Escenario

Pere Portabella: reforma o ruptura

Nacido el 11 de febrero de 1929 en Figueras, Pere Portabella cumple 89 años el próximo domingo con la edición integral de su obra en Intermedio DVD.

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Pere Portabella (Figueres, 1929)

Y cuando se apague el proyector no quedará nada más que un lienzo en blanco

La casa barcelonesa Intermedio DVD ha editado recientemente la integral de la obra del director catalán Pere Portabella, posiblemente uno de los autores de mayor importancia internacional de nuestro cine, reconocido por la construcción de ensayos fílmicos de gran calado, y también de amplia experimentación, en un contexto en que este tipo de planteamientos estéticos no son por un lado favorecidos por el aparato cultural-institucional y por otro provienen de esta península cuyos frecuentes tiranos han hecho todo lo que estaba en su mano para desarticular un discurso que hablara en profundidad acerca de la sociedad que gobernaban. Es por tanto este cine un tesoro, invisibilizado por eso que nos han robado a la gente, el Poder, y una anomalía, porque es parte constituyente de quienes se han resistido a ser hurtados.

Portabella, que además de cineasta y productor (entre otras, de Viridiana, de Buñuel) fue militante del PSUC [1] y senador por este partido pocos años después de la muerte de Franco, habría quedado para la historia de no ser por la importancia de su obra fílmica, como eso que dicen ahora los snobs, «testigo de la Transición», aunque la Transición hiciera todo lo posible por no tener testigos. Su cine es una síntesis de lo que puede servir de ejemplo cuando los leninistas repiten que la «estética es la ética del futuro». Para los que pronunciaron por primera vez esta frase ya estamos en el porvenir y este no ha de sugerirnos alguno de los ejercicios estériles, desarmados, de una falsa modernidad que a menudo da por perdidos todos los efectos de sus propias obras excepto el más deseado, la fama. Portabella es reconocido como personaje excepcional por los viejos militantes y por los viejos y nuevos cinéfilos, y quizás la verdad reside mucho más en los primeros que en los segundos, porque ellos poseen el conocimiento de que fue un cine que se gestó como una posición política muy firme contra la dictadura militar (la inmediatamente anterior a la de los mercados), que participar en estas películas, siquiera como público en un cineclub, conllevaba adquirir el estatuto de disidente allí donde los disidentes desaparecían en las comisarías (de manera parecida a como hoy desaparecen los inmigrantes en los cie) [2] y que a mediados de los sesenta del siglo XX no estaba nada claro (como hoy a mediados de la segunda década del XXI) que fuera posible la victoria. La inmensa mayoría de los conscientes coincidían en que era necesaria, pero solo unos pocos se atrevían a dar un paso más para hacerla inevitable.

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El film que inicia esta integral de veintidós películas es uno de los más bellos y de mayor potencial semántico: el cortometraje de treinta minutos No compteu amb els dits (No contéis con los dedos, 1967), con guion del poeta catalán Joan Brossa y del propio Portabella. En No contéis con los dedos se explicita un elemento inusitado en el cine desde el surrealismo y que incluso va mucho más allá que aquellos ejercicios de descubrimiento del cinematógrafo por parte del arte. Se trata de hacer poesía visual, sí, pero poesía de la idea en movimiento, desplazándose entre lo que inmediatamente puede convertirse en discurso hablado por su condición de símbolo (eso que requiere de una sentencia para otorgarle un valor) hasta lo que en todo caso exige varias relecturas y en cada una de ellas aparece un significante nuevo que apela al inconsciente, que se salta el paso de ser una razón para regresar al sitio de los actos futuros del pensamiento, de los instintos.

