Crónica

El Indiecito de Punta Arenas

Historia del Indiecito de Punta Arenas (Chile), uno de los monumentos funerarios más singulares del mundo.

El Indiecito de Punta Arenas

/por Pablo Batalla Cueto/

Las guías turísticas dicen del cementerio de Punta Arenas, la gris y soñolienta capital de la Patagonia chilena, que es uno de los más fascinantes de Sudamérica. No lo es. Es, de hecho, un cementerio extraordinariamente normal, que carece de un encanto que sólo existe en esas manidas hipérboles del marketing turístico. Apenas dos o tres mausoleos de estilo barroquizante y regusto hortera, últimas moradas de prohombres decimonónicos, rodeados de cipreses achaparrados, revisten algún interés, muy modesto en todo caso. El melancólico azul polar del estrecho de Magallanes, que podría, si el cementerio estuviese encaramado de algún promontorio a sus orillas, dotar a aquél de una cierta solemnidad desgarrada, queda lejos: apenas un trazo en el horizonte detrás de un ancho piélago de casas insulsas. El camposanto está en medio de la ciudad, circundado por un basto muro cuyo exterior decoran creativos improperios grafiteados contra el empresario José Menéndez, el rey de la Patagonia que a finales del siglo XIX pasase a la historia de la ignominia humana como exterminador de los indios sélknam y está enterrado allí, en un aparatoso panteón del que las guías turísticas dicen que está inspirado en el Vittoriano de Roma, pero también es mentira.

Pero todo desierto, decía Antoine de Saint-Exupéry, esconde en alguna parte un pozo de agua. El Cementerio Municipal Sara Braun de Punta Arenas (tal es su nombre oficial) sí que contiene un extraño rincón que, por alguna razón, no es mencionado en las consabidas guías y sin embargo podría, con toda justicia, ser calificado de «fascinante». Se trata de una estatua de bronce conocida como Indio o Indiecito Desconocido: un indio de talla menuda, raza indeterminada y gesto de vaga tristeza ataviado con nada más que un exiguo taparrabos. Inundado de ofrendas populares (collares, rosarios, flores) y rodeado de centenares de placas de piedra encastradas en tres muretes que lo flanquean, que dicen «Gracias Indiecito por favor concedido», el Indiecito se yergue detrás de una placa, ésta de metal, que, fijada al suelo, dice: «El Indio Desconocido llegó desde las brumas de la duda histórica y geográfica y yace aquí cobijado en el patrio amor de la chilenidad».

La historia del Indiecito se remonta a los albores del siglo XX. Punta Arenas ya no era en aquel entonces el rudo poblado de pioneros que sólo un par de décadas atrás todavía era: aquellos buscavidas asturianos, calabreses, dálmatas, silesianos, bávaros o galeses que habían llegado al lugar en 1860, 70, 80 con maletas de cartón cargadas de ambición y descargadas de escrúpulos, atraídos por promesas de condiciones ventajosas de establecimiento, a domeñar una de las últimas terrae incognitae del globo, habían logrado acumular, merced a exitosos negocios como la cría de ovejas, la caza de ballenas o la extracción minera, fortunas fastuosas con las cuales habían levantado grandes palacios decorados en los estilos en boga en el Viejo Mundo. Punta Arenas florecía al calor de mecenazgos de aquellos nuevos ricos ansiosos por demostrar a sus convecinos la magnitud de su éxito. El recién construido Teatro Colón acogía las obras y los actores más famosos en Europa.

De aquella boyante Punta Arenas partió en 1929 una goleta de nombre Manolo con rumbo a la isla Cambridge, una de las muchas que sazonan, entre fiordos y glaciares, la anfractuosa costa patagónica. Lo hizoatraída por un descubrimiento singular, que los puntarenenses habían tenido ocasión de conocer el año anterior: un enorme bloque de mármol blanquísimo, extraído en aquella isla que poblaban todavía dispersas comunidades de indios alacalufes. Viajaban en ella dos empleados de la recién creada Compañía de Mármoles Cambridge, comisionados de afincarse en la isla a fin de vigilar los yacimientos de mármol mientras la empresa diseñaba y organizaba la infraestructura adecuada para iniciar la extracción de la preciada roca. Uno, M. Kravient, era ruso; el otro, David Leal, era chileno. Cuando llegaron a la isla Cambridge, montaron un modesto embarcadero y un campamento.

