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Por un nuevo contrato social post-socialdemócrata

La izquierda, ¿será neokeynesiana o no será, o es posible una nueva socialdemocracia que, en lugar de buscar la justicia social 'en' el capitalismo, alumbre una transformación radical, pero no revolucionaria, de sociedad y de Estado? Un artículo de Alexander Garagarza.

/ por Alexander Garagarza Roteta /

¿Otra política de izquierdas es posible? Esta es una pregunta que si bien fue formulada antes de la crisis del coronavirus, adquiere ahora una especial relevancia, ya que se prevé que vaya a enconarse el conflicto ideológico en torno a la reconstrucción económica de Europa. El presente artículo tiene por objeto explorar una alternativa progresista diferente a las políticas neokeynesianas que estaban siendo propuestas por la llamada nueva izquierda a lo largo y ancho de Europa: Unidas Podemos en España, Jean-Luc Mélenchon de Francia Insumisa, el Movimiento 5 Estrellas en Italia, Jeremy Corbyn en Reino Unido o los Jusos del SPD alemán. Esta alternativa progresista o de izquierdas de la que hablaré se propone sustituir las políticas neokeynesianas que se centran en un incremento del gasto social, aumento de prestaciones públicas, gravar las rentas más altas, crear una Renta Mínima Universal, proponer nuevos impuestos para grandes multinacionales y transacciones financieras o realizar algunas nacionalizaciones tanto en el sector energético como en el bancario. La crítica a estas políticas se referirá a la aplicabilidad de las mismas y no a la evidente justicia social que implican.

Semejante política de expansión publica tendría dificultades en llevarse a cabo en un mundo que dejó atrás los tiempos en los que la deuda pública se reducía con la inflación. Según datos aportados por Thomas Piketty, entre 1950 y 1970, en Alemania, que tenía una deuda pública casi inexistente, el patrimonio público neto suponía un año del ingreso nacional, frente a los apenas dos años de ingreso nacional que representaba el patrimonio privado. Siguiendo con los datos aportados por el autor, a principios de 2010 los capitales privados en los países ricos suponían entre cuatro y siete años de ingreso nacional, mientras que el patrimonio público se había visto reducido considerablemente. Ante esta circunstancia, ¿tiene sentido trabajar por la igualdad, el progreso y el bienestar socioeconómico apelando únicamente a medidas de expansión fiscal y del gasto público? Durante los llamados treinta años gloriosos (1945-1975), la producción estaba socializada de facto en los países que contaban con un Estado del bienestar socialdemócrata, y el control democrático de la producción podía ser viable. Además, en aquellos años existía una estructura social mucho más homogénea que la actual, en la que se daba una división social del bienestar.  En 2020, los impulsores de la política neokeynesiana pronto tendrían que realizar una subida general de impuestos, ya que cargar los impuestos a las rentas más altas o impulsar la tasa Tobin no proporcionaría los recursos públicos necesarios. Estas políticas obedecen a la justicia social, pero los autónomos, los comercios de cercanía o las clases medias ya están soportando una elevada presión fiscal, sobre todo por la subida del IVA como consecuencia de la crisis de la deuda que siguió a la gran crisis financiera de 2008. Por ello, en lugar de estas políticas de expansión fiscal y del gasto público, que en cualquier caso pueden tener lugar durante una corta etapa de transición por efecto de la lucha contra el coronavirus, a medio y largo plazo propongo una alternativa que promulgue la socialización de la economía adaptada a las condiciones del siglo XXI, que daría lugar a un cambio de sociedad, de Estado, a través de la innovación social.

