1988: Leonardo Sciascia escribe El caballero y la muerte
/ un poema de Luis T. Bonmatí /
I
Se hablaba de otras cosas, mas el dinero grande
y el poder de verdad —ahora como entonces
y luego como ahora— discurrían ocultos
y subterráneamente por cloacas anónimas.
El Vicecomisario, un siciliano experto,
andaba en la novela, que estaba siendo escrita
por Sciascia en el verano, fijo y empecinado
en morirse fumando.
Cultivaba su cáncer
de pulmón con el humo porque aquello que mata,
lo mismo que el oxígeno, es lo que da la vida,
y él quería acabarse rematando por fin
el trabajo empezado hacía mucho tiempo:
mandar al suculento infierno de una celda
a todos los demonios que oscuramente rigen
en su provecho propio la marcha de las cosas
sean hombres o mujeres: la justicia, la mafia
seca y azul del norte de Sicilia y a quienes
transmiten los mandatos que llegan sin firmar:
esa gente tapada y distante y potente.
Ahora estaba muy cerca de conseguir las pruebas,
desmontar el montaje de una vez y morir
echando humo, estrellándose contra el dragón del mundo.
Una tos inhumana lo sacudió de pronto
demasiado temprano. Recordó que el invierno
era crudo y fluía rodeando el camastro
sobre el que cabalgaba. Pero aún era peor,
mucho peor que el frío, su asfixia que, al toser,
lo obligaba a sudar bajo las mantas cálidas.
La tos lo enderezó y lo obligó apearse
descalzo del caballo de la cama deshecha.
Miró el reloj: las cinco. Sentado sobre el borde,
convulso y sin pantuflas, palpó el encendedor,
localizó el paquete y prendió, tembloroso,
el primer cigarrillo del día, aquel aéreo
desayuno. Aspiró. El humo dentro de él
no tardó en sosegarlo y aquietarle la sangre
poco antes desbridada, y por eso fue entonces
cuando pudo sentir cómo el frío ascendía
despacio por sus pies, desde el suelo a unos hombros
demasiado cargados: «Estar despierto cansa»,
se dijo, «y vivir mata». Consiguió levantarse,
vestirse de algún modo, calzarse las pantuflas.
Un picor empezaba a anunciarle de nuevo
otro ataque de tos. Se calentó el café,
lo abrasó el primer sorbo y encendió otro pitillo
que, al rascarle los bronquios, dio otra tregua a su tos.
Encapsulado luego dentro de su gabán,
sin mirarse al espejo cerró tras sí la puerta
de su casa dejando el humo sepultado:
«Que me espere», se dijo, «si es que hoy llego a volver».
Miró el reloj: las seis. Y se adentró en el frío.
El frío era limpísimo cayendo desde un cielo,
todavía estrellado, sobre calles sin nadie,
sobre la indiferencia de las casas de arcilla
dormidas contra el suelo como saurios no extintos
con sus bocas cerradas: sobre el sueño del mundo.
A lomos de su cáncer y armado únicamente
con sus propios pitillos, el viejo Policía
marchaba a su oficina demasiado temprano
sin que en él nada diera señal de su propósito:
con esa obstinación de los que están perdidos.
De pronto se detiene, cree que nadie lo ve,
enciende otro cigarro y aspira otra lanzada
de un humo helado que entra como pica en su pecho
y, dentro, parpadea. Mira un perro que husmea
las basuras y, de este, vuela hasta aquel, peludo,
que tuvo ya hace mucho: «Le faltaba fumar
para ser el mejor», concluye y sigue andando,
hasta comisaría, contra sí y contra el caos
brutal que se agazapa.
El guardia lo saluda:
«Mucho madruga usted»; pero él no puede oírlo
debajo de sí mismo, no responde, penetra
como en una guarida en su despacho, da
la luz y se desploma jadeante en la silla
sin quitarse el abrigo: aún no hay calefacción.
