/ una reseña de Carlos Alcorta /
Autor de una ya copiosa obra poética, Pelayo Fueyo (Gijón, 1967) se ha internado reiteradamente en los últimos tiempos —sin abandonar la poesía, género en el que ha publicado una veintena de títulos, reunidos hasta 2008 en el volumen Poesía completa que incluía además el inédito La danza del ocioso, publicado por la editorial Pre-Textos, al que le han seguido títulos como El libro de la discordia (2009) o El cielo de las cosas (2011)— en otros géneros, el ensayo y el aforismo, que, en sus manos, no son fáciles de desligar porque poseen innumerables similitudes, como se puede comprobar, sin ir más lejos, leyendo su libro Lección de magia (2005). De hecho, el libro que ahora comentamos, La muerte, la poesía guarda mucha relación con el ensayo titulado Un mundo simbólico, publicado en esta misma editorial el pasado año: «Intento —ha explicado en una entrevista concedida en 2015— que toda experiencia, una vez asimilada, alcance su trascendencia combinando conceptos con imágenes o metáforas, que comunican con una paradoja, dando un nuevo valor al símbolo. A partir de aquí pueden surgir varios registros, dependiendo de las exigencias del tema u “objeto poético”. Lo importante es que configuren una sola “voz poética”».

En el «Prefacio» a La muerte, la poesía escribe su autor lo siguiente: «Este libro es, en su mayoría, fruto de dos pulsiones: el instinto de la muerte y el enigma de la creación poética» y, efectivamente, sobre estos dos ejes pivotan la mayoría de sus reflexiones aforísticas; reflexiones asistemáticas cuyo envoltorio formal no logra ocultar su verdadera procedencia, la pura intuición. Diego Medrano lo explica así en la contracubierta: «Enciende Pelayo Fueyo sus bengalas de socorro, mueve sus antorchas prodigiosas, el ancla léxica y gramática vuelve a ser la única sujeción del barco bajo la galerna, dispara el poeta sus tiros de supervivencia por encima del mar embravecido».
El libro está ordenado cronológicamente y abarca desde los años que van desde el 2012 hasta el 2017, ambos incluidos. Es cierto que muerte y poesía son temas centrales —más acusados en los últimos años— en la obra de Fueyo, pero reducir el libro solo a ambos aspectos sería empobrecerlo, porque hay reflexiones que conducen a pensar, por ejemplo, en conflictos identitarios: «Me he reído delante de un espejo; he llorado delante de un espejo; y, al salir a la calle, la gente se miraba en mí como si fiera un espejo» o «Estoy peleado con mi superyo». Místicos: «Dios existe, pero de vez en cuando» o «A Dios lo tenemos que recrear». Metaliterarios: «A una sucesión de metáforas se le llama alegoría. ¿Y qué se le llama a una alternancia de símbolos?». Por cierto, se reiterada la defensa del simbolismo como opción estética, algo que ya sucedía en su libro Un mundo simbólico: «Otra poética: Sugerencia de un plano imaginario de la realidad que, traducido a un símbolo, y, en tercera persona, depende de la necesidad de caracterización del sujeto». No desdeña Fueyo tampoco la inclusión de textos ajenos para apoyar sus opiniones y sus indagaciones: Rilke —un poeta con el que nuestro autor guarda no pocas similitudes—, Valente, Aleixandre, Bousoño, el tristemente desaparecido Antonio Cabrera o Ungaretti, entre otros, refuerzan con sus palabras, sacadas de contexto, pero del todo pertinente este apropiacionismo, el sentido de primordial de las de Pelayo Fueyo.
Las divagaciones en torno de la poesía admiten diferentes lecturas y, como es lógico, el lector no necesariamente tiene que estar de acuerdo con todo lo que lee, entre otras cosas porque hay juicios y afirmaciones que tratándose de algo ajeno a la ciencia, como la poesía, son escasamente verificables. Lo que sí es innegable es, más que el poder de convicción, el poder de evocación, de sugerencia, de interpelación que poseen, como podemos comprobar en estos ejemplos: «La poesía vaticina lo imaginario en lo real», «Un buen poema debe “entrar en materia” desde el primer verso» o «No se mide un poema por todo lo que no dice, sino por lo que sugiere sin ser explícito».
La muerte, un asunto que obsesiona a Pelayo Fueyo desde antiguo, es abordada desde diferentes ángulos, aunque el resumen de todos ellos es la incapacidad para aceptarla. La angustia de convivir con su presencia inevitable y el no ser en el que se convierte el muerto provocan reflexiones casi airadas: «La muerte es tan terrible que, hasta el llanto de las plañideras por el finado, se torna ridículo», «No me será más difícil morir que a cualquier otro. Pero poca gente odiará la muerte como yo la odio: y esto tiene que ver también con la vida». En todo caso, y tal como el mismo autor escribe, «Está claro que, para hablar de la muerte, a pesar de su rotundidad, sólo puede hacerse desde la intuición».
Selección de aforismos
La vida son muchas cosas; la infancia una, pero infinita.
¿Y si la muerte consista en un eterno reflejo de uno mismo?
Debería haber grados en la muerte.
Yo no quiero ser feliz; yo busco la felicidad.
La muerte no es de este mundo; se ha apartado de él en el momento en que se ha conciliado con la nada.
Hacer de un poema Patrimonio de la Humanidad.
La extensión en poesía no tiene por qué ser una premisa: un hai-kú puede sugerir más que un poema descriptivo.
Desdeño el contar con realismo, tendiendo al misterio de no ser en el poema para crear un código universal .
El grado de percepción de la realidad y la impregnación de la misma es lo que diferencia los modos de hacer poesía.
El hombre que más teme a la muerte es el espía.
Dios existe, pero de vez en cuando.
No se mide un poema por todo lo que no se dice, sino por lo que sugiere sin ser explícito.
Lo descorazonador de los muertos es que no puedan responder a las críticas de los vivos.
A la muerte la odio a muerte.
Un poema bueno debe «entrar en materia» desde el primer verso.
La presunción de un moribundo, que se imagina muerto y con todos los honores.
El mundo es un teatro, y Dios está en la concha afónico.
Podría aceptar ser parte de la nada, pero que sea en el momento adecuado.

Pelayo Fueyo
Isla de Siltolá, 2019
140 páginas
10€

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas(2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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