Almacén de ambigüedades

Civilización: la sombra de una duda

Antonio Monterrubio escribe sobre cómo historicamente las sociedades humanas han marginando a algunos sectores, desde los ilotas en Esparta hasta los agotes o gafos en zonas de Aragón y Navarra.

/ Almacén de ambigüedades / Antonio Monterrubio /

En Los argonautas del Pacífico Occidental, Bronisław Malinowski describió en detalle un sistema de canje ritualizado a grandes distancias conocido como kula en las islas Trobiand, donde realizó su trabajo de campo. En síntesis, consiste en la entrega recíproca de brazaletes y collares de nácar, unos en una dirección y otros en la opuesta, que se conservan un tiempo y luego se permutan por otros. Este juego ultramarino está ligado a redes de prestigio local y sustentado por un rico universo mágico y mitológico. Es una forma de garantizar, a través de la solidaridad ritual, la eliminación de la hostilidad entre las comunidades implicadas, así como el tejido de alianzas políticas y el intercambio cultural. De este modo, lo que parece ser una mera exhibición esconde un intrincado andamiaje de estabilidad social, doblado además por un fructífero trasiego de bienes de carácter práctico de una isla a otra. «Mientras los otros miembros de la expedición truecan artículos de primera necesidad, los asociados en el comercio acarician y admiran sus inestimables joyas de familia. En la medida en que todos están de acuerdo en que la expedición no se ocupa en realidad de artículos mundanos […] estos artículos se pueden regatear con impunidad».

Mecanismos semejantes han sido identificados en otros puntos del Pacífico. Pese a que los lugareños y los antropólogos a la caza de lo exótico se hacen los locos, la circulación de los objetos distinguidos enmascara el menos glorioso mercadeo del pan nuestro de cada día. Evidentemente, el camuflaje bajo grandes palabras de actos poco honorables es algo en absoluto desconocido en las sociedades occidentales. Un antropólogo trobriandés encontraría sumamente llamativo que los dirigentes de un partido nieguen haber pactado con fascistas, cuando ostentan vicepresidencias y concejalías en gobiernos sostenidos por ellos. Igualmente, un etnólogo zulú comprendería que las declaraciones rutinarias de condena de dichos y hechos detestables de tan poco recomendable compañía no logran disimular su complicidad. Asimismo, por mucho que la beata, clasista y racista cacica interina de Bolivia, puesta ahí por el poder militar, tome posesión del palacio presidencial blandiendo sus Escrituras en versión de lujo para trolls o para los gigantes de Brobdingnag a los que visita Gulliver, no creemos que ella sea quien manda. Más allá de la burguesía criolla que busca seguir mangoneando como siempre a una población mayoritariamente indígena y mestiza, el académico inuit vería quién mueve realmente los hilos. Y lo que motiva a los marionetistas no es el sagrado libro, sino el sagrado litio. No en vano Bolivia cuenta con ingentes reservas de este mineral, imprescindible para la fabricación de baterías eléctricas. La cháchara fundamentalista es la tapadera de intereses cuantificables en dólares.

Ya los pueblos primeros establecen una distinción marcada entre los suyos y todos los demás. Esto conlleva inevitablemente el hábito de menospreciarlos y convertirlos en posibles blancos del odio y la violencia. No es inocente ni primitiva la costumbre detectada por los etnólogos en varias comunidades muy alejadas de referirse a sí mismas como los seres humanos, dejando al resto en una región mental innominada y poco definida. El ejemplo más popular es el de los pieles rojas de Pequeño gran hombre, la película de Arthur Penn. Esta visión ha sido heredada por las gentes civilizadas que no vacilan en dedicar un solo apelativo a aquellos que no pertenecen a su cofradía. Los vocablos bárbaros, gaijin, infieles, payos, goyim o simplemente extranjeros no tienen mucho de amable en boca de quienes los utilizan. Los que no son miembros del selecto club van a acabar en un melting pot donde son mezclados y agitados hasta que cualquier diferencia entre ellos queda eliminada. Esta idea de bloque compacto aferrado a una identidad que excluye todo lo extraño persiste incluso a escala muy reducida. No hace tanto que en pueblos y aldeas era tradición lanzar al pilón o al río a los jóvenes que se acercaban a cortejar a una moza del lugar. Se trataba, por un lado, de un aviso a navegantes, y por otro de una especie de rito de paso, y eventualmente de incorporación. A ojos de un antropólogo, eso puede encontrarse con formas y fondos similares en poblaciones de los cinco continentes.