¿Qué significa para una persona común y corriente, de hoy o de hace cincuenta años, un palo de madera que se retira de un lienzo en blanco y en el lugar de su sombra el pintor ha pintado su sombra con pintura negra? ¿Qué puede entender, o qué desea entender, un súbdito cuando hoy ve esta película y Brossa y Portabella hacen pronunciar que «Obedezcamos en todo y así no seremos responsables en nada»? A alguien podría parecer que no tiene sentido hacerse responsable de todo en una dictadura, que dicha situación nos justifica más que nunca para aceptar lo obligatorio. Sin embargo, las palabras más preciosas son las de los reos, cuando se sienten orgullosos ante el tribunal que les condena. No es una mera provocación, no es una película ante la que simplemente se exhiban los cachorros del fascismo con la intención de impedir que se proyecte en los cines, sino que en ella vemos un delito, un delito político, sensible e inimaginable hasta que alguien encuentra el valor de cometerlo. Mucho más poderosa en su alegoría que Un perro andaluz y La edad de oro de Luis Buñuel, que en parte extraen su valor de su condición pionera, pero que son películas cuyo mensaje se ha visto atenuado por la mixtificación a la que ha sido sometida su corriente artística precisamente por los sectores más conservadores y antivanguardistas de la cultura española, No contéis con los dedos sugiere al explicarse una interpretación más sencilla que la lucidez que proporciona. Un hombre mira con unos prismáticos un coche que avanza por la playa lleno de jóvenes ondeando telas moradas, amarillas, rojas y negras. Un hombre común y corriente los detiene. Un chico se esconde en una fábrica de producción en cadena de Pepsi-Cola. Lo inusitado es que estamos todavía pendientes de la resolución de ese discurso, como si lleváramos cincuenta años al borde mismo de construir otra geografía afectiva que periclitara el atlas social del franquismo. Y donde en Un perro andaluz la navaja saja una pupila, de una mujer por cierto, en esta otra nos detenemos por unos minutos en observar a un cura al que afeitan en una barbería. Ya no es esa violencia edípica, sintomática, del surrealismo, sino tratar de educar el instinto allí donde solo la percepción transforma la naturaleza y nos hace plenamente conscientes de un deseo reprimido.

Decíamos que lo poético no es inmediatamente lo significativo, a menudo incluso lo que pretende ser poético de inmediato se vuelve un lugar común al que hemos acudido a resguardarnos. Lo poético puede ser una tara del alma cuando se repite con idénticos versos una y otra vez en momentos distintos de la vida. Y no hay otra forma sana de insistir en las cosas que haciéndolas diferentes. En el largometraje Nocturno 29 (1968) se reitera la colaboración entre Brossa y Portabella, pero no para rodar una segunda parte de No contéis con los dedos, sino para dar el paso de lo sensitivo a lo significante. Aquí todo es razonable de inmediato para, sin solución de continuidad, mostrarse a veces como un mensaje cifrado y otras, como una leve sugerencia. Con un tempo narrativo extremadamente lento, que busca las pausas para hacer sitio a una bellísima fotografía, el relato se asemeja al de la ensoñación de media tarde y posiblemente lo que ese sueño pretende, y consigue, es denunciar la rutina de la posición, el hastío del reducto, el callejón sin salida de una alta burguesía de financieros, burócratas, administradores, gestores de un patrimonio construido sobre los cadáveres de los otros, que no sabe qué hacer con el tiempo, que cree tenerlo de su parte pero nunca de su lado. Las costumbres no pueden abandonarse, dicen los gestos de las élites, pero cómo en sus manos parecen mucho más vicios que hábitos. Un hombre que camina absorto leyendo un periódico de papel y que se va hundiendo en el mar hasta ahogarse. Una mujer que se introduce pétalos de flor en la nariz mientras cruza una habitación de su casa en la que hay una rata. El gerente que piensa que la guerra «es siempre cosa de contabilidad». El rentista, para quien «un mapa no es el lugar adecuado para escribir preguntas». La película se hizo anteayer, en 1968.

La secuencia más importante de Nocturno 29 es cuando Lucia Bosè, protagonista de este ensueño, acude a una «gran superficie» (ese hallazgo conceptual de los que denominan el consumo) en busca de una bandera. El dependiente le enseña uno tras otro los trapos de los países amigos, y ella los manosea, quizás con más dedicación que ninguno el de la bandera suiza…;[3] pero la potencia ética y estética del plano, un plano por el que un artista podría ir bien a gusto a la cárcel, no flaquea en ningún momento. Es algo que merece verse, para saber que alguien lo ha hecho y que se debe ir más allá. Todo cuanto evidencia Nocturno 29 sigue vigente, incluso multiplicado. La alta burguesía ha perdido la melancolía y el abandono que la caracterizaba en los sesenta y setenta y consume sin descanso la droga más potente del mundo, el dinero. Las opiniones de los banqueros ya no tienen que disfrazarse de un cripticismo surrealista y según cuál sea la audiencia pueden mostrarse sinceros en privado ante sus servidores públicos o patrocinar el snooker para solaz de los titulares de una cuenta de ahorro. El pueblo sigue siendo el figurante, no se sabe si voluntario o involuntario de la pantomima, porque no le han preguntado contándole la verdad primero. Mientras tanto la vida sigue y se detiene en el mismo sitio.

