es el de ser casi siempre malinterpretados, ya sea por desconfianza, falta de imaginación o exceso de literalidad. No nos sorprenda, pues, que nadie creyera a Casandra, ni nos extrañe tampoco que Creso —según nos cuenta Heródoto— malinterpretara todos los oráculos que le llegaban de Delfos. ¿Qué quedaría del fatum si los oráculos se entendieran fácilmente?
Tan fantástico como creer posible la pérdida de la sombra, o de la imagen reflejada en un espejo, es sospechar que la fotografía (o la pintura; recordemos El retrato oval, de Poe) nos puede arrebatar el alma o la vida. El primero de los relatos donde se aborda esa fantástica eventualidad es Polaroid, una inquietante historia con final abierto que podría inspirar un corto del más genuino terror. Desarrollada en un entorno familiar, son los hijos quienes observan espantados los juegos de su padre con el artefacto criminal. Una vuelta de tuerca que se extiende a La verdadera vida, donde una madre oficia cada noche, bajo la espantada mirada de su hijo (la espía a escondidas), una desquiciada ceremonia que tiene como campo de maniobras un viejo álbum de fotografías. Este cuento, La verdadera vida, es un buen ejemplo de la habilidad de su autor, Fernando Villamía, para generar una intriga y desazón crecientes a partir de unos pocos elementos extraídos de lo cotidiano. En una línea similar figuran también otros dos interesantes relatos, El revés de la foto y Dormir con la luz encendida; este último, con algunas gotas de thriller pasional añadidas.
La malsana seducción de las imágenes se traslada de la fotografía a la pintura en El síndrome Kandinsky, un convincente relato, lleno de sugerencias y abierto a diferentes lecturas. En la fobia del protagonista a la famosa Composition VIII de Kandinsky parece esconderse (más allá del condicionamiento conductista que la ha originado) la premonición de un desenlace funesto. Esa inesperada aparición final de la temida pintura es como la bestia emboscada del relato de James, que se abalanza inesperadamente sobre el indeciso protagonista en el último minuto, revelándole la magnitud de lo ya irremediablemente perdido. Tratado de la impostura es otro estupendo relato, perfectamente construido, con una dosificación inteligente de la intriga y una resolución convincente y cargada de significado. Una misteriosa carta devuelta, que su remitente asegura no haber escrito, tenderá un puente entre dos humanidades carentes de una vivencia esencial. La casualidad y la mentira bienintencionada se combinan así para torcer un pasado cuya veracidad no le importa ya a nadie. La imaginación triunfa sobre la fría realidad, permitiéndonos instalarnos en el feliz refugio que tanto necesitamos.
Los dos últimos relatos del libro se desarrollan en un escenario menos cotidiano, más comprometido con la historia y sus grandes convulsiones. Aunque inserta en un entorno bélico atroz, La batalla de Stalingrado es una fábula de fondo amable sobre el poder conciliador de la música. Una historia relatada por un mendigo, un antiguo «niño de la guerra» español que, militando en el ejército soviético, pudo con su violonchelo (como un segundo Orfeo) detener «durante veinticuatro horas la batalla de Stalingrado». En un contexto cercano se sitúa El rumor de mi nombre, aparente crónica de la caza de un nazi que profundiza en los avatares de la condición humana en situaciones extremas. ¡Qué horroroso nos parece ese aprendizaje del olvido que ha ejercitado el protagonista para sobrevivir! Una liberación que no se alcanza ni con el arrepentimiento ni con el perdón, sino solo mediante la completa aniquilación de la propia identidad. Una huida que es morir en vida. Pero la deshumanización completa del individuo no parece posible, ni tan siquiera en los más culpables. Siempre quedará algún resto de humanidad que anhele, aunque sea desde el rincón más profundo de su conciencia, una expiación efectiva del crimen.
Extractos
«Trabajábamos para el olvido. Había fármacos que propiciaban la amnesia, terapias que estimulaban la desmemoria, una pedagogía entera entregada a la preterición. Olvidarse, negarse, rechazarse eran las consignas claves. Y, para ello, erosionaban la memoria, la destituían. Padres, madres, hermanos, familia, orígenes, lugares de nacimiento, amigos, escuelas, todo era minuciosamente desbaratado, confundido, o resueltamente negado. Teníamos que alcanzar la nada completa, el vacío absoluto. Solo si éramos nada podíamos llegar a serlo todo. Y poníamos tanto ahínco en ello que acabamos consiguiéndolo» (El rumor de mi nombre).
«Las gentes comenzaron a desconfiar de Jakob. Con él en el pueblo, ningún secreto estaba seguro, ninguna murmuración oculta, ningún engaño a salvo. Las conversaciones quedaban sincopadas, arrecidas de puntos suspensivos y embalsamadas de reticencias. La mera costumbre de charlar se lastraba ahora de cautelas sin cuento y de incómodos silencios. Todo llegaba a su incalculable oído, y vivir sabiéndose espiado sin ver a quien escucha apenas resultaba tolerable. Así comenzó Jakob a percibir en la aldea un tumulto de reproches y hostilidad, una marea de reconvenciones e insultos, que exigía su desaparición» (Concierto para sirenas).
El sistema métrico del alma
Fernando Villamía
Trea, 2019
312 páginas
20€
Manuel Fernández Labrada es doctor en filología hispánica y catedrático de enseñanza secundaria. Desde 1996 reside en Granada, donde ha colaborado con la Universidad en el estudio y edición del Teatro completo de Mira de Amescua. Ha publicado diversos trabajos de investigación sobre literatura española del Siglo de Oro, y es autor de las novelas El refugio (2014) y La mano de nieve (2015), así como de un volumen de minificciones, Ciervos en África (Trea, 2018). También escribe en su blog de literatura Saltus Altus.
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