Esta sería una política que promovería la libertad, la autonomía y la responsabilidad personal separando la economía de mercado del capitalismo, entendiendo siempre el mercado como sinónimo de espacio público y de sociedad. El neokeynesianismo propuesto por la nueva izquierda introduce la idea de justicia social en el capitalismo; sin embargo, no contribuye a transformarlo ni a superarlo, integrándose plenamente en la lógica del capital. Por ello, cuando llegan las crisis cíclicas del capitalismo, el sistema siempre echará mano de las mismas recetas llevadas a cabo desde finales de los setenta para hacerles frente y recuperar el rendimiento del capital: las llamadas tres palancas a las que hacía alusión Enrique Fuentes Quintana, ministro de Economía durante los gobiernos de Adolfo Suarez: más flexibilidad del mercado laboral, mayor desregulación, limitar el gasto público y políticas de control de la inflación. Existe una política alternativa que la izquierda comenzó a pergeñar hacia mediados de la década de los ochenta, pero se frustró entrados los noventa. Esta política se relacionaba con un cambio de sociedad y de Estado, que debe de ser la finalidad de cualquier política progresista que se precie.

El origen de este intento de modernización de la izquierda, diferente al planteado por el neokeynesianismo actual, se sitúa en el final del capitalismo fordista que sufragaba los generosos programas sociales propios del Estado del bienestar socialdemócrata. La gran crisis económica que comenzó en la década de los setenta supuso el final del llamado socialismo del bienestar evolucionista y el triunfo de la revolución conservadora y el neoliberalismo de los años ochenta. Llegados a la conclusión de que no se trataba de una crisis coyuntural del capitalismo, sino de una profunda transformación estructural del mismo, a partir de mediados de los ochenta socialistas de toda Europa hubieron de afrontar una dura realidad: cómo hacer socialismo con un crecimiento económico  modesto a la vez que trataban de no poner en peligro la estabilidad económica ante la nueva realidad que planteaba la globalización económica, la revolución tecnológica y la competencia de potencias económicas emergentes.

A principios de los noventa se hablaba ya claramente de crisis fiscal del Estado social. Las rentas procedentes del trabajo disminuían a la vez que aumentaban los gastos sociales debido a la confluencia de un bajo crecimiento económico con un paro estructural, a lo que se sumaba que los mercados financieros imponían limitar el gasto público y la presión fiscal sobre empresas y capitales. Esta crisis fiscal del Estado social ponía en riesgo sobre todo el sistema público de pensiones a causa de un cambio en la estructura de riesgos sociales que hizo aumentar exponencialmente los llamados gastos de legitimación: retraso en la incorporación al mercado laboral, una vida laboral inestable (trabajo precario y alta temporalidad), aumento de la esperanza de vida, baja natalidad, división social del bienestar, incremento del índice de divorcialidad o el hecho positivo de la incorporación de la mujer al mercado laboral. A todo esto se sumaban las demandas de nuevas necesidades sociales como las urbanísticas, las medioambientales, la mejora de la calidad de vida, los cuidados personales, muchas de las cuales se vinculaban en general con un cambio cultural que sustituía las necesidades colectivas del ciudadano en la esfera política por las necesidades privadas del consumidor que demanda calidad y diversidad de bienes y servicios.

A este fenómeno social se le llamó revolución de los derechos crecientes o inflación de expectativas, y algunos llegaron a hablar de ingobernabilidad de las democracias, lo que condujo a los modernizadores socialistas de los noventa a señalar que estos gastos eran inasumibles por parte del Estado. Llegaron a admitir entonces que más allá de un nivel razonable de igualdad básica que garantizase una igualdad de oportunidades en sanidad, educación y derechos sociales, no cabría exigir más igualdad social dependiente de las arcas del Estado. Por ello teorizaron acerca de establecer un nuevo contrato social para un tiempo post-socialdemócrata a través del concepto de desestatalización del bienestar, esto es, transferir a la sociedad civil (incluido el mercado) parte de la producción de bienestar a través de una definición alternativa de la esfera pública surgida en los noventa. Relacionaron entonces la esfera privada con la familia, las amistades y los círculos de sociabilidad, mientras que la esfera pública la relacionaban con todo lo demás, y esto incluía tanto al Estado como al mercado. Se trata de una esfera que sin pertenecer estrictamente a la esfera privada ni a la político-administrativa representa los intereses generales de la sociedad. Se volvió a hablar entonces de la democracia económica como el fundamento básico del socialismo, y surgieron además conceptos como el de democracia del consumidor o la realización de políticas que socializaran al máximo las condiciones de concurrencia al mercado o socialización del mercado.

