/ por Avelino Fierro /
Sentado en una de las butacas de la parte alta del Auditorio, pensaba en esas dos fotografías. Una de comienzos de 1929, en la que aparecen los cuatro artistas: Mayakovski, Ródchenko, Meyerhold y un jovencito Shostakóvich, sentado al lado del piano.
La otra fotografía, en realidad no existe. Pero yo la imaginaba. En un palco del Teatro Bolshói de Moscú, el 26 de enero de 1936, están asistiendo a la representación de Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, la ópera de Shostakóvich, cuatro personas: Mólotov, Mikoyán, Zhdánov y el secretario general del Partido, Iósif Stalin. Este último es probable que no saliera retratado, porque le gustaba colocarse detrás de una cortina que lo ocultaba del público aunque le permitía ver el escenario.
Cuentan que Stalin abandonó la sala antes de finalizar la representación. Y que, por ese motivo, el compositor se fue del teatro —a pesar de los aplausos— terriblemente «angustiado». Dos días después el Pravda, el periódico oficial del Partido Comunista, publicaba una editorial con el titular «Confusión en vez de música», criticando violentamente la obra por oscura, finalizando en tono mayor amenazante.
Nosotros cuatro asistíamos esa noche de un viernes de febrero a la interpretación de la Sinfonía núm. 11 en Sol menor, comenzada a finales de 1956 y terminada en 1957 para la celebración del cuarenta aniversario de la Revolución de Octubre. Aunque la obra versa sobre los acontecimientos de 1905, el domingo rojo, en el que tropas del Zar disparan contra una muchedumbre de manifestantes desarmados, algunos críticos arguyen que la obra no retrata la brutalidad zarista, sino el terror comunista en la represión húngara de 1956.
Nuestro hijo, que era uno de los contrabajistas de la orquesta, nos contó después que era una obra de compleja ejecución: «Éramos seis contrabajistas, está escrita para doce. Es una obra difícil. Tuvimos algún fallo. Puede que Shostakóvich lo hubiera notado. Se decía de él que tenía un tremendo oído orquestal. Hay una anécdota que cuenta el director Evgeny Mravinski. En un ensayo de la Octava hay un momento en el que el corno inglés es doblado por los oboes y los violonchelos y es indistinguible en el sonido general de la orquesta. El músico decidió bajar una octava porque tenía que enfrentarse después a un prolongado solo. Y en medio del abrumador sonido de la orquesta se oyó la voz de Shostakovich desde el patio de butacas: «¿Por qué está tocando el corno inglés una octava más bajo?»»
Esto nos lo contaba en una cervecería alemana. Era el lugar que nos pareció más adecuado; los alemanes siempre han tenido a la música como una de las «dignidades esenciales» —escribe Steiner— de la cultura occidental.
Se habló de ello durante la cena. De toda esa sordera, de ese caminar por la vida sin pararse a escuchar. Nuestros políticos han descuidado, hasta desterrarla de los planes de estudio, la cultura musical. Y les parece que la música clásica es innecesaria y de un elitismo trasnochado. Por ello, el juez de toda la tierra, que siempre va acompañado de sus ángeles cantores, habrá estado tentado muchas veces de destruirnos con fuego y azufre.
Pero también M. dijo que, tras finalizar el concierto, los percusionistas de la orquesta habían quedado un buen rato sobre el escenario abrazándose, emocionados. En el aire los timbales, el gong, platillos, campanas y tambores parecían seguir resonando. En esa última fotografía estaban sin duda retratados los cuatro justos que nos habrían salvado una vez más.
Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016) y Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).
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