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¿Ovejas eléctricas o electrocutadas?

Un artículo de Javier Pérez Escohotado, al hilo de un nuevo programa de Televisión Española, presentado por Berto Romero.

/ por Javier Pérez Escohotado /

El 9 de abril de 2024, en la 2 de TVE, tras el esforzado programa de Cachitos sobre un tema del que apenas si se habla ni comenta, o sea, el asunto LGTB y qué+, me serví un vinillo blanco frío con un chocolate negro para equilibrar el nivel de glucosa y me puse a ver en tiempo real, como a mí me gusta, a pelo, con anuncios y todo, olvidando streaming y revolving, el primer programa de Ovejas eléctricas, comandado por mi surrealista de cabecera, Berto Romero, ingenioso y brillante humorista donde los haya, salvado sea el imprescindible dadá Albert Pla y Faemino y Cansado, claro, por no citar más que a los necesarios. El programa arrancaba de forma prometedora con el tema argumental de la narrativa y la guerra; o sea, el hilo conductor del programa nos iba a desvelar qué es eso de la narrativa bélica mientras Berto se calentaba en un fueguillo primigenio anterior a la inteligencia artificial de los decorados, como esas lucecitas que yo recuerdo en los belenes navideños de la infancia.

Lo primero, venía a decir, fue el cuento, no el cuento del vivir del cuento, quiero decir; en el principio fue la narración. Un embarazado Berto que buscaba de manera urgente refugiarse en algún lugar —como cuando uno se mea mucho— dio por comenzado el programa cuando encontró dónde depositar sus posaderas. Y resultó ser una mesa como de telediario, mejor, de late show, late motiv, no de Bronca-no, no; ni mucho menos del late xou del irreverente con causa Marc Giró,1 pero con igual disposición formal que la mayoría de los programas de entrevistas de nuestro máximo modelo cultural, o sea, el formato late night. Pero Berto aportaba una significativa diferencia: el sofá del invitado o colaborador —que, en este caso, era colaboradora— estaba a la derecha del espectador, pero a la izquierda del presentador. Sutil y sugerente cambio, al menos así lo interpreté yo. La cosa prometía. Todo iba de sutilezas de formato, y en la 2, como en otros tiempos. Solo faltaba Lazarov, q.e.p.d.

De entrada, comenzar por la narrativa me pareció un atrevimiento y un acierto, sencillamente porque el mundo no se explica si no es contándolo. La Ciencia hace lo que puede y la tecnología nos resuelve los problemas cotidianos, esos de la longevidad, y, por ejemplo, desplazarnos, en masa y en el menor tiempo posible, del interior mesetario a la playa, para disputarnos allí un cachito de arena rubia desde la que desear con prurito la inmersión, el chapuzón en un agua calentorra y llena de niños con salvavidas, que gritan, tanto si tienen al lado a su madre como si no la tienen. Bueno, eso, que no hay mundo sin narrativa, que no hay realidad ni historia sin relato. No obstante, yo, como todos los posibles espectadores con alguna expectativa, aunque sintiéndome simple audiencia, anónima cuota de pantalla, esperaba —y deseaba, oh Lord!—  que, desde aquel monologuillo del principio, todo mejorase.

La colaboradora experta prometió hablar de La Ilíada y La Odisea, pero sobrevolando airosamente las cumbres de la novela medieval, aterrizó diligente y oportuna en la planicie Hemingway, ¡qué guay!, con su Adiós a las armas (1929) —por las detestables y genocidas guerras actuales, me barrunto— y Por quién doblan las campanas (1940).  En su discurso anunciado, el formato del programa amenazaba con hablar de otras novelas, supongo que novela histórica, negra, de género, de ficción, de auto ficción y no sé de qué otros géneros más, quizás alguna distopía; incluso se pretendía enfrentar en un ring Guerra y paz con los Episodios nacionales. En un momento, Ana Frank cruzó el decorado de fondo como una herida referencia al vuelo. Todo prometía que iba a desarrollarse con humor, pero con rigor. Esto mismo había leído en algún anuncio de prensa: «según García Ledo, con Ovejas eléctricas pretenden ofrecer cultura a nivel del suelo, “para que todo el mundo la pueda entender”. Aunque sin faltar al rigor. De eso se encargan sus colaboradores».2 Mi admirado Berto quedaba a salvo, pues si él ponía el humor, los colaboradores pondrían el rigor.