La situación económica general no ha cambiado tanto desde la década de los noventa del siglo pasado, excepción hecha, por supuesto, del impacto de la crisis del coronavirus, a la que habrá que hacer frente con políticas de transición. El crecimiento económico sigue siendo modesto, persisten niveles estructurales de paro, la revolución tecnológica destruye empleos a un ritmo más rápido del que los crea, la crisis del 2008 que rescató bancos creó una crisis de la deuda que los Estados han de pagar asfixiando fiscalmente a las clases medias, el comercio, las pymes y las empresas de la económica productiva, amén de la realización de recortes que perjudican a las capas sociales más vulnerables. Además, el capitalismo global financiero promueve la especulación privilegiando sectores especulativos de la economía como el inmobiliario, frente a los sectores más dinámicos y de mayor valor añadido en I+D y mano de obra cualificada, y apoya un modelo de consumo poco sostenible que perjudica claramente el empleo de calidad y el cuidado de nuestros productores directos o de nuestro comercio de cercanía.

No obstante, y volviendo a la década de los noventa, los modernizadores del socialismo no se percataron de que la desestatalización del bienestar que proponían, junto con la construcción de la democracia del consumidor o la socialización del mercado, no sería posible sin una propuesta de socialización del ahorro, la inversión y el control social del crédito adaptado a las nuevas circunstancias socioeconómicas de finales del siglo XX, y por ello su proyecto de modernización fracasó. En el siglo XXI esa democracia económica ha de apoyarse necesariamente en la construcción de un federalismo político, económico y social, y no significa otra cosa que la decisión socialmente consensuada de qué bien o servicio se produce y se comercializa, cómo y para qué; o lo que es lo mismo, la construcción social del consumo.

Por ello, el federalismo económico, político y social como fórmula de innovación social ha de constituirse en una suerte de cooperativismo universal de facto que entre otros aspectos supondría la total redefinición de la figura del trabajador autónomo, además de crear un nuevo sistema de valores. El fundamento de este cooperativismo universal, que parte del respeto de la estructura de propiedad de las empresas, vinculará el ahorro y la inversión de personas físicas y jurídicas a través de medidas fiscales, institucionales y de reestructuración financiera con el cumplimiento efectivo y verificable de un amplio contrato social diseñado por la sociedad civil organizada (organizaciones civiles que defiendan intereses generalizables más la Universidad).

La única política económica que podría generar relaciones sociales igualitarias transformando por completo la sociedad, y que propiciaría una redistribución más igualitaria de la renta, es la transformación en profundidad de la estructura de consumo, porque la realización de una política expansiva del gasto público de nada serviría si no se cambia previamente una estructura de consumo que destruye el comercio de cercanía, tras lo cual llega la descapitalización y la destrucción de empleo de calidad y el empobrecimiento de la sociedad en general en todos los aspectos, no solo en el económico. Tampoco sirve de nada si no puede romper con la dinámica que provoca un transvase de renta desde las clases medias hacia grupos de privilegiados en juntas de accionistas o en fondos de inversión privados. Una determinada estructura de consumo es la que nos endeuda haciendo que caigamos en un consumismo irracional de bienes y servicios baratos que se producen a costa de la precarización del trabajo, o hace que dediquemos más de la mitad de nuestros ingresos en pagar la hipoteca de nuestra vivienda o la factura energética, y que en general nos impone endeudarnos con los bancos. Además, en lugar de promover el ahorro y la inversión en empresas, investigación y tecnologías propias, promulga la descapitalización a favor de grupos transnacionales que destruyen la economía competitiva y crean un mecanismo por el cual los beneficios económicos y sociales que se persiguen no son los derivados de la actividad de la economía productiva, sino los de la rentabilidad esperada por los accionistas. La única manera en que una política económica centrada en la expansión del gasto público podría revertir esta situación sería volviendo a unos niveles de crecimiento económico anual no conocidos desde los años setenta y los activos públicos representaran por lo menos el 30% del patrimonio nacional, de tal forma que se pudiera hablar de una socialización de facto de la producción, además de acabar con la actual división social del bienestar.

