Creación

La carrera

El Cuento Semanal corre esta semana a cargo de la escritora madrileña María José Codes.

La carrera

/por M. J. Codes/

La carrera había empezado. Tenía la vaga sensación de haber hecho una mala salida, aunque no podía asegurarlo. Era una carrera importante. La más importante en la que había participado nunca. Así que todo sucedía como en un sueño. Las carreras auténticas siempre son así. Cuando van a dar comienzo uno se siente como en un teatro, a punto de recitar un largo poema, justo en el instante anterior a que el telón se levante.

Llevaba meses entrenando para perfeccionar mis salidas, para dosificar el esfuerzo, para el esprint final. Pero las condiciones del entrenamiento son diferentes a las de la carrera real. Todo cuenta. La propia pista, que nunca está en idénticas condiciones. Cuenta el tiempo atmosférico. Cuenta la calle a la que te destinen, la serie en la que corras: no es lo mismo correr por un extremo que por otro, o correr por el centro. Y, por supuesto, no es igual correr solo o con algún amigo o compañero de equipo, que correr con adversarios, con puros contrincantes.

Nada es lo mismo cuando se compite de verdad. Es inevitable pensar en ello, conviene estar preparado para lo que venga. Por primera vez desde que había comenzado a entrenar para esta última carrera, por primera vez, digo, caí en la cuenta de que me disponía a competir contra rivales que estarían en óptimas condiciones físicas, como yo pudiera estar, y contra otros que se verían traicionados por los nervios o por una lesión repentina, como cabía la posibilidad de que me sucediese a mí. Lo mejor y lo peor de mí mismo. ¿Quién vencería en esta ocasión?

La carrera dio comienzo. El silencio previo fue hermético y viscoso, como el de un sapo con un insecto en las mandíbulas. No tan denso para ahogar el fuerte latido de mi corazón en el cuello. El disparo y la salida debían ser casi simultáneos, pero sentí un leve desconcierto durante una milésima de segundo, quizá una millonésima… Eso no era buen síntoma. La salida de una carrera debía semejar el resorte de un automatismo, recordé. El pensamiento o la duda estaban descartados y yo había pensado. O dudado. El cerebro establecía la estrategia previa, pero una vez empezada la carrera, el pensamiento debía replegarse, diluirse en el cuerpo. Pensar equivalía a quedar congelado. Y quedar congelado, a lo que tanto temía: ese desdoblamiento, tan difícil de rectificar. Ese en el que te sientes otro. Uno se desdobla en dos y es capaz de observarse a sí mismo haciendo lo que se espera de él, como si fuese un autómata, cuando el telón se levanta y los focos te hacen sentir el vértigo oscuro de la profundidad sin fin, allí en el patio de butacas. El silencio del público es el pie para que comience la función y ese alguien, que es uno mismo, comienza la interpretación. Y mientras lo hace, teme olvidar un verso en cualquier momento, pero nunca olvida nada, aunque eso no garantiza lo que ocurrirá la próxima vez.

Enseguida escuché el griterío del público. Sentí el cuerpo abotargado, ajeno. Demasiado perplejo tras la salida.

No sé si sabré explicarlo. Me desplegué en una especie de cuerpo fantasmal (qué locura) que, junto a mi yo físico, corría a toda velocidad. Dos corazones acelerados por los nervios. Desde ese cuerpo astral (no doy con otra manera de decirlo) enviaba los estímulos a los músculos y a los huesos del cuerpo real, para que corriese como siempre. En otras palabras, me comportaba como mi propio entrenador alentando mi carrera con un cronómetro, a solo un palmo de distancia por delante.

El público chillaba formando una masa acústica resonante, mientras yo me precedía a mí mismo y a mis movimientos de androide.

Llevaba un año fuera de las competiciones, desde aquella lesión del codo. Había sucedido de un modo estúpido, al cruzar una calle. Pisé mal el bordillo de la acera y caí sobre el asfalto de costado. Aunque las piernas y las rodillas me seguían funcionando a la perfección, aquel año no pude mantener mis marcas y quedé relegado a los últimos puestos en todas las carreras interestatales.

Había hecho una mala salida, eso era seguro, de lo contrario no me habría sentido como me sentía, torpe, lento y anquilosado. Las piernas me pesaban el doble, como cuando a diario me colocaba pesas en los tobillos para acostumbrarme a un mayor esfuerzo. Los brazos se balanceaban desequilibrados a ambos lados de mi cuerpo. Los codos también son importantes y uno de ellos lo sentía rígido como una escuadra, su falta de flexibilidad ralentizaba el engranaje de mis movimientos. La caída alterna sobre cada pie repercutía con ecos mastodónticos en mis oídos. Los dedos me dolían. Caía sobre los talones, castigaba los tobillos. Enseguida noté la fatiga, una punzada en el vientre.