En cambio, solo con la aparición de estructuras estatales o que van camino de serlo nos topamos con la segregación y etiquetado como enemigos de grupos internos a las fronteras de la comunidad. A veces son casos limitados a comarcas, así el rechazo que han sufrido desde tiempo inmemorial los chuetas mallorquines por su presunta ascendencia judía, o los agotes o gafos, considerados una raza maldita. Estos últimos habitaban en zonas de Aragón y Navarra, en las regiones pirenaicas francesas, las Landas, Gironda, aldeas de Bretaña y en el País de Gales. Se los tenía rigurosamente apartados, y de hecho se les reservaban cementerios aislados. Vivos o muertos, podían contaminar a la colectividad. Estaban obligados a llevar una señal distintiva, la patte d’oie, una pata de ánade de color rojo cosida en la espalda. Tenían prohibido el acceso a multitud de oficios y carecían de derechos. Jamás se ha podido explicar la razón de ese repudio. Se ha hablado de lepra, cretinismo o un difuso y confuso origen étnico específico, pero ninguna de esas teorías es mínimamente consistente. Estamos en realidad ante una prueba de lo sencillo que es fabricar un otro a medida.

A escala de Estados, la discriminación suele afectar a conjuntos amplios y claramente definidos. Por supuesto, la historia de persecuciones, pogromos, expulsiones y masacres de los judíos es una muestra mayor. Ahí están también los gitanos, preteridos por doquier del siglo XV en adelante y sospechosos habituales en cuanto surge la ocasión, y los migrantes, casi desde siempre. Recordemos que hasta los pastores trashumantes eran mirados con recelo en sus lugares de paso.

Ahora bien, después de escuchar las quejas rituales acerca de la naturaleza humana, reparemos en una función esencial que la marginación y la exclusión ejercen en las sociedades desarrolladas. Creo que es difícil negar que la existencia de blancos fáciles sobre los que descargar la cólera y la frustración popular es una salvaguarda para las élites que controlan el poder y se benefician de él. Un ejemplo histórico permite ver sin disfraz alguno en qué acaba este malvado engranaje. En Esparta, el estamento dominante lo formaban los homoioi, según ellos dorios de pura cepa. Bajo ellos sufrían los ilotas, esclavizados descendientes de las poblaciones que vivían en Laconia y alrededores antes de la conquista. Había un tercer grupo de incierto estatus, los periecos, aunque lo que nos importa aquí es el papel que los ilotas desempeñaban en el entramado social lacedemonio. Ni que decir tiene que se encargaban de cultivar las tierras que eran propiedad de los iguales (evidentemente mucho más iguales que el resto), entregándoles el grueso de las cosechas. Pero aparte de su condición servil, eran víctimas de sevicias aún peores. Cuando los magistrados tomaban posesión, les declaraban ritualmente la guerra. Periódicamente se organizaban criptias: unas razias donde los entrenadísimos soldados espartanos atacaban sus indefensos villorrios, matando a unos cuantos aldeanos. Estas costumbres deleznables se mantuvieron durante siglos, y servían para cimentar el sentimiento nacional de los homoioi.

Esa es a plena luz, sin trampa ni cartón, la verdadera utilidad de los sectores postergados. El desprecio que suscitan y su progresiva metamorfosis en odio constituyen un desgraciadamente eficaz tejido conectivo para la cohesión. Otra cosa es lo que eso dice sobre las comunidades que se asientan en tales mecanismos. De hecho son múltiples las opiniones de otros griegos que consideraban Esparta como una polis degenerada en la cual un montón de esclavos vivían sometidos a un hatajo de siervos que tampoco eran libres.

IMAGEN DE PORTADA: Una procesión de agotes, señalados con la pata del pato en el pecho


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza.

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