La política económica alternativa que propongo se basa en la construcción social de la estructura de consumo a través de la socialización del ahorro, la inversión y el control social del crédito bajo las condiciones del siglo XXI, esto es, la realización de una verdadera economía social de mercado. Esta socialización significa la creación de un nuevo tipo de renta al servicio del interés general que no es de naturaleza privada ni pública y que solamente puede ser creada a través del acuerdo social, transformando la renta privada y la renta pública en renta socializada. No se trata de aumentar el gasto público a través del aumento de la progresividad fiscal o de la creación de nuevos impuestos, pero tampoco la sociedad demanda una política que promulgue rebajas fiscales generalizadas, ya que se pondría en peligro el Estado social. La nueva política ha de basarse en la solidaridad y proseguir en la construcción de una sociedad más dinámica, más democrática, más libre e igualitaria.

Vista de pájaro de una comunidad diseñada en New Harmony (Indiana), siguendo las ideas del socialista utópico Robert Owen (1838).

La clave de la nueva política económica residiría en transferir una parte importante de la renta pública al ahorro, la inversión y el crédito de empresas, pymes, productores locales, comercios, autónomos y particulares a través de un amplio programa de deducciones fiscales. Éstas estarán condicionadas a que este ahorro e inversión adopten una forma socializada a través de su reestructuración y adaptación a una estructura económica cooperativa que además quede blindada, y por lo tanto, sujeta a la realización de un amplio contrato social establecido por la sociedad civil, poniendo a la economía al estricto servicio del interés general, tal y como garantiza por ejemplo el artículo 128 de la Constitución española. Se trata de establecer el ahorro y la inversión privados como contrato social, como verdadero presupuesto general de la sociedad, y que sea la sociedad civil organizada la que establezca el precio social del dinero asumiendo la función de intermediación financiera, creando además la liquidez necesaria.

La socialización del ahorro, la inversión y el control social del crédito en las condiciones del siglo XXI implica una política decidida que redefina y reestructure en profundidad todo el sistema financiero poniéndolo al servicio del interés general, y no tanto en nacionalizar este o aquel banco. Una de las razones para esta reestructuración del sistema financiero es hacerlo más seguro, ya que a partir de 1971, fecha en la que se abandonó la convertibilidad del dólar al oro y el sistema de cambios fijos adoptado en Bretton Woods, el sistema financiero a escala global se ha vuelto sumamente inestable, sufriendo periódicas crisis debido a las burbujas económicas que tiende a crear a causa de la especulación. Se trata de crear las condiciones sociales, político-institucionales y financieras para que toda la sociedad (capitales y patrimonios de personas físicas y jurídicas) se convierta en avalista universal para todos los proyectos socioeconómicos y necesidades que esa misma sociedad cooperativa cree o demande. Esta política de reestructuración financiera ha de constar de diferentes elementos.

