Crónica

Una historia de la libertad

Pablo Batalla Cueto reseña 'Las grandes revoluciones: independencia y libertad. Claves para una historia comparada', de Rafael Fernández-Sirvent.

Una historia de la libertad

/una reseña de Pablo Batalla Cueto/

«C’est une revolte!», cuentan que exclamó Luis XVI ante el duque de La Rochefoucauld-Liancourt el día en que la fortaleza-prisión de la Bastilla fue tomada por una multitud de parisinos enfurecidos, el 14 de julio de 1789; y cuentan también que el aristócrata respondió entonces: «Non, Sire, c’est une révolution». Aquel día —hoy lo sabemos— se quebraba una era y otra comenzaba que, en primer lugar, significaba toda una transformación semántica; un giro copernicano del palabrario que un mundo distinto utilizaba para envolver sus sueños de justicia. Reinhart Koselleck razonará que sin acciones lingüísticas no son posibles los acontecimientos históricos; y Friedrich Wilhelm Schulz, que

La aparición de nuevas palabras en la lengua, su uso cada vez más frecuente y su significado cambiante, acuñados por el sello de la opinión dominante, es decir, lo que caracteriza las modas lingüísticas vigentes es un indicador nada despreciable del reloj del tiempo para todos los fenómenos aparentemente insignificantes por los que se pueden juzgar las transformaciones del contenido de la vida.

El pueblo de París, aquel día, ya no se revolvía, sino que revolucionaba; y no quería ya ser bien tratado como súbdito, sino reconocido como ciudadano. Y había una palabra grande, un vocablo maestro devenido estandarte, que lo abarcaba todo y lo seguiría abarcando durante décadas: libertad. De ser libres se trataba; del hasta entonces abracadabrante propósito de «poder hacer todo aquello que no cause perjuicio a los demás», el ejercicio «de los derechos naturales de cada hombre no [tuviera] otros límites que los que garantizan a los demás miembros de la sociedad el disfrute de esos mismos derechos» y esos límites «sólo [pudieran] ser determinados por la ley», como dejará sentado el artículo IV de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Con aquel aldabonazo benemérito se iniciaba la Edad Contemporánea, «una nueva era caracterizada por la búsqueda, a veces cuasi quijotesca, del progreso y de la libertad» y que hará suya la máxima de Thomas Jefferson de que «el árbol de la libertad debe ser vigorizado de vez en cuando con la sangre de patriotas y tiranos: es su fertilizante natural». Es del historiador Rafael Fernández-Sirvent, profesor de historia contemporánea en la Universidad de Alicante, la primera cita de las dos precedentes, y procede de un enjundioso libro titulado Las grandes revoluciones: independencia y libertad. Claves para una historia comparada, publicado por Paraninfo y que se abre con la de Jefferson y la siguiente de Fernando Garrido en una Historia general de la tiranía publicada en 1860:

El despotismo engendra libertad, siquiera no sea ésta, desgraciadamente, una regla general; porque si en las almas generosas y grandes el ultraje despierta el sentimiento de dignidad, haciéndoles apreciar en todo su valor los beneficios de la libertad, en otras la servidumbre produce degradación y envilecimiento tales que les hacen no sentir la ofensa y amoldarse, como si fueran animales domésticos, al yugo embrutecedor.

Estados Unidos, Francia, España e Hispanoamérica: por tales lugares transita el cuidado relato de Sirvent antes de cerrarse con un epílogo sobre las «brisas y vendavales revolucionarios» del ciclo 1830-1848, componiendo así una historia de la libertad cuyo principal aliciente es la compendiosidad no simplificadora, la comparación y un relato que de la conquista de la emancipación revela las contradicciones e insuficiencias que la fueron reanimando sucesivamente, conduciendo a nuevas revoluciones que corrigieran las anteriores. Así, por ejemplo, un Haití en el que a la Revolución francesa sucedió una situación en la que

Cada grupo social realizó su propia interpretación de los acontecimientos revolucionarios europeos, con reminiscencias, claro está, de la aún reciente Revolución norteamericana. Los grandes propietarios (grands blancs) defendieron la libertad comercial y una mayor autonomía en los asuntos políticos locales. En general, entendieron los derechos del hombre y del ciudadano como los derechos y privilegios del hombre blanco acomodado (del burgués propietario), del mismo modo que en el proceso revolucionario norteamericano. Mientras, los grupos de blancos no propietarios (petits blancs) enfocaron sus anhelos y discursos en torno a la participación política y la obtención de la plena ciudadanía para todos los blancos de la metrópoli, y también de las colonias. Los negros libres (les libres de couleur), por su parte, reclamaron la igualdad social y política de todos los individuos libres. Los negros esclavos, que constituían el grueso social, clamaron y lucharon por la abolición de la esclavitud y la supresión de las leyes raciales existentes.

En el caso de Saint-Domingue (Santo Domingo, la futura Haití), los hacendados blancos orquestaron una campaña de agitación para evitar a toda costa que desde París se adoptasen medidas antiesclavistas, mientras que los esclavos (en torno al 80% de la población) presionaron para lograr lo contrario. Los agentes llegados desde la metrópoli y los plantadores blancos pronto perdieron el control de la situación y, finalmente, la indecisión de los franceses para dar una solución viable al problema de la esclavitud aceleró el proceso revolucionario independentista.