Así las cosas, la pieza Lectura Brossa recoge la filmación de un homenaje realizado en Barcelona en 2003, cinco años después de su muerte, consistente en la lectura de una de sus obras teatrales, El sol con cara, y una entrevista que le fue realizada por el propio Portabella en 1991. Es un documento de difícil acceso en todos los sentidos, quizás en el que menos, en el literario. Brossa fue la razón intelectual de que Portabella empezara a hacer cine. Sin Brossa, Portabella no habría comenzado en un experimentalismo que, como hemos dicho, va más allá que el surrealismo, movimiento santificado por la cultura oficial y presentado, aún a día de hoy, como el no va más de la abstracción y la potencialidad simbólica y metafórica. Joan Brossa en 1937, con dieciocho años, estaba luchando en el bando republicano y en 1941, con una guerra militarmente perdida pero moralmente ganada, conversaba en esa Cataluña, por la que se paseaban los nazis,[4] con Josep Vicenç Foix y Joan Miró, descubriendo el surrealismo y el dadaísmo. En 1948 fundaría junto a Tharrats, Antoni Tàpies, Arnau Puig y Juan Eduardo Cirlot la revista de vanguardia Dau al Set (‘la séptima cara del dado’), que sentaría las bases de la renovación cultural catalana, interrumpida tras el triunfo del golpe de estado de Francisco Franco.

Las vanguardias son vanguardias no porque alcancen antes la primera fila del Teatro Campoamor en la entrega de los Premios Princesa de Asturias, sino porque preceden con su estructura y su mensaje lo que la rutina no permite entender. La tragedia de las vanguardias en este país es que solo parecen tales, a la gente común y corriente que detiene las cosas, cuando sus autores han muerto o cuando vienen de otro país, aunque antes fueran convecinos nuestros a los que enviaron al exilio y que intentaron regresar a visitarnos, a ver si España había cambiado y por si acaso no deshicieron la mochila. La sociedad se da condicionadamente por contenta viendo que las vanguardias, políticas, artísticas, se domestican, padeciendo idénticas servidumbres a las que sufren el resto de ciudadanos, y los cambios que pretendían anticipar se hacen, mucho más tarde, invisibles de tan cotidianos, unas veces, o de tan neutralizados, otras. Pero al final tenemos el país que dibuja la relación de fuerzas entre los reaccionarios y los revolucionarios, porque si no hay nadie tirando de nuestro lado ganarán siempre ellos, los terratenientes de un tiempo que corre en su contra, la sombra en todos los lienzos

Acciones mucho más poderosas que los gestos

Vampir-Cuadecuc (1970), de nuevo un proyecto de Portabella y el poeta Joan Brossa, está concebida como un violento ejercicio de desinstitucionalización del cine, interviniendo, con su consentimiento, sobre la película El conde Drácula, de Jesús Franco, que por sus características condensaba las disfuncionalidades de esto, en tanto negocio, y podía servir de base para cuestionar los mecanismos de producción y mercantilización de todos los eslabones de la cadena de venta de las percepciones.

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Independientemente de que hoy guste a un sector del público que, de alguna manera, lo implosiona desde dentro, la versión de Franco de El conde Drácula es una obra que se elige como ejemplo de lo que el arte debe destruir, repetimos, con la complicidad del director, conscientes de que no lo haremos, más que conceptualmente, pero conscientes también de que ha de existir una tensión entre ese cine de entretenimiento y el cine de las ideas. Vampir-Cuadecuc es una obra cuyos defectos provienen de las vacantes que deja El conde Drácula en su sistema, y sus vacíos denuncian «esa palabra que como una moneda gastada pasa de mano en mano», que decía Mallarmé a propósito de los movimientos tópicos en los que se ha convertido el lenguaje, sobre todo cuando está al servicio de comerciar con una apariencia, una facha, una mentira.

La operación de Portabella se fragua simultáneamente al rodaje y toma al equipo de la película de Jesús Franco como testigo de esa desnaturalización, que no les es ajena, puesto que en ello consiste su propio trabajo. Los detalles de la industria del entretenimiento se revelan: un ventilador untado de una sustancia que produce telarañas con las que cubrir el sarcófago en el que se tumba entre risas Christopher Lee, unas lentillas que le proporcionan parte de la expresión de su personaje. Son los trucos del cine que tiene truco, la magia que no es de verdad, porque la de verdad puede suceder todos los días y en cualquier momento, excepto en el lugar en el que pretende fabricarse de la nada. Lo legítimo surge de otro modo, por ejemplo cuando a Christopher Lee, en la única escena hablada de la película, le piden que lea, y que comente, la muerte de Drácula en el libro de Stoker. Entonces sí, en ese juego de espejos están reunidos todos los verdaderos vampiros y todos se reflejan. Lee, que debe su carrera a ese personaje y que, más allá de las producciones en las que participa, lo ha interiorizado de modo parecido a aquel que tiene una creencia indudable. Portabella y su equipo, que no hacen otra cosa que vampirizar la película de Jesús Franco para matarla y resucitarla, incluido a su protagonista.