Los primeros días transcurrieron sin novedad, pero el 6 de mayo, mientras dormían, Kravient y Leal fueronatacados por una pequeña banda de alacalufes, que mataron a Leal de un tiro con un arma de fuego con que habían conseguido hacerse. Kravient, en cambio, logró herir a varios atacantes antes de escapar al interior de la isla, donde malvivió escondido hasta que, un mes después, la goleta Manolo regresó al lugar. Entonces, guio a sus compañeros recién llegados al campamento. Lo que encontraron allí les sorprendió: no, como esperaban, el cadáver descompuesto de Leal, sino el de un indio perfectamente sentado, vestido con ropas y un gorro que el ruso había dejado allí cuando huyó, y bien conservado aunque ya mordisqueado por las aves carroñeras que habitaban el lugar.

El cadáver del indio fue cargado en la goleta y llevado a Punta Arenas, donde un facultativo efectuó una autopsia que reveló que no presentaba herida alguna de bala o arma blanca, y que el deceso debió de producirse por inmersión en agua. Acto seguido, el cadáver fue llevado al cementerio y enterrado sin lápida. Así permaneció unos diez años hasta que alguien cuya identidad también se desconoce aprestó sobre la tumba una modesta placa de piedra que lleva grabada la leyenda «Indio Desconocido».

El lugar no tardó en atraer un incipiente y espontáneo culto popular en forma de velitas, monedas y flores ofrendadas por mujeres de la ciudad. A la altura de los sesenta, tal culto era ya un fenómeno de cierta entidad, y una de aquellas mujeres, Margarita Vrsalovic, preocupada por los robos de monedas que pilluelos del pueblo acostumbraban a cometer, decidió arreglar la tumba y colocar sobre ella una estatua y una hucha con llave que quedó a cargo de la Cruz Roja. La estatua se la encargó al escultor local Edmundo Casanova. El poeta José Grimaldi aportó a su vez el ya mentado epitafio, y a partir de aquel momento, el culto al Indiecito creció exponencialmente. Los lugareños se acercan a él para besarle el desgastado y brillante pie y pedir deseos que, cuando ven cumplidos, agradecen colocando placas que, en general, dicen variaciones de «Gracias Indiecito» sin más, pero que en ocasiones son más originales. Una de ellas —colocada en 1996, quizás, por algún místico partidario de Augusto Pinochet— dice: «Indiecito: cuando el hombre está en peligro, ama a Dios y ama al soldado. Cuando el peligro ha pasado, Dios es olvidado y el soldado odiado».

El culto al Indiecito carece por supuesto de aprobación expresa de la Iglesia católica, pero carece también de condena, en una ambigüedad consciente y calculada hacia los cultos paganos que la Iglesia lleva observando, en América Latina, desde la misma Conquista, consciente de que hay más que ganar disfrazando Pachamamas de Vírgenes Marías que destruyéndolas. Nihil novum sub Sole: al fin y al cabo, el propio cristianismo no es más que la antigua religión romana disfrazada con caretas judías, y aun la religión romana no era más que la antigua religión griega barnizada con resinas itálicas y etruscas, y aun aquella religión griega no era más que la antigua religión indoeuropea maquillada con afeites minoicos, y si uno rascase así, sucesivamente, capas y capas de pintura, tal vez pudiera encontrarse, en el fondo de todo, un alma de madera o de piedra, un tronco con ojos o una piedra con ojos o un fémur de dinosaurio con ojos arrancado de la tierra y pintado por un hombre de Atapuerca o de Olduvai súbitamente estremecido de pánico a la muerte.

Historiador de formación y periodista de profesión. Colabora con 'La Voz de Asturias', 'Atlántica XXII' y 'La Soga' y acaba de publicar su primer libro, 'Si cantara el gallo rojo', una biografía social del dirigente comunista Jesús Montes Estrada, 'Churruca'.

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