Mediante la elaboración de una legislación específica serían el Gobierno, el Banco Central y las organizaciones de la sociedad civil, no la banca comercial privada, las únicas instituciones con facultad para el diseño de las herramientas y los productos financieros más adecuados para el ahorro, la inversión y el crédito para la economía cooperativa universal y ponerla a disposición de particulares, empresas, productores, comercios y autónomos. Adaptándose a estas formas federales y cooperativas de la economía y la sociedad, y bajo la supervisión del Banco Central, el Gobierno y las organizaciones civiles, todo el capital proveniente de las empresas, comercios y autónomos se constituiría en uno o varios fondos especiales de ahorro e inversión socializado que pondrían en común todos los productos financieros propiedad de las personas jurídicas. Estos fondos, que estarán federados entre sí, tendrán una formación especial que iré explicando, y pondrán este capital a disposición del cumplimiento del contrato social. El capital y patrimonios no empresariales propiedad de particulares conformarían un fondo de ahorro e inversión socializado aparte, quedando federado a los anteriores fondos. El objetivo de esta medida sería aumentar la inversión y el ahorro cooperativo y socializado de empresas y particulares transformando productos tales como cuentas y depósitos bancarios, planes de ahorro, créditos, fondos de inversión, obligaciones, acciones o depósitos de valores y demás participaciones en sociedades, inversiones financieras de todo tipo, contratos de seguros de vida, fondos de pensiones, seguros médicos, créditos, etcétera.

Todos los productos y capitales dispondrían de una trazabilidad social o ADN social quedando blindados —o sea, sometidos— al cumplimiento de un amplio contrato social, puesto que la inversión y el ahorro estarían destinados a la satisfacción del bienestar general. Solo de este modo estos productos y capitales de ahorro, inversión y control social del crédito obtendrían importantes deducciones en IRPF, impuesto de sociedades, cotizaciones a la Seguridad Social, IVA, cuotas de autónomos, patrimonio y sucesiones, y se convertirían en renta y capital social.

Dicho contrato social sería elaborado por la sociedad civil organizada a través de la creación del Consejo Económico y Social Ciudadano, plasmación física del mercado como espacio público y como sociedad. Este Consejo se constituiría de hecho en la asamblea general de esa forma cooperativa y federal de la economía. Como contenido de ese contrato social que financiarán los fondos socializados constará el fomento de mutualidades y servicios socializados, un sistema de socialización del riesgo financiero que aporte un colchón financiero y crediticio, socialización de seguros, creación de un sistema socializado de formación e investigación y desarrollo integrando la universidad y la FP con el tejido productivo, o apostar por la creación de nuevas empresas. El contrato social también prevería la canalización del crédito y la inversión hacia los sectores más dinámicos de la economía, aquellos que generen mayor riqueza social, que impliquen investigación y desarrollo y empleo de calidad, además de la modernización del tejido productivo y comercial, o que garanticen para las empresas la producción energética autónoma compartida con la sociedad. El contrato también incluiría la apuesta por la producción sostenible, la lucha contra la deslocalización y el retorno de empresas deslocalizadas, la internacionalización de empresas de mediano y pequeño tamaño profundizando en el federalismo económico como forma de ampliación del tamaño de las empresas, en proyectos interempresariales, la conciliación, o en la mejora continua de los equipos humanos, etcétera.

Anuncio de una convocatoria socialista en Milwaukee (Estados Unidos) en 1916.

Este contrato social incluye además el cumplimiento de una carta social de derechos consensuada con la sociedad civil organizada. Esta carta social incluye la participación de la sociedad en pie de igualdad en el disfrute de los servicios generados por el tejido económico, la conciliación y la creación de políticas activas de empleo que sustituyan a las ETT por un servicio socializado al tejido empresarial y la sociedad civil organizada sin ánimo de lucro. Otro de los aspectos de la carta social de derechos es el establecimiento de límites en la retribución de altos cargos directivos, el respeto al medio ambiente y las relaciones laborales para las inversiones en el extranjero, o la lucha contra las diferencias salariales en función de sexos y el establecimiento de los llamados techos de cristal. Sin el cumplimiento de la carta social y del resto del contrato social no habría posibilidades de acceso al crédito o a las deducciones fiscales, quedando fuera de los fondos socializados y de los beneficios sociales y económicos que estos reportarían. Sería necesario también estudiar el modo de integrar al contrato social a las empresas y multinacionales que tengan su razón social en el extranjero.