Portabella no oculta al espectador que está filmando en muchas ocasiones lo intrascendente y nos lo hace ver en muchas etapas del metraje. Hay grandes lagunas en el ritmo sucedidas por golpes de expresividad, pero es prácticamente muda la mayor parte del tiempo, como un testigo obligado que declara lo imprescindible y deja intactos ciertos puntos de la versión de la defensa. Lo auditivo presiona a la visión en algún instante, por ejemplo en el minuto ocho, donde se va a dar, en el viaje en carroza que introduce al espectador en el castillo de Drácula, una saturación máxima de la imagen y el sonido, eligiendo ese plano como clímax de la historia, casi en su comienzo, porque un trayecto es un destino que ha terminado de escribirse. Incluso hay ocasión para jugar con lo que en realidad le ocurre al público cuando va al cine a ver ese Conde Drácula de Franco. El espectador la desvía, casi en un sentido situacionista, se ríe de y con ella, con su imaginación trata de proporcionar aquello de lo que el film carece. Hablo de la escena en la que el conde sale de su castillo y mira con reprobación hacia un lado, mientras Portabella introduce como banda sonora una taladradora. El conde se convierte en uno más de la carcunda, al que le molesta el ruido precisamente si lo producen los obreros. Pero Vampir-Cuadecuc no es nada parecido a un making-of de la película de Jesús Franco, sino que es un duelo presentado desde sus antípodas, un acto hostil contra esa clase de cine que sirve como evasión de la evasión, que no triunfará entre quienes piensan que intelectualizar lo que vemos y lo que sentimos es una pose, que la dificultad es un defecto en la cultura, que la misión del «tiempo libre» es negarnos y obligarnos a sentirnos cómodos en un entretenimiento inhabitable y, lo que es peor, inhabitado.

La forma de intervenir la realidad desde el cine experimental suele ser muchas veces la del litigio con el sentido físico. Parece que si la palabra deconstrucción no forma parte del universo conceptual de una obra de vanguardia nada se está haciendo por cambiar el sentido de las cosas. El problema es que en el campo de transformarlas nos movemos en tres tiempos simultáneos. Lo que está mal, y desde mañana hay que cambiar, incluso destruirlo. Lo que antes estaba bien y ahora está mal, y no es que haya que ir para atrás, sino que hay que volver a hacer las cosas bien. Y lo que está bien tal y como está y hay que protegerlo, para que nada ni nadie nos lo cambie. Es verdad que en el futuro está casi todo y en el presente y en el pasado casi nada, pero logramos evolucionarlo por entero cuando sincronizamos esas tres maneras de mirar a nuestro alrededor. Dos cortometrajes de Pere Portabella vienen a ser pruebas de la existencia de una parte muy precisa del pasado que conviene recuperar, y de un presente que debe, en un episodio especial, permanecer inalterable.

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Play back (1970) muestra el ensayo del coro del Teatro del Liceo. Aquí, ante la música, vamos a ver modelarse desde el compost sociológico de esa formación hasta la fisicidad del sonido que organiza alrededor de sí a sus integrantes como un organismo vivo, que permuta la autoridad del director por la autonomía que le confiere al coro ser una comunidad, existir independientemente gracias a su fuerza y su conocimiento común. La música es un acto del lenguaje, más concreto e innegable que el silencio, más enérgico y potente que un pensamiento. El cine o la música pueden ser un gesto o un hecho. Pueden aletargarnos en la comodidad o poner en marcha toda nuestra capacidad crítica. Pueden proporcionarnos el poder de tener un objetivo común o pueden disolvernos aceptando lo poco que los dueños de la realidad conceden.