A esa hora de la noche, yo no deseaba otra cosa que humor, aunque no me vendría mal algo de rigor, pero me encontré el humor, o sea, la risa desternillante hasta escurrirme por la butaca, pero, por ningún lado, el prometido y anunciado rigor. La Ilíada y la Odisea fueron despachadas con la exhibición de dos portadas + o – recientes sin más comentario, que tampoco hacía falta porque todos comenzamos a leerlas en parvulitos. Pero, para que os hagáis una idea, si la Ilíada era la guerra, la Odisea era la vuelta casa. No está mal como síntesis. Troya e Ítaca, ¡qué rotundas palabras! ¡Qué poemas ha generado la patria de Ulises!, ¡qué interpretaciones ha suscitado a lo largo del tiempo! Y todo eso mucho antes de que Jesucristo se dignara nacer en un portalillo de Belén, hoy en la Cisjordania palestina, ¿todavía en pie? Recordé en aquel momento el poema Ítaca de Cavafis, y la meliflua cancioncilla de Lluís Llach, pero eso es otra historia. Olvidándose de los cantares de gesta y de los caballeros de la Tabla Redonda; desplazando para un futuro programa la bella historia de amor de Tristán a Isolda, la novela medieval se convirtió, en manos de la experta colaboradora, en una especie de actividad protagonizada por grupos de señoritos, o sea, caballeros que salían a la guerra y luego volvían a casa; o al menos eso entendí yo: el retorno del guerrero. Podría recurrir al streaming para repasar un poco las palabras de la experta y ser más justo en mi apreciación, pero no lo haré por precaución intelectual y para que esto no se os haga largo. Como pudo decir Oscar Wilde: seamos banales, aunque lo seamos.

Tras un salto de la Edad Media al siglo XX, inesperada e inevitablemente, como queda dicho, apareció el astro Hemingway. América y sus crónicas del descubrimiento y emancipación; los norteamericanos y sus guerras con el Imperio español, con sus indios nativos y entre ellos mismos; los rusos y las suyas, que fueron las nuestras… Viendo que todo esto se había evaporado, podía ser que todo esto estuviera reservado no para un próximo debate, sino para un combate en un ring imaginario en el que nadie iba a ganar ni a perder. El combate planteado según peso, o sea, por la cantidad de páginas escritas por uno y otro, sería entre Tolstói y Pérez Galdós. Pero la experta colaboradora ralentizó la faena y se recreó en Hemingway, centrándose sobre todo en el epígrafe inicial de Por quién doblan las campanas. Berto Romero, como siempre muy sagaz, llamó la atención sobre la necesidad tal vez de un oportuno signo de interrogación en el título y, deduzco yo, una advertencia sobre el enigmático acento ortográfico en quién. Aunque la RAE parece tolerar que no haya acento, la Fundéu le responderá a su enigma porque los escolares que todavía estudiamos algo de gramática conocemos por qué debe acentuarse ese quién del título. Las campanas doblan por nosotros.

La experta, a pesar de lo difícil que debe de resultar hacerlo en directo, se atrevió a leer lo que ella llamó, una vez más, por centésima, milésima y enésima vez, un poema del poeta inglés John Donne, del que Hemingway utilizó un fragmento, que figura en el epígrafe de su novela y que recicló para el título: Por quién doblan las campanas (For whom the bell tolls, 1940). Al castellano se ha traducido así:

«Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, parte del todo. Si una porción de tierra fuera desgajada por el mar, Europa entera se vería menguada, como ocurriría con un promontorio, con la casa de tu amigo o la tuya: la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque soy parte de la humanidad; así, nunca pidas a alguien que pregunta por quién doblan las campanas; están doblando por ti».3

