Giulino di Mezzegra

América y la utopía

Pablo Batalla Cueto escribe brevemente sobre una antiquísima y nunca abandonada manera de mirar el Nuevo Mundo desde el Viejo, que en la edad contemporánea ha seguido manifestándose en la forma como sus simpatizantes cantan las alabanzas de algunos regímenes políticos de allá.

/ Giulino di Mezzegra / Pablo Batalla Cueto /

En portada: La fuente de eterna juventud, de Lucas Cranach el Viejo (1546)

En Cíbola y Quivira —llegó contando Marcos de Niza—, las calles estaban empedradas de oro; de oro eran las paredes de las mismas casas, con turquesas engastadas; de plata y de oro las vajillas en que comían los lugareños; por doquier se veían perlas enormes y enormes esmeraldas. Sin embargo, cuando la expedición liderada por Vázquez de Coronado llegó a aquellas ciudades, que se creían las Siete de una antigua leyenda ibérica, comprobó que todo había sido un espejismo: el oro supuesto era el adobe de las míseras construcciones de los indios zuñi, refulgiendo de lejos al sol ambarino del atardecer.

Coronado no descubrió la inexistente Cíbola, aunque sí otras cosas, y, sobre todo, el Gran Cañón del Colorado. Lo bueno del viaje a Ítaca, ya se sabe, no es la meta, sino el camino. La exploración y conquista de América se llevaron a cabo así, como un haz de empresas impulsadas por el ensueño. Desde el momento en que los marinos de la Pinta, la Niña y la Santa María pisaron las arenas de Guanahani, no pasó mucho tiempo antes de darse cuenta de que allí había otras cosas. Plantas extrañas, bestias desconcertantes, lugares no vistos, que bautizaban de urgencia. Veían un aguacate, y era una pera de Indias. Llegaban a Chiloé, era verde y llovía, y lo llamaban Nueva Galicia.

Otras cosas había: ¿quizás el Edén? El Nuevo Mundo se configuró pronto, a los ojos del Viejo, como un espacio onírico, halladero de la utopía. De la utopía de cada cual. En América se soñaban minas inagotables de metales preciosos (Cortés y Pizarro, esos cryptobros del siglo XVI, ansiosos por salir de fucking pobres), estancias de goce orgiástico con amazonas sumisas o fuentes que procuraban la eterna juventud. Eran fantasías —masculinas—, pero el chasco no fue total. La plata del Cerro Rico o el oro del Mato Grosso llegaron a parecer ciertamente inagotables; de allá vinieron remedios como la quinina, capaces, no de matar a la muerte, pero sí de curar dolencias incurables. Etcétera. Y no perdió el continente el embrujo de lo quimérico.

En un momento dado, dejaron de buscarse allá utopías ready-made, pero empezó a pensarse en edificar allí las aquí imaginadas. América no era una extensión vacía, pero sí, en gran parte, vaciada. Hubo algún rincón que pareció virgen a sus exploradores aunque no lo fuera, en medio de una selva que deglutía rápidamente los poblados cuyos habitantes perecían en masa, de las pestes novísimas que eran avanzadilla microbiana de la invasión europea. Tampoco era una extensión carente de leyes. Pronto las promulgaron los distantes emperadores, pero eran pocas, simples, perezosas; podían acatarse y no cumplirse; nada que ver con el ineludible jaral legislativo y consuetudinario del Viejo Mundo. Se podía empezar de cero, trazar urbes cuadriculadas, palenques igualitarios, falansterios jesuíticos, jerusalenes celestes, ciudades del pecado, coronarse rey absoluto de un reino individualista, protegido con rifles y con estacas perimetrado en la pradera inconmensurable de los pioneros.

Con el tiempo, claro, se agotó la pradera como la plata de Potosí. Pero volvió a no apagarse la mirada fantasiosa que la había observado. Siguió siendo el velo enhechizante tras el cual Europa observaba a la América roturada, catastrada, cuarteada en Estados-nación canónicos, con ministerios y deneís y ordenanzas de tráfico. Que los ojos sean la única parte del cuerpo que no envejece; que miremos el mundo una sola vez, en la infancia, y el resto sea memoria —Louise Glück dixit—, no solo ocurre al nivel de las vidas individuales, sino también de las geografías, y de las geopolíticas. El realismo mágico triunfó en Europa —y eso fue el boom— porque se correspondía con la idea romántica, previa y perdurable, de la América insólita, labrantío de lo aguerrido, lo prodigioso y lo mágico. Había hecho el viaje de vuelta y había sido asumida por la propia América, similarmente a como España acabó asimilando su propia romantización y mirándose con los ojos de Irving o Bizet.

En esa clave mágica se habían cantado y se seguirían cantando, en el siglo XIX y el XX, las alabanzas de aquellos Estados concretos en que una determinada cofradía política apreciaba un modelo. Hay ejemplos de todos los segmentos del espectro: del Ecuador teocrático de García Moreno, que a finales del XIX cautivaba a los integristas, a la Cuba fidelista o el Chile allendista, hasta llegar, hoy, a las quiviras fasciolibertarianas de Bukele o Milei. En aquel Ecuador «viv[ía] la Iglesia como en sus mejores tiempos», escribía un panegirista español; en la Cuba del Comandante, los niños más cultos del planeta discuten con el turista mejor amueblado sobre el Quijote o Platón; a Chile el socialismo iba a llegar como un alegre asado, con empanadas y vino tinto; en El Salvador del caudillo de la gorra hacia atrás ya no existe la delincuencia y adviene una era de la desmelenada prosperidad de los bitcoins.

Todo mengua al cocer, a veces dramáticamente: lo del oro y el adobe. Pero miramos América una sola vez, en la agonía del siglo XV, levantando un instante la vista de la lectura del Amadís de Gaula o Las sergas de Esplandián. Y el resto ha sido memoria.


Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia por la Universidad de Salamanca, periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, Jot Down, La Soga, Nortes, LaU, La Marea, CTXT y Público; ha dirigido A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019), Los nuevos odres del nacionalismo español (2021) y La ira azul: el sueño milenario de la Revolución (2023).

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