Porque la plenitud de una acción es ser, y en Acció Santos (1973) asistimos al esclarecimiento de un cierto paradigma en lo que se refiere a la creación artística. Durante la primera mitad exacta del metraje contemplamos la interpretación de Carles Santos, director del coro del Gran Teatro del Liceo que vimos en Play back, tocando al piano un preludio de Chopin que él mismo graba. Y a continuación observamos cómo, con una cinta y unos auriculares, lo escucha en solitario, sin dejarnos alcanzar sus ideas y emociones, más allá de hacernos conscientes de que lo que tiene lugar es un examen, profundo, inaccesible, una acción que solo será explicada por las consecuencias que desate. Y es que la finalidad de lo que hacemos es mejorarlo. Y, a diferencia de lo que concebimos, las acciones nunca son perfectas y por esa razón hay que desencadenar una tras otra eternamente.

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Frente de lucha

Dijo el preso político Ángel Abad, tras siete años en la cárcel por su pertenencia al PSUC, que mientras le torturaban se dio cuenta de que el peor policía de la Brigada Político-Social, [5] el más eficaz, era el que pretendía no solo conseguir información, sino despolitizar a los detenidos. «Lo que el sistema pretende del preso político en general —continuó— es devolverlo a la vida privada, a la familia, al trabajo, a la productividad». Esta reflexión se realizó la noche de la ejecución del anarquista Salvador Puig Antich, el 2 de marzo de 1974, cuando Pere Portabella y el también expreso Jordi Cunill (que cumplió diez años en prisión por su lucha contra la dictadura militar desde la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias)[6] reunieron a otros cuatro compañeros de distintas organizaciones —dos miembros del psuc, una compañera del PCML[7] y un sindicalista de Comisiones Obreras,[8] todos ellos tras pasar entre tres y veinticinco años en la cárcel— y entablaron una conversación modélica que quedó filmada en uno de los documentales esenciales sobre la lucha antifascista que ha dado nuestro cine, El sopar, y que viene a hablarnos acerca del significado del compromiso político, las formas de lucha de los cautivos, la solidaridad que nos contagiamos los unos a los otros.

Vivimos en un país en el que por ahora ha triunfado ese torturador de la Brigada Político-Social, reconvertida en 1986 a Unidad Central de Información Interior, y el pueblo ha sido disuadido de entrometerse en lo que le pertenece y se lo ha confinado a ocuparse de lo que no le interesa a casi nadie, sus propias vidas. «Si nada les importa —parece que hayan dicho los tiranos—, no podrán hacer nada importante». Y ajenos a ello los que lo dieron todo por las ideas entendieron que nada era más urgente que cambiar el mundo. Lo entendieron antes de que se deshelara el polo y antes de que desaparecieran decenas de miles de especies. Lo entendieron cuando los derechos laborales no estaban en caída libre, próximos a la desaparición como ahora, sino cuando, a pesar de militares, miembros del Opus Dei, falangistas y policías, se encontraban en alza, avanzando un modelo que sacaría a este país, si no de la miseria intelectual, al menos sí en cierta medida de la económica. Lo entendieron antes de que el torturador les invitara a ser indiferentes. Y antes que ellos, lo entendieron las generaciones que entregaron lo más preciado luchando en la guerra y en la posguerra. Y mucho antes, los que dieron su vida en las colectividades,[9] los que trajeron el primer brote de democracia en España, la República, los que lucharon como pudieron contra el régimen de Primo de Rivera,[10] los que pusieron en marcha los primeros sindicatos y devolvieron la dignidad al que la quiso de entre los vasallos de un país feudal.

En El sopar, este mediometraje de cuarenta y cinco minutos que circuló, mucho antes de que existiera Youtube, por una red clandestina en la que se distribuían películas con filmaciones de huelgas para que los compañeros conocieran la realidad del compromiso de muchos otros, el diálogo es entre personas de una pieza, con sus múltiples aciertos y también con sus errores, como cuando la expresa Lola Ferreira pone sobre el tapete la cuestión feminista entre las represaliadas y no encuentra la empatía de sus compañeros. Son cuestiones que nos tocan hoy, que no hablan de la lucha antifascista y de la represión policial y patriarcal en pasado, y que por eso resultan tan actuales, tan contemporáneas a los días que vivimos. Cristina Cifuentes, delegada del Gobierno en Madrid,[11] tomaría prácticamente las mismas decisiones siéndolo del Gobierno del almirante Carrero Blanco,[12] quizás demostrando todavía más entusiasmo, porque sería difícil que permitieran acceder a una mujer a ese puesto. Los «revientahuelgas» que el Ministerio del Interior introduce en determinadas manifestaciones, con el fin de producir un par de escenas de violencia indiscriminada para las televisiones del Régimen, siguen ahí, pendientes de las encuestas que señalan el descrédito de los políticos que los dirigen y la monarquía ante la que juran. Los chivatos instruidos en su labor por esos mentores que durante el franquismo indicaban a la ultraderecha a quién disparar y cuándo, o incluso por los mismos que apretaban el gatillo, como es el caso de Emilio Hellín, asesino de Yolanda González,[13] también siguen infiltrándose en las asambleas y continuando incesantemente su tarea de intoxicación hasta disolver los grupos y despolitizar a sus miembros. La cloaca del Estado sigue intacta protegiendo su red de asesinos, envenenadores, cleptómanos y pedófilos.