No siempre fue fácil, en realidad nunca lo fue en ninguna parte, «el camino desde una débil y necesaria solidaridad circunstancial inicial hasta la construcción de un Estado de derecho» (y hubiera sido interesante que Sirvent se extendiera en mayor profundidad en el caso haitiano, tan esclarecedor al respecto). El idioma de la libertad tiene siempre numerosos dialectos, y no siempre es fácil armar una koiné por la que todos se sientan representados. Son interesantes, a este respecto, las páginas que Sirvent dedica a «La construcción del Estado constitucional republicano federal (1776-1791)» en Estados Unidos, un proceso «largo y sinuoso» que enfrentó a federalistas y antifederalistas y a los distintos estados entre sí. Como dejara escrito Tocqueville,

Las trece colonias que de manera simultánea se sacudieron el yugo de Inglaterra a finales del último siglo tenían […] la misma religión, la misma lengua, las mismas costumbres y casi las mismas leyes. Luchaban contra un enemigo común, debían tener, por tanto, poderosas razones para unirse íntimamente las unas a las otras e integrarse en una sola y misma nación. Pero cada una de ellas, como había tenido siempre una existencia aparte y un gobierno propio, creó intereses y usos particulares y les repelía una unión súbita y completa que habría hecho desaparecer su importancia individual en una importancia común. De ahí dos tendencias opuestas: una que llevaba a los angloamericanos a unirse, otra que les conducía a separarse.

Mientras duró la guerra con la madre patria, la necesidad hizo prevalecer el principio de la unión: aunque las leyes que constituían esa unión fuesen defectuosas, el vínculo común subsistió a pesar de ellas. Pero desde que se concertó la paz los vicios de la legislación quedaron al descubierto. El Estado pareció disolverse de repente. Cada colonia, convertida en república independiente, se apoderó de toda la soberanía […]

En aquel precario contexto —explica Sirvent—, la Constitución de 1787, resultante de una compleja negociación, acabará asumiendo un «papel motriz y aglutinador» que ilustra bien este pasaje de Thomas Paine con el que el historiador abre el subcapítulo al que nos referimos: «Nada era más frecuente cuando se producía un debate respecto de los principios de una ley, o sobre el ámbito de cualquier tipo de autoridad, que ver a los individuos sacarse del bolsillo sus ejemplares impresos de la Constitución y leer el capítulo que en su caso estuviera concernido por la cuestión objeto del debate». Estados Unidos aportará así al mundo el hallazgo de la Constitución como «gran invento jurídico» que, «más allá de erigirse en la norma suprema de convivencia, refleja un compendio de valores, ideas e inquietudes de la sociedad que le da forma» y asume la tarea de «organizar y limitar los nuevos poderes públicos, así como garantizar determinados derechos de los miembros del pueblo soberano».

En lo que respecta a las revoluciones hispanoamericanas y la española, son especialmente interesantes los excursos de Sirvent sobre el debate, muy parecido al producido en Estados Unidos entre federalistas y centralistas, que en el contexto de la redacción de la Constitución española de Cádiz se desató entre los liberales peninsulares y los hispanoamericanos, justamente con lo sucedido en Estados Unidos como acicate para una discusión que, en última instancia, no se resolvió y redundó en la desintegración del Imperio español. Como explica el historiador,

[Con la Constitución de Cádiz] se abolió la administración virreinal, se suprimieron algunos privilegios antiguos e impuestos y se introdujeron formas novedosas de autogestión administrativa de los territorios a través de instituciones como las diputaciones provinciales y los ayuntamientos. Sin embargo, ello no fue suficiente para satisfacer las demandas de la mayor parte de las élites criollas, que exigían la creación de unos poderes autónomos que establecieran una relación de tipo federal con el núcleo de la monarquía. Los diputados americanos de las Cortes de Cádiz siempre defendieron una amplia autonomía, por lo que abogaban por la fórmula federal para la organización política y administrativa de la nueva monarquía bihemisférica. Pero ya existía un joven Estado federal en Norteamérica, los Estados Unidos, que se constituyó como una república. Era, en consecuencia, un mal ejemplo a seguir para la mayoría de los liberales monárquicos de Cádiz. La vía centralizadora y autonomista por la que apostaron finalmente los diputados gaditanos contó, además, en no pocas ocasiones, con la oposición de algunos virreyes y otros antiguos cargos peninsulares, los cuales soslayaron siempre que pudieron la puesta en práctica de las disposiciones emanadas de las legítimas autoridades metropolitanas. Era la respuesta lógica de unas élites de poder territorial que habían quedado desprovistas o mermadas de mando como consecuencia de la revolución liberal española y que, en tiempo de guerra, aún se sentían con suficiente autoridad para seguir gobernando aquellas «lejanas» tierras indianas.

De un vendaval a otro. En el quinto y sexto capítulos del libro, la ventolera liberatriz se disgrega por Europa, centrado en los ciclos revolucionarios de 1820, 1830 y 1848. Grecia, Bélgica o Polonia son aquí los escenarios, además de una Francia en convulsión permanente que llega a entronizar a un «rey de las barricadas», Luis Felipe de Orleáns. Y la obra se cierra con un epílogo en el que Sirvent reflexiona sobre cómo «la construcción de la libertad fue y sigue siendo un proceso complejo» que sigue dejando «mucho por mejorar, como la igualdad efectiva de hombres y mujeres, o la igualdad de oportunidades para todos los grupos étnicos que conforman una sociedad democrática consolidada». La historia, sabido es (acabó admitiéndolo incluso Francis Fukuyama, predicador, otrora, de un delirante «fin de la historia») no se detiene.


Las grandes revoluciones: independencia y libertad. Claves para una historia comparada
Rafael Fernández-Sirvent
Paraninfo, 2018
244 páginas
18,53€


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24La Voz de AsturiasAtlántica XXIINevilleCrítica.cl y La Soga; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

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