Poéticas

José Luis González Vera: ‘Los naipes sobre el agua’

«Obtengo la paz simple de las cosas sencillas/ y rompo la sentencia que me conduce a ver mi casa oscura,/ su alrededor vacío/ y la memoria, albergue del desánimo».

José Luis González Vera: Los naipes sobre el agua

/una reseña de Carlos Alcorta/

José Luis González Vera

José Luis González Vera (Antequera, 1964) ha reunido en Los naipes sobre el agua su obra poética desde 2001 hasta 2017, lo que significa en la práctica que estamos ante su obra poética completa (González Vera es además novelista y autor de relatos). El título que recoge los tres libros publicados más algún poema inédito remite al conocido epitafio escrito en la tumba de Keats: «Aquí yace uno cuyo nombre fue escrito en el agua», y el agua, como se sabe, carece entre otras cosas de forma, pero es capaz de disolver la tinta con la que están escritas las palabras. González Vega parece sugerirnos con este título que es plenamente consciente de la temporalidad de todo ímpetu humano, más aún de la escritura, pero esto nos puede llevar a equívoco: no por eso debemos pensar que la considera una actividad menor o circunstancial; muy al contrario. Solo quien siente un especie de un apego reverencial por la escritura, quien respeta sus reglas rigurosamente, puede soportar ese estado de espera —sin forzar con artimañas su aparición— el tiempo que haga falta. De ahí que el fruto sea —en cantidad, no en calidad— tan magro: tres libros de poesía (no hacemos acopio de las entregas narrativas) en más de quince años. Se trata de Los barrios lentos, Montaje de autor y A oscuras, tres libros en los que el modus operandi apenas ha sufrido variaciones.

La poesía de González Vera es eminentemente narrativa, pero la narración no es del todo lineal, porque abundan las elipsis y los saltos narrativos que obedecen, con toda probabilidad, a un deseo de abrir la experiencia escrita a variables periodos temporales, sucesos quizá de índole similar, perfectamente conjugables pero acontecidos en lugares distantes. Es cierto que tanto el barrio, lugar mitificado y eje vertebrador de su primer libro, como la infancia y la adolescencia, periodos referenciales que transitan por todos sus poemas, adquieren categorías simbólicas, pero si consiguen este propósito es precisamente porque el poeta ha conseguido enriquecer con su propia manera de revivirlas una experiencia, por lo demás, común: «Mi memoria —escribe González Vera en el poema titulado “Resaca”— es un mapa preso/ del capricho burlón de un contramaestre/ que dictó en el cuaderno un falso rumbo;/ no coindicen las fotos con los diarios,/ y los lugares tiene otros nombres.// Se enredan los recuerdos/ entre un viento confuso de preguntas». Como podemos comprobar por estos versos, aunque sobren ejemplos a lo largo de su producción poética, el poeta se mira a sí mismo con desenfado; con una ironía sutil que trata de desacralizar la presunta trascendencia de la existencia: «Es el pasado musgo sobre roca/ que el estío diluye,/ pero tras la tormenta, exige el agua/ su verde primigenio,/ reclama su color el sol entre nubes/ y la vida, aquel eco abstracto/ invoca su artificio de farándula/ para que se desplieguen traducidas/ por el tiempo, escenas/ que alzaron un paraguas de lluvia ante el olvido». Es del todo probable que González Vera vaya superponiendo en sus versos fragmentos de vida colindantes para proteger determinado recuerdo de los perros del olvido, para no dejarlo a la intemperie, para impedir que la lluvia de los acontecimientos, de los fracasos posteriores, de las renuncias cotidianas lo embarre todo, porque el paso de los años ha modulado la forma de mirar el mundo y lo que antes era frenesí existencial se ha convertido ahora en una existencia pausada que lleva implícito el deseo de concordancia entre carácter y destino: «Obtengo la paz simple de las cosas sencillas/ y rompo la sentencia que me conduce a ver mi casa oscura,/ su alrededor vacío/ y la memoria, albergue del desánimo».