Traté de sobreponerme, los ojos fijos en la meta, allá al fondo, donde la multitud se agolpaba tras la gran banderola blanca. Esperaba que en algún momento se produjese de nuevo el ensamblaje entre la mente y el cuerpo, que ahora parecían ocupar dos planos paralelos destinados a permanecer cercanos y distantes.

¿Dónde me hallaba yo? ¿En cuál de ambos? Por momentos en uno y luego en otro. A veces en el entrenador con el cronómetro que precedía al corredor, y otras, en el corredor que intentaba dejar de pensar y limitarse a ser rápido.

La carrera había empezado en ese lugar concurrido: la pista roja, las calles delimitadas por líneas blancas recién pintadas, los anuncios publicitarios de ropa deportiva. Más tarde, la pista se convertía en un camino de tierra que se internaba en el bosque. Y durante un largo trecho musgoso, la pista desaparecía de la vista del público y los senderos se ramificaban en sendas animales, hasta que volvían a confluir a la salida del bosque.

Y, sin embargo, desde el inicio se veía la meta, porque el bosque quedaba en una hondonada y el final, en lo alto. Allí aguardaba otra multitud, o la misma, quién sabe, dispuesta a aplaudir la llegada de los más veloces.

Seguí avanzando con mi cronómetro junto a ese cuerpo mío. Lo hice por simple apego, con el deseo de que, con o sin mí, el cuerpo, cualquiera que fuese el que se mostrase visible a los otros, terminase la carrera que casi daba por perdida desde el inicio, por haber hecho una mala salida.

La hondonada era el camino crítico. El más largo, el más irregular, el más accidentado. La alcancé. Temía que se me cruzase una alimaña, temía la lluvia, temía las orogénesis. Temía las avalanchas y temía las pequeñas piedras al contacto de mis pisadas. Temía la traición de los insectos, sus diminutas bocas de serrucho, a los pájaros carnívoros, a las repugnantes carcasas de las serpientes. Y mi miedo se extendía al agujero que sospechaba en algún lugar recóndito, por el que caería a un laberinto de cuevas oscuras. Temía golpearme la nuca, quedar sepultado, tendido sobre la húmeda superficie rocosa, traspasado mi cuerpo por innumerables estalactitas.

Me deshice de algunos temores, no todos, y seguí tirando del cuerpo, como abducido, sin prestar atención a la lluvia que acababa de traer consigo una niebla baja cegadora. Caí. Cayó. La rodilla izquierda se le quedó desencajada. A él, a mí. Y la pierna, suya y mía, adoptó un raro ángulo. Tiré del cuello de ese ser hasta ponerlo erguido de nuevo y le hice seguir adelante, descoyuntado. Cerré los ojos y sentí el dolor de las imperfecciones.

Los pájaros parecían haberse congregado sobre la niebla y, aunque no podía verlos, sabía que sonaban hambrientos por su aleteo quebradizo. Los insectos corrían asustados por la amenaza del cielo y se amontonaban en el suelo formando una alfombra que crujía bajo mis pies. Imaginaba que alguno de mis contrincantes rezagados se guiaría por el rastro lechoso que dejaba a mi paso. Yo mismo seguía los rastros de muertos o extraviados. Creía que la carrera terminaría pronto pero el final nunca llega. La lógica me dice que eso no es malo. No del todo.


María José Codes (Madrid, 1960) es licenciada en historia del arte por la Universidad Complutense y titulada máster en fotografía y en escritura creativa por la Escuela de Letras de Madrid. Ha publicado las novelas Los intactos (Pre-Textos, 2017; premio de narrativa breve Juan March); La peluca de Franklin (Menoscuarto, 2014); La azotea (Premio Cáceres de Novela, 2009) y Control remoto (Calambur, 2008). Ha publicado también el ensayo Intriga y suspense: el gancho invisible (Alba Editorial, 2013). Sus relatos han aparecido en varias antologías. Imparte clases de narrativa y lectura crítica en la Escuela de Escritores y en Hotel Kafka, en Madrid. Ha colaborado con el Instituto Cervantes de Madrid y en las revistas Ámbito Cultural, Turia, Revista de Letras, La Manzana Poética y El Estado Mental.

Blog: https://codesmaria.blogspot.com

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