Pero considerar este texto de John Donne como un poema es un error no garrafal, sino de garrafa, y repite como la sopa de ajo, como el genoma gastronómico, de generación en generación. Este texto que abre la novela de Hemingway y sirve para su título no es ni fue nunca un poema. Eso lo dice incluso la Wikipedia, un lugar al que cualquier experto de un programa de cultura de la 2 de TVE puede acudir sin apenas inversión. En este mismo Cuaderno, en febrero de 2019, antes de que a todos nos acabara achuchando la pandemia, aparecía un riguroso desmentido sobre este farragoso error.4 Querido Berto: No se trata de ningún poema, sino de un sermón, exactamente el XVII de las Devociones para circunstancias inminentes, que John Donne, un poeta inglés de vida más que entretenida, escribió en un momento crucial de su vida, en 1623, cuando enfermó gravemente y estuvo a las puertas de la muerte. John Donne, un poeta metafísico inglés, rescatado por T. S. Eliot, tal vez sea más conocido por su poesía erótica. A pesar de sus antecedentes familiares, muy enraizados en la iglesia católica romana, y después de muchas presiones, se convirtió al anglicanismo y fue nombrado por el rey Jacobo I deán de la iglesia de San Pablo en Londres. Sus sermones eran todo un espectáculo, o sea, un ejemplo de brillante retórica que sin duda había aprendido en los escritores renacentistas y barrocos españoles, pues leía en castellano y hasta su conversión, mantuvo, también en castellano, esta divisa: «Antes muerto que mudado».

Las ovejas, como gregarios rumiantes, alternamos el pasto fresco y el seco, que hace bola, pero yo, después de volver a escuchar el machacón y garrafal tópico del poema de John Donne, apuré hasta las heces el culito de vino blanco que me quedaba, apagué el televisor y me encaminé a mi aprisco  esperando, desde del humor, el sueño de una televisión mejor; y desde el rigor, mi renuncia al título de justo del actual Israel. Narrativa en guerra.


1 Su último monólogo de arranque que cerró recomendando el Quijote como solución total, tanto para disimular las arrugas como para hidratar la piel, o algo así, resultó estimulante y con seguridad espabila cualquier inteligencia, si todavía se conserva sin necrosar alguna circunvolución cerebral.

2 Inés Álvarez, El Periódico, 10 de abril de 2024.

3 John Donne: Devociones para circunstancias inminentes y Duelo por la muerte, Barcelona: Novara, 2018, p. 186. La bondad o no de la traducción le corresponde a Jaime Collyer. Dice John Donne: «I am involved in mankind, and therefore never send to know for whom the bell tolls; it tolls for thee».

4 J. Pérez Escohotado: «¿Por quién doblan las campanas? Una meditación para circunstancias inminentes, de John Donne a Hemingway y viceversa», El Cuaderno, 7 de julio de 2019, <https://elcuadernodigital.com/2019/02/07/por-quien-doblan-las-campanas/>.


Javier Pérez Escohotado, ensayista, poeta y crítico, es doctor en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona. Sus investigaciones se orientan hacia la gastronomía, la Inquisición y la vida cotidiana. Autor de los poemarios Laura llueve (2000), Papel japón (2002) y del experimento textual La vigilancia de los acantos (2017), ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Sexo e Inquisición en España (1998), Antonio de Medrano, alumbrado epicúreo. Proceso inquisitorial, Toledo 1530 (2003), Donjuanes, bígamos y libertinos. El filo de la Historia (2005), Crítica de la razón gastronómica (2007) y El mono gastronómico. Ensayos de arte y gastronomía (2014). Asimismo, ha editado y prologado Jaime Gil de Biedma. Conversaciones (2002); ha colaborado en Poemas memorables: antología consultada y comentada 1939-1999 (1999)  y ha editado Inventario de disidencias, suma de calamidades (2010), sobre la vida trágica de don Santiago González Mateo. Recientemente ha prologado Los santos inocentes y El hereje, de Miguel Delibes. Ha publicado artículos de opinión y crítica en diversos diarios y revistas.

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