Y hay quienes fueron a la cárcel por pretender acabar con toda esa inmundicia y hablaron, en El sopar, con tanta entereza que se hace imposible constatar esa mentira que propaga el miedo avisando que el radicalismo de izquierdas es irracional. La palabra dogmatismo es ante la que los tibios se eximen de mirar profundamente el mundo que los rodea, y en películas como esta tendrían una oportunidad de enterarse de en qué consiste eso que los asusta, qué es una escala de valores, tan excesiva y coherente en su interior como no tenerla o tenerla a medias. Porque lo que hay en realidad es una «cota de esclarecimiento» que lleva a la gente a militar por un mundo justo y a lograr que se convierta en posible lo que deseamos que sea inevitable. El fin del franquismo quizás impidió al aparato político-represivo prohibir todo lo que les gustaría prohibir, pero ahí sigue lo peor de España, entregados a la disuasión de los que se forman, desanimando a los que apenas han recorrido un trecho del camino, persuadiendo a los esclarecidos, y a los que están en vías de esclarecerse, de que este mundo al revés procede de un orden natural irreversible.

La mayoría silenciosa

En Umbracle (1972), una palabra cuyo significado en catalán designa un lugar de plantación protegido del sol, la lluvia y el viento, de lo que se trata es de seducir con el cine a los un tanto autistas, a los apenas alarmados, a los que han conseguido rodearse de lo que los hace sentirse a gusto y ese precario bienestar actúa como un muro que convierte la realidad común en opaca y distante. Christopher Lee, con quien Portabella entabló relación durante el rodaje de Vampir-Cuadecuc, es ahora un habitante del yo solo interesado en su vida privada. La atención se centra en un encuentro sexual que haga prevalecer su condición de caballero y, fuera de esa burbuja, la sociedad es algo que no molesta, pero en cuyo futuro no conviene implicarse. Tenemos a Lee paseando por una Barcelona tranquila y despejada mientras a su lado la policía secreta secuestra a un ciudadano. O intentando cautivarnos, desprendiéndose de su personaje, recitando el poema «El cuervo» de Edgar Allan Poe. O buscando la soledad para releer Drácula. El mundo de las apariencias y sus tribunos, y en pocos personajes por fuera de la política se confunde tanto como en este, es recursivo, autorreferencial, incapaz de responder las preguntas que se hace la colectividad. Y en Umbracle, que para eso es un film experimental y no necesita justificar su argumento de modo clásico, ese mundo exterior aparece. Los intelectuales que denuncian la censura en el cine. La granja de gallinas en la que la «producción en cadena» se ha instaurado y donde, metódicamente, son asesinadas, hervidas y desplumadas hasta estar listas para su comercialización

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Un estado de cosas

Cuando en 1976 Pere Portabella monta el Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública da comienzo al film con tres enunciaciones que se han demostrado esenciales en la vida política y social de España en los últimos cuarenta años. Primera, los planos de la tumba del general Franco bajo el gigantesco mausoleo de El Escorial presidido por una gran cruz de granito de ciento cincuenta metros de altura que construyó como nicho mortuorio y que ningún Gobierno se ha atrevido a cerrar al público definitivamente y menos aún a demoler. Segunda, las imágenes de las manifestaciones y reivindicaciones populares, que para decepción de los que, quizás como Portabella, pensaron que habría un cambio esencial tras el fin de la tiranía militar, han sido idénticamente reprimidas por la democracia que por la dictadura, trasladando el mensaje al tejido social de que el ejercicio de los derechos y libertades estaba circunscrito a la expresión del voto y que nadie podía salirse de ese guion sin ser condenado al ostracismo. Y tercera enunciación, la que vista hoy resume muchas de las ironías y los condicionantes del proceso, cuando se pone sobre la mesa el formato de encuentro y diálogo entre las fuerzas democráticas y se le da inicio con un intercambio de posiciones entre Felipe González (PSOE), Ramón Tamames (pce) y Raúl Morodo (PSP). Irónico por cuanto Felipe González alcanzaría la presidencia del Gobierno, y la mantendría a costa de la renuncia a las señas de identidad del socialismo, y Tamames y Morodo se reunirían al cabo de unos años en un pequeño partido bisagra de centro-derecha alcanzando diversos cargos y logrando una hoja de servicios en la que su paso por la izquierda quedaría como una simple anécdota. La oposición a la dictadura resultó ser comandada por quienes más pronto que tarde volvieron al redil de los intereses que defendía la dictadura.