Luego saca un pitillo, lo prende, inhala todo
el humo hasta los pies y, conforme enriquece
su sangre y la envenena, va exhalando con calma
lo que antes ha aspirado dando pábulo al humo
que azulea tan claro, más claro que la vida:
«Ese bullir oscuro sin género que se hace
y se deshace igual que las ondas de gas».
Esto es lo que él se dice esta mañana mientras
termina de crecerle como un cáncer su vida.
Irremediablemente piensa que aún es pronto
para buscar más pruebas, pero que ya es muy tarde
para no fumar más; que si deja el tabaco
ya no podrá acabar de vivir como debe,
por lo que sigue obviando radiaciones y quimio
y la felicidad. Mira el reloj: las siete.
Le ha costado en exceso llegar hasta su silla,
llegar donde ha llegado, pero ha ganado así
una hora entera o más para mirar atrás
y fumar contra todo. Empuña la pistola
del paquete mediado y extrae otro cigarro,
otra bala que enciende y se dispara. Aspira,
contempla cómo el humo se transforma y se reúne
en unas olas blandas que ascienden hacia el techo.
Y él flota en la humareda que empieza a sustanciar
la atmósfera encerrada diluyendo los bordes
de su mesa, su silla, los impresos, sus mangas,
las paredes del tiempo en las de su cubil.
Frente a él solo cuelga el pequeño grabado
llamado «El Caballero, la Muerte y el Diablo»
por Durero y comprado con todos los ahorros
de su vida: él sabía que no iba a tener tiempo
de gastarlos de viejo. El humo ha hecho, entre tanto,
de pasta la distancia hasta el cuadro y lo embute
todo en una gran nube de confusión, azul
e ilimitada. Y cuando, consumido el pitillo,
de nuevo su dolor se empieza a insinuar,
él vuelve a enarbolar otro como si fuera
una lanza, una bala y una inyección calmante.
Lo enciende. Luego apunta con el humo al grabado,
le dispara, le acierta y adensa la espesura.
Hasta que es el grabado el que ahora lo mira,
se le acerca, le llega como una boca abierta
y lo engulle obligándolo a abandonar el humo
que, como el de su casa y también como él mismo,
ha de acabar dormido, cerrado en una caja.
II
Cuando Leonardo Sciascia escribió la novela
no le faltaba mucho para morir fumado:
«Una última venganza», se dice que se dijo.
Pero no era de día ni él estaba en invierno,
sino en la noche ardiente de un verano en Sicilia
de los años 80, en su estudio sin aire,
con la puerta cerrada y la ventana, para,
con el sudor y el humo y con sus propios jugos,
empaparse mejor. Descansó de escribir
un momento, apagó el cigarrillo, fue
despacio a la ventana para avivarse el mundo
espeso que él estaba trascribiendo al papel,
y la abrió. Pero, afuera, no había ni una luz:
solo humo por la calle; humo y niebla en su estudio;
y la novela ahora era solo humareda.
Allí no se veían ni las casas de enfrente.
Regresó hasta su silla y entonces decidió,
pues que todo es confuso, intentar comprender
menos mal el desastre exterior aumentando
el suyo en el despacho: encendió otro pitillo,
se propinó otra dosis de aquella dulce triaca
y, más envenenado, continuó escribiendo
la verdad de las cosas por medio de mentiras.
III
En 1513, ahora, el Caballero,
que campa en el grabado más pequeño que un folio,
ha asumido el perfil del Vicecomisario.
Lanza al hombro y muy tieso, momificado dentro
de una antigua armadura como su único abrigo,
sobre la perfección de su caballo al paso
contra un paisaje seco que ahora es el de su isla,
el viejo Policía, una figura triste
sin tabaco —otra cosa sería anacronismo—
pone el caballo al trote y oculta su intención.
Sin ni un gesto de miedo o entusiasmo se acerca
hacia aquello que espera.
Y lo que hay aguardándolo
es demoniaco, oscuro, mostrenco, ingobernable,
y permanece quieto como un dragón de mármol
o una ruleta inmóvil e invisible y trucada.