La construcción social del consumo, o lo que es lo mismo, la determinación social de qué bien o servicio se produce y comercializa, cómo y para qué, se constituiría en el elemento más importante del contrato social, y uno de los elementos básicos de la economía cooperativa y federativa universal. Este será el cometido del Consejo Económico y Social Ciudadano, plasmación física del mercado como espacio público y asamblea general de la economía cooperativa. Para este fin se organizaría una red de conferencias que fomentaran un diálogo permanente entre el sector productivo y comercial y la sociedad civil organizada, tendiendo un especial protagonismo en las mismas las asociaciones de usuarios y consumidores. Además, las ferias y congresos económicos cambiarían de estructura y de naturaleza, asemejándose más a un proceso integral que a un acontecimiento de duración determinada. Surgirían del producto del diálogo creado en el seno de las conferencias sistémicas y en red, tendrían una duración indefinida, una amplia composición espacial, y estarían lideradas por la sociedad a partir de la satisfacción de sus necesidades y expectativas en la mejora de la calidad de vida.

La modernización del comercio de cercanía adquiere una importancia especial dentro del contenido del contrato social, requiriendo la colaboración activa entre el tejido productivo y el comercial. Esta podría producirse en diferentes áreas: la propiedad y el tamaño de los comercios, la modernización de los modos de distribución, investigación en torno de nuevos modos de consumo y yacimientos de consumo, la integración de servicios en cascos urbanos comerciales, la conciliación concertada con el tejido productivo que facilite las compras en el comercio de cercanía, la racionalización de alquileres o el establecimiento de un sistema alternativo a las rebajas. Las medidas más urgentes a tomar, que a mi modo de ver resultarán inevitables si no queremos asistir al ocaso final del comercio de cercanía de calidad, serían por un lado la creación de una plataforma de comercio online a nivel europeo, gestionado en última instancia por cada comercio, y cuyo criterio de calidad estableciera la sociedad civil organizada; y por otro, la creación de un sistema de tarjetas digitales por puntos que vinculara el consumo en comercio responsable y sostenible con el cumplimiento del contrato social y la dirección del crédito y las inversiones, y por lo tanto, con el sistema de deducciones fiscales.

La adaptación de la banca privada a este sistema de economía cooperativa supondría su total reestructuración y redefinición, y por supuesto la extinción de todas las formas de ahorro e inversión privadas (esta medida en ningún caso implicaría la expropiación de capitales ni del disfrute de su rendimiento, sino que las decisiones de inversión y asignación de crédito serían socializadas). Esto afectaría al mecanismo de creación de dinero (expansión monetaria), así como al mecanismo de asignación del crédito. Primero habría que crear toda una estructura de intermediación entre los bancos centrales como bancos emisores, la sociedad, la banca privada y los prestatarios. Segundo, reestructurar y redefinir todo el sector financiero especificando las funciones de cada parte, incluyendo la creación de entidades financieras de nuevo cuño. Tercero, poner la estructura financiera al servicio del interés general y la construcción social de la estructura de consumo.

Mediante ley especifica, entre el propietario del capital (persona física o jurídica) y el fondo de ahorro e inversión socializada se crearía un primer nivel de intermediación. Cualquier organización civil libremente elegida por el propietario de los capitales, y que no tenga relación directa con la economía, adquiría la potestad de representar jurídicamente los capitales o productos financieros en el seno de los fondos de ahorro e inversión. La finalidad de esta medida sería únicamente la de vigilar que las inversiones y los créditos obedezcan al interés general a través del cumplimiento del contrato social.  

