La pasada edición de los Premios Goya ha tratado a Isabel Coixet con los mismos argumentos que se desprenden de su película La librería: selecta y minoritaria. Sin hacer ruido en toda la gala, al final se hizo con los premios más importantes: Goya a la Mejor Película y a la Mejor Dirección, además de al Mejor Guión Adaptado.

Los libros siempre han tenido un papel destacado en las películas de Isabel Coixet. La realizadora de Cosas que nunca te dije (1996), A los que aman (1998), Mi vida sin mí (2003), La vida secreta de las palabras (2005) o Elegy (2008) ha favorecido, de manera más o menos explícita, la presencia física de los libros en el devenir de sus personajes. Gente más o menos normal, lejos de la atmósfera intelectual que empapa las películas de Woody Allen, por ejemplo, gente a la que simplemente le gusta leer, sin que ello marque sus vidas de forma permanente. Era de esperar, por tanto, que una película como La librería no tardara en formar parte de su filmografía. Ya se había asomado al mundo de los libros en su adaptación teatral de 84, Charing Cross Road, una novela de la escritora estadounidense Helene Hanff que narra su propia relación epistolar con el librero Frank Doel, cuyo librería ocupa la dirección postal que da título al libro.
Por su parte, La librería es también una adaptación literaria, en este caso de la novela homónima de Penelope Fitzgerald, ambientada en el norte de Inglaterra a finales de los años cincuenta. Lo cuenta la propia Coixet: “Leí la novela de Penelope Fitzgerald hace diez años, y vi en ella varios elementos que me llamaron la atención. En primer lugar, era un texto sobre el mundo de los libros, y esa temática tiene para mí siempre un gran interés. Luego, planteaba problemas de adaptación, porque era muy sutil en la narración de los estados de ánimo de los personajes. Y, finalmente, porque de lo que iba en realidad el argumento era de la maldad por la maldad, de la vanidad como motor de la actuación de la antagonista, y, por añadidura, del carácter insano de una comunidad que no permite que uno de los suyos realice un sueño. Un sueño pequeñito, sin alardes. Pero ni eso. Y aunque haya actitudes que se entienden en los miembros de las clases subalternas, hay otros (la modista, el abogado, el banquero… los miembros de la clase media) que lo hacen para seguir los caprichos de la poderosa local.”
Una película, por otro lado, salpicada de solidaridad entre mujeres, pero también de rencillas absurdas y egos poderosos. Un mundo mínimo donde todo se mira de forma oblicua, en un bucle dañino y obsesivo contra los deseos ajenos. Envidias soterradas y recelos de quien se ha paralizado hasta la ruindad en los encorsetados moldes de una sociedad de clases profundamente marcada.
Isabel Coixet trabaja de manera minuciosa sus películas, ella misma suele ser la autora del guión y, en casos como este, de la adaptación. Algo se intuye en ello de su gusto por la literatura, por la palabra escrita. También, por supuesto, de su vocación lectora. Puede que Isabel Coixet sea de esas personas que señalan con pósit numerosas páginas de los libros y hace anotaciones minúsculas en los márgenes: “La novela es mucho más radical, más desencantada y cruel aún que la película. Yo necesitaba mantener un hálito de esperanza, algo de lo que agarrar a unos personajes que Fitzgerald, una escritora tan poco conocida aquí como pequeño best seller para muchos lectores anglosajones, trata muy duramente”. La película está dedicada a un gran amigo de la realizadora catalana fallecido hace un par de años, el escritor británico John Berger. El motivo de la dedicatoria, además de la amistad entre ambos, reside en que fue precisamente Berger quien le sugirió la idea de hacer una película basada en la novela: “John Berger admiraba a Fitzgerald, a quien conoció superficialmente, y se empeñó en decirme que había en el texto algo que conectaba su mundo con el mío. Creo que hay en él una melancolía y una ternura que me son muy cercanas”.