La Muerte desde atrás observa al que, tan tieso
y elegante y muy serio, se encamina hasta el fin:
compuesta de animales terribles y residuos
mira, aguarda y sonríe; tiene paciencia y tiene
todo el tiempo del mundo. Pero ella no está sola:
el demonio maligno de los hombres, su Diablo
de la Guarda, también tendrá oportunidad
de atacar y abatir al viejo Caballero,
o al Policía que ha destapado los nombres
y apellidos ocultos, y que va a conseguir
pruebas condenatorias por todo el mal que el Diablo
ha conseguido hacer dando buenas ideas.
El que ahora cabalga impávido un erial,
erizado de rocas y arbustos espinosos
helados bajo el frío del invierno en Europa,
recuerda haber tenido, hace mucho, un buen perro
que ahora se dibuja en el cuadro, bajo él,
andando entre las patas del caballo. Un lagarto
repta para escapar del grabado a otro sitio
menos malo, si hubiere. Y, más bien desvayéndose,
el castillo discreto —en el que no hay princesa
sino mujeres fáciles— al fondo y desde arriba
del grabado contempla el mundo y lo dirige
todo en su beneficio, empobreciendo pobres.
El nuevo Caballero no sabe exactamente
quién vive en el castillo, pero alguien vive allí
que administra la Muerte y da cuerda al Diablo.
Cuando mira, suspenso en el vacío, el reloj
de arena que se escurre, ya son casi las ocho
y queda poco tiempo para llegar por fin
a lo que fuere. Abate entonces la visera
de su celada para —mirando sin ser visto
de cara a su final, decidido a su muerte
entre la indiferencia que lo va a ver pasar—
espolear el caballo y cargar, lanza en ristre,
al galope, hasta hincarse en el dragón a hurgar
el fondo repugnante, estancado y vicioso
de las cosas, la trama diabólica y terrible.
IV
Casi quinientos años después alguien golpea
la puerta del despacho del Vicecomisario,
que así vuelve a sí mismo. Mira el reloj: «Las ocho»,
se dice, «hay que empezar a despachar el día,
otro más, uno menos». Grita «Solo un momento»,
y se apresura a abrir la ventana, airear
su despacho, expulsar el humo hacia la luz.
Poco antes de decir «Adelante», otra vez
vuelve a mirar el cuadro, su cuadro, como si
él lo hubiera acabado de firmar, no Durero.
V
Sciascia no había visto crecer la luz afuera
restaurando su calle, ni recordaba cuándo
había apagado el flexo. Ardiente y sudoroso,
decidió dar de mano, se acercó a la ventana,
la abrió para orearse un poco y refrescar
el estudio y la carne, pero solo encontró
afuera más calor: el calor desatado,
obstinado y pringoso del verano en Palermo.
Regresó al cigarrillo, al cenicero henchido,
y, de nuevo al galope del humo, recordó
la novela acabada, fresca sobre su mesa.
Decidió que su título sería «El caballero y la muerte»,
pues siempre es hermoso perder.

IMAGEN DE PORTADA: El caballero, la muerte y el Diablo, de Durero (1513)
Luis T. Bonmatí (Catral [Alicante], 1946) es poeta, narrador, ensayista y editor. Licenciado en filosofía y letras en la Universidad de Comillas (Madrid) y diplomado en psicología, fue director de la editorial Aguaclara y es autor del poemario Suma de barro (1988), los volúmenes de relatos Cuentos del amor hermoso (1990) y La llanura fantástica (1997), la novela Último acorde para la orquesta roja (1990) o los títulos infantiles y juveniles Estudiantes en acción (1980) y Corazón de gusano (1991). Dentro de la temática religiosa, ha publicado Cuéntame… La Misa (1981), escrita en colaboración con otros autores; La Iglesia de Jesús (1984) y ¿Quién es Jesús de Nazaret? (1990). En colaboración con Rafael Bonet Camarasa, Bonmatí Gutiérrez ha elaborado también varios manuales de religión destinados a los alumnos de enseñanzas medias, como ¿Qué es la Iglesia de Jesús?: Religión, 2 FP (1997).
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