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Sin embargo, tres líneas fundamentales igualmente son las que dan valor al Informe general como documento histórico y como proyecto cinematográfico democrático. La primera, el nivel de análisis de los ponentes. Hoy, que la Transición española está puesta en entredicho por los sectores más dinámicos de nuestra sociedad, podemos sin embargo envidiar el alto nivel de discurso de los actores políticos de izquierda que participaron en ella. La democracia llegó, o al menos esto que tenemos, gracias a un proceso de deseducación popular en el que los libros y el diálogo clandestino invirtieron el condicionamiento al que centros educativos y medios de comunicación de masas habían abocado al pueblo. Y el Informe general es muy sensible a ese dispositivo cruzado, que no es el de las falsas reivindicaciones en que las ideas pertenecen solo a los líderes, sino que muestra, y esta es la segunda línea fundamental, a los militantes de base, a los que están «batiéndose el cobre» en las calles y en los barrios, como productores de los alegatos que efectivamente socavan los cimientos del Régimen. Y, pese a que estos reclaman parcialmente un enfoque unitario, que luego sería utilizado como excusa de tantos silencios y renuncias, Informe general está muy lejos estructuralmente de pretender imponer un discurso totalizador, puesto que, y esa es su tercera línea fundamental, de lo que trata es de dar la palabra a una muy amplia muestra de opositores, eso sí, con la reprochable omisión del anarcosindicalismo, en un formato del que luego participaría, y engrandecería dando paso a un arco aún más amplio, la obra fundamental del cine político español del siglo xx, La vieja memoria, de Jaime Camino (1977).[14]

Si en La vieja memoria la pluralidad de puntos de vista servía para descubrir el secreto mejor guardado de una guerra, quiénes eran, qué hicieron realmente los que participaron en ella, en Informe general esa disparidad viene a reflejar lo que unos consideran la mayor debilidad y otros, la mayor fortaleza de la izquierda, la multiplicidad de ideas, de reflexiones, de sensibilidades, que juntas son por sí mismas universales sin que tengamos necesidad de incluir entre ellas los intereses de dominación de la derecha. Y es que, contrarios al relato oficial, la llegada de la democracia no fue la explosión en libertad de todas esas interacciones entre sociedad y política que anticipaba la película, sino su casi definitivo enfriamiento por más de tres décadas hasta la llegada del 15 de mayo de 2011. La historia de la democracia española es la historia de un intento de apropiación, por parte de las instituciones y del mercado, de todas las expresiones de creatividad popular desde 1977 a nuestros días, un elemento fundamental que ha pagado muy caro el ciudadano.

Anticipándose a ese movimiento del 15 de mayo, se ha comenzado desde hace años a pensar la Transición española, y con esta película es posible hacerlo gracias a toda la información que hemos tenido a posteriori, como un fracaso colectivo de la justicia en vez de como un triunfo común del diálogo. El diálogo se bastaba a sí mismo con los que en su mayoría, como en Informe general, hablaban desde la legitimidad intelectual, no desde la fuerza económica o militar. La palabra clave de aquel tiempo, ante la que se organizaban espontáneamente todas las opciones políticas, es la de la terrible sombra del realismo. El realismo no como un examen objetivo de las potencias y capacidades de la humanidad, sino como la obligación de convivir con un estado de cosas impuesto, que responde a los intereses de muy pocos, pero que sin embargo es percibido por todos como el gran argumento que se interpone entre los deseos y los hechos. La realidad es enemiga en política de la libertad, parecen decirnos a veces los relatores del Informe general. Y muy posiblemente ello es a causa de lo que señalan esas dos enunciaciones físicas que abren la película. El estado de cosas, representado por el sepulcro de piedra del dictador y la represión policial, que en el film de Portabella se refleja montando, con música de Carles Santos, unos planos con actores que simulan una violenta detención con las escenas documentales de una manifestación anarquista en Barcelona. ¿Cómo podemos hablar de una transición, de una democracia nacida del diálogo, cuando la mayoría era intimidada, amenazada físicamente, asesinada por la minoría en el poder? ¿Qué consenso podía nacer de los verdugos con las víctimas?