La librera de Isabel Coixet no atesora ningún atribuito heróico, al menos en su pose y forma de estar en el mundo. Diríamos, más bien, que es un persona con cierta tendencia a la ingenuidad, con la actitud inocente de quien siempre ha estado protegida del entorno, incapaz de concebir la maldad ajena. Como gran lectora que es, tiene también capacidad para actuar de manera individual, poco pragmática si se trata de llevar a cabo un sueño que le parece, además, beneficioso para su comunidad. Por lo que hemos podido ver en la gala de los premios Goya, aunque haya sido de refilón, ese papel le viene como anillo al dedo a una actriz como Emily Mortimer, una mujer que con su aire sutil de desconcierto en una situación de ese tipo responde muy bien a ese perfil. Por ascendencia familiar, Emily Mortimer está muy familiarizada con el mundo de los libros, ya que su padre, John Mortimer, es autor de los guiones de series de televisión como la mítica Retorno a Brideshead (1981). Añade Coixet: “En su casa son habituales escritores como Martin Amis o Ian McEwan. He visto muchas actuaciones suyas y, aunque trabajara en películas mediocres, que también las ha hecho, termina por hacerse simpática , por su voz, por su mirada… siempre la salva algo. Pensé que me gustaría ser su amiga. Por eso la elegí”. Este criterio, originado en un impulso de empatía, de afinidad íntima, algo dice también de lo que es verdaderamente importante para Isabel Coixet a la hora de iniciar el ensamblaje de un nuevo proyecto. Hablamos de algo más que industria, el cine lo es y Coixet sabe bien dónde se mueve, pero previo a todo el proceso industrial, hay un aire de despreocupación por lo que no se puede controlar y de atención a los dictados del corazón. A nadie se le escapa que Isabel Coixet está cada día más convencida de que merece la pena trabajar con amigos muy cercanos y no simplemente con colaboradores. Por ejemplo, el fotógrafo Jean-Claude Larrieu, con quien empezó a trabajar en Mi vida sin mí (2003) y se embarcó en este proyecto realizando un magnífico trabajo con la luz de un paisaje costero del norte de Inglaterra que transmite tanta paz como amenaza. También la colaboración con el músico Alfonso de Vilallonga viene de largo o la participación, esta vez en un papel secundario pero de relevancia fundamental en la trama, de la actriz Patricia Clarkson, que encarnó a la protagonista de Elegy y de Aprendiendo a conducir (2015). Un equipo eficaz y compacto, al que se suma Bill Nighy, otro gran actor británico, “alguien que muestra una economía gestual entre Buster Keaton y Richard Burton“, comenta Coixet a “Fotogramas”. Posiblemente volverá a ser de la partida en futuros proyectos.
El argumento de La librería no busca precisamente efectismo: el empeño de una viuda por abrir una librería a finales de los años cincuenta en un pequeño pueblo al norte de Inglaterra con nula empatía hacia la necesidad o la pasión de leer. En esa espera ante sus libros expuesos en los estantes, vive otras vidas, sueña junto al mar con los personajes y los sentimientos que habitan los libros. Es decir, suple una carencia de afectos. La gente con poder en ese microcosmos le declara una guerra soterrada, pero ella está convencida de que lo que pretende vender supone un ensanche del mundo para sus vecinos. Ese “hilo de esperanza” al que se refería Coixet más arriba se plasma en la relación tan especial que establece la librera con un anciano, interpretado por el citado Bill Nighy, que lleva cuarenta y cinco años encerrado en su mansión porque detesta a la gente.
Un trabajo artesanal de Isabel Coixet esta película de atmósfera intimista impregnada de esos matices gestuales tan propios de su mirada . Una película que se atreve con el silencio, con las minucias que nos revelan ante los demás, todo ello en una atmósfera magnética y veraz que también es marca de la casa. Lo decía Carlos Boyero en su crítica en El País: “Su intimismo es contagioso”.
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