Felipe Benítez Reyes, autor del prólogo, establece con precisión las características de los respectivos títulos. Así, de Los barrios altos escribe que González Vera «recrea escenarios suburbiales, la infancia dura de quienes van descubriendo la realidad […] Es la mirada del que ingresa en la vida sabiendo que la vida consiste en marcar un territorio, en defenderlo una vez conquistado, porque la cosa va de la ley de la selva». A esa ley de la selva nos referíamos cunado hablábamos de frenesí existencial, que tal vez esta estrofa ejemplifique mejor que ninguna otra: «…heridos/ por los trazos seguros de tu lengua,/ volvíamos con ron y Coca-Cola,/ con frecuencia, con prosa y, claro está,/ con dinero,/ que cortabas tú a hostias/ el mal rollo del chulo que quisiera/ follar de balde». Sobre Montaje de autor, Felipe Benítez escribe: «Se produce un viraje al hermetismo referencial, a la exposición de claves privadas, a la formulación, en fin, de la extrañeza». Extrañeza que se acentúa en el último libro, A oscuras, que, como el precedente, no oculta la influencia cinematográfica. Pero la vida no es una película, aunque algunas secuencias estén basadas en hechos reales. La poesía de González Vera está anclada a la realidad, sí, y como tal, no puede cerrar los ojos ante sus aspectos más dolorosos y prosaicos, pero gracias a una fecunda complicidad con un lenguaje que se erige sobre su propia superficialidad, convierte en simbólico lo que antes de poetizarlo no pasaba de ser anecdótico. De ahí que el dolor devenga en ternura y en gozo. Esa es la magia que encierra la buena poesía.


Selección de poemas

Paisaje vespertino

Sonó tarde.
El reloj vuelve estorbo la mañana.
Sin afeitar, la misma ropa
y el llanto
de mi hija que despierta
con una historia absurda sobre el monstruo
que papá llama tiempo, y nunca tiene,
y va tarde.

Luego ayuda el atasco;
y el tiempo, que es un monstruo
japonés, ahora vuela.

De pronto, los almendros
—tranquilidad desnuda al paso de tu coche—
te reprochan los límites del día.
Tras la curva atestiguan
el tributo al divorcio
entre alguien que despierta
y un mundo que despierta
con leyes más piadosas,
más exactas.

El surfista

Alumbra igual origen antídoto y veneno.
Son muerte y vida diálogo
en boca de un actor enfebrecido.
Exhibe el saltimbanqui ante los focos
valentías y errores.

Resurrección oculta.

La adversidad abate los dinteles,
pero redime el fruto la hojarasca
para que el árbol dócil se desbroce
en la nivelación de los cepillos,
el lamer barnices;
así como la lluvia ahoga y vivifica,
juzgaré cada instante
exclusivo portal hacia la incertidumbre,
refugio del horror y la belleza
indiferentes ante mi delirio.

Sobre el mar, el surfista asume el cosmos
su condición de calma, de luz débil,
victoria frente al viento que me turba
como los paraísos y neurosis,
o el impulso de aquel constante náufrago,
neopreno y algas contra la aspereza.

La piedad del círculo

Esta pobre llovizna y el semáforo roto
atascan mis defensas, me devuelven
a tu ciudad de lluvias invisibles
por continuas, de garfios que acarician los vientos
y olas que insisten como paciencia
contra la lejanía.

Nos adueñamos bajo el txirimiri
del Igueldo sin niños, de las calles que húmedas
retrasaban sus días para que se exhibiera
tu biográfica ruta de los sueños
camino del presente.

Nos dio su paz la lluvia,
su plenitud de origen,
la eternidad certera de los besos
que evanece en su círculo inmutable.
Igual que una campana repica la memoria,
el invierno de lluvia, para mí tan ficticio,
me inquieta como pasos en la noche
frente al febril insomnio.

Es el pasado musgo sobre roca
que el estío diluye,
pero tras la tormenta, exige el agua
su verde primigenio,
reclama su color el sol entre las nubes
y la vida, aquel eco abstracto
invoca su artificio de farándula
para que desplieguen traducidas
por el tiempo, escenas
que alzaron un paraguas de lluvia ante el olvido.

Bajo el foco

Cálmate de una vez y cierra el álbum,
arroja a la basura ya esas películas
familiares y falsas.

Ni tú eres quien mira al fondo del espejo
ni la benevolencia del destino
se invoca en el pasado.

La ciudad se resume en rumor de campanas
y las calles descifran ingenuas su alborozo,
las jóvenes capturan el Terral
entre los contoneos de sus chanclas
y volcará la tarde esta luz rosa
sobre el veneno blanco del biquini.

Su código de risas
no exige como tú
contigo tantas traducciones.


Los naipes sobre el agua

José Luis González Vera
Prólogo de Felipe Benítez Reyes
Centro Cultural Generación 27/ Diputación de Málaga, 2017
94 páginas
Distribución gratuita bajo demanda


Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.

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