En el arte, en la política, en el cine, el presente a veces es un enemigo del futuro y el pasado un viejo compañero. El momento preciso de la historia reciente de España que tasa el Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública es el de aquel instante en el que todo estaba por hacerse pero casi nada pudo lograrse. La mayoría de las fuerzas de izquierda aceptaron las trampas en las reglas del juego que les pusieron las fuerzas reaccionarias, conscientes de que ello significaría su propia derrota a cambio de obtener un triunfo superficial. Quizás eso mismo lo tuvieron en cuenta quienes titularon la película, porque al fin y al cabo, a pesar de todos los deseos y esperanzas, si jugamos con su polisemia, lo que viene a afirmar en parte su significado es cuáles son las condiciones en las que un film así, resueltas las cuestiones preliminares, podría proyectarse públicamente. Y naturalmente ese podía ser un objetivo central en 1976, pero hoy —cuando sabemos que películas como esta, de un nivel esencial de democracia, a pesar de que pueden ser exhibidas libremente, son invisibilizadas por la tiranía del mercado y confinadas a un público minoritario— dicho objetivo se nos revela neutralizado. Los políticos profesionales siempre pueden, y suelen, escoger la reforma, a menudo en contra de los intereses de quienes eligieron, pero los artistas no tienen otro remedio, otro futuro, que acoger la ruptura. Y esta es la quizás involuntaria conclusión final del Informe general, o al menos en la manera en que queremos entenderla, cuando nos muestra que el desenlace de todos esos discursos demasiado realistas es terminar sumándose al aplauso general en el Gran Teatro del Liceo, símbolo de una alta burguesía y de un orden social que todavía permanece inalterable.


[1] El psuc (Partido Socialista Unificado de Cataluña), de ideología marxista-leninista, gozaba de un amplio apoyo y fue muy combativo contra la dictadura militar.

[2] cie (Centro de Internamiento de Extranjeros): colonias penitenciarias para inmigrantes ilegales en España.

[3] En la época ocupó y preocupó mucho a la opinión pública española la «fuga de capitales» a Suiza. La derecha lo justificaba ante el temor de que llegaran los comunistas al poder.

[4] Y hacían detener, y quizás asesinar, a Walter Benjamin en los Pirineos. Hay un interesante acercamiento a ese episodio en el documental Quién mató a Walter Benjamin (David Mauas, 2005).

[5] Policía política franquista.

[6] Organización anarquista española que junto a la Confederación Nacional del Trabajo (cnt), la federación de Mujeres Libres (ml) y la Federación Anarquista Ibérica (fai) formó el Movimiento Libertario español, de amplia influencia política y sindical durante gran parte del siglo xx.

[7] Partido Comunista Marxista-Leninista (clandestino).

[8] Sindicato comunista.

[9] Comunas anarquistas que pusieron bajo control de las asambleas obreras y campesinas la mayoría de las tierras, fábricas y servicios públicos durante la guerra civil española. Contaron con un fuerte compromiso popular y fueron salvajemente reprimidas por el Gobierno republicano provocando la división de las fuerzas democráticas.

[10] Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, muerto en París en marzo de 1930, fue un militar y dictador español que gobernó el país entre 1923 y 1930 y padre de José Antonio Primo de Rivera, quien inventó el falangismo, una versión española de los fascismos alemán e italiano. Fue glorificado como mártir de la «cruzada» por el general Franco, junto al que está enterrado en la abadía del Valle de los Caídos, de El Escorial, Madrid.

[11] Los delegados del Gobierno son los mandos políticos de orden público en los departamentos regionales (comunidades autónomas). Responsables de la actuación de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado en las protestas ciudadanas.

[12] El almirante Carrero Blanco, sucesor de Franco, fue muerto por eta en un atentado en 1973.

[13] Yolanda González, militante del Partido Socialista de los Trabajadores, fue asesinada por el ultraderechista Emilio Hellín en 1980. Se da la circunstancia de que este individuo se escapó de la cárcel en la que cumplía condena y huyó a Paraguay, donde recibió protección del dictador Alfredo Stroessner. A su regreso a España, y tras una breve estancia en la cárcel, fue contratado con otro nombre por la policía como perito, asesor y maestro de su academia de formación.

[14] «Vieja memoria» que, sin embargo, no estaba dispuesta a reabrir heridas. Los exiliados que regresaron lo hicieron con miedo. Y hasta hace pocos años la opinión pública desconocía que España es el segundo país del mundo con más fosas comunes, tras Camboya.


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