Como el capital empresarial y no empresarial se habría constituido jurídicamente en fondos socializados de ahorro e inversión especiales, el segundo nivel de intermediación se referiría al hecho de la necesaria separación entre quien gestiona los depósitos y quien determina las inversiones y el crédito, así como las condiciones sociales y económicas en que se efectúan éstos. Para ello, el Gobierno y los bancos centrales habrían de crear unas entidades financieras especiales de nuevo cuño perteneciente a la esfera pública (que no estatal) denominadas entidades de preinversión, de las que entrarían a formar parte organismos institucionales (Gobierno, Banco Central, sección de una Hacienda federal), organizaciones civiles vinculadas a la economía productiva y finalmente el Consejo Económico y Social Ciudadano. Estas entidades de preinversión serían las que hicieran posible el cumplimiento del contrato social, determinando las necesidades de inversión, asignando el crédito y estableciendo las condiciones socioeconómicas tanto para su asignación como para la realización de inversiones de todo tipo.

Como ya he dicho, la naturaleza de los fondos de ahorro e inversión socializados sería especial. Por ello, tanto su formación como la de las entidades de preinversión no supondría ni la desaparición ni la descapitalización de las actuales entidades financieras, aunque sí modificaría profundamente su naturaleza. Los bancos se convertirían en bancos de depósitos, realizando actividades tradicionales como el cobro de facturas, o gestionando los créditos, pero en ningún caso determinando la asignación y las condiciones de los mismos, o de otro tipo de inversiones. Además, aportarán el soporte técnico y humano para la configuración de este sistema financiero integral, pudiendo asesorar también a las entidades de preinversión. Por ello, la banca privada tendría que ser retribuida por los servicios financieros prestados. Pero a causa de que los capitales habrían sido prefigurados como fondos de ahorro e inversión socializados, y la banca privada no intervendría en la asignación de créditos e inversiones, los beneficios derivados de los créditos y de las inversiones financieras y un porcentaje de los beneficios derivados de las inversiones empresariales deberían ir a parar a un complemento universal de pensiones, así como a la creación de servicios para la tercera edad y a la provisión de recursos educativos para la sociedad. Además, se debería crear una sección especial de las entidades de preinversión para las actividades bursátiles y gestión de los depósitos de valores, sustituyéndose a los brokers por un sistema de intermediación socializado que incorporara el criterio del interés general y el cumplimiento del contrato social en las operaciones de compraventa de valores. También se habrían de tener en cuenta las participaciones financieras cruzadas entre países.

Se crearía así un verdadero mercado social de capitales que atraería los mejores proyectos socioeconómicos presentados por las empresas y por la sociedad civil organizada, logrando así la movilización de todos los recursos públicos y privados para ponerlos a disposición del interés general. Además, la reestructuración del sistema financiero supondría la separación entre economía de mercado y capitalismo.

No obstante, no hay que perder de perspectiva que cualquier política económica que quiera tener visos de éxito ha de ser concertada a nivel europeo. Hoy en día, debido a las profundas divergencias entre los diferentes Estados que componen la Unión Europea, y que a la postre la mantienen política, social y económicamente paralizada, los Estados del sur de Europa tarde o temprano se verán obligados por la fuerza de los hechos o del derecho a consensuar políticas sociales y económicas por su cuenta. Sería interesante a este efecto explorar dentro de la legalidad europea fórmulas como la confederación, y, por qué no, el nacimiento de los Estados del sur de Europa como nuevo Estado federal dentro la Unión Europea. Casi idénticos anhelos se mostraron durante las dos conferencias de partidos socialistas del sur de Europa celebrados en los años setenta.

Esta alternativa socioeconómica al neokeynesianismo que brevemente he descrito plantea un cambio de Estado y de sociedad porque la desigualdad es y será siempre el peor enemigo del progreso social y económico de un país, además de constituir un problema moral, mientras que la solidaridad y la libertad basadas en el esfuerzo personal y colectivo, su mayor virtud. Es hora de poner fin a los años ochenta. Ayudemos a crear esta alternativa poniendo en marcha en cada pueblo y en cada ciudad un Consejo Económico y Social Ciudadano a modo de asamblea económica que ayude a movilizarse a la sociedad en un primer momento.


Alexander Garagarza Roteta es doctor en historia por la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y autor del libro La renovación ideológica del socialismo español (1976-1992): modernización fallida y perspectivas de futuro de la izquierda. (2019)

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