Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (49)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago un vellón de moho blanco en el bote abierto de la mermelada o los secretos que yacen debajo del manto público del pavimento.

texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Luis Marigómez

El cielo se estira con luz cansina y ya va tardando un poco más en terminarse cada día. ¿Y qué más? Primeras rosas ardiendo solas en las enramadas de los parques. ¿Y qué más? La mosca que abre el verano, sorprendida en la mañana maniobrando como puede por el fondo de un tazón del fregadero. ¿Y qué más? La bayeta, tan amojamada ahora por la sequedad nocturna (pasarla por el grifo, ablandarla como a una galleta). Y cierta resistencia en las costuras del calzado impropio, que viene del frío. Y la cuchillada nocturna del grillo en cuanto se abre un ventanal. Convocatorias.


A veces sucede. Rebota tu mirada contra la cáscara de cuanto tienes delante de los ojos. Pero no pasa de ahí. Es un esfuerzo inútil por llegar a los últimos sedimentos de lo real y poder estar al fin, como diría Ponge, de parte de las cosas. Pero algo te expulsa ahora de ellas, como se hace con los niños ante las escenas escabrosas. Incluso no das con las puertas de atrás para entrar aunque sea a rozar un poco su corazón vivo. Te distancia de todo una orfandad. También de ti mismo. Miras pero no ves.



En la barbería cada cierto tiempo un auxiliar pasa barriendo entre sillones, donde hombres tumbados se dejan hacer, y junta los pegujones que van cayendo de cada cabeza. Un puñado de tiniebla sobrante va haciendo montón. Hay algo de fosa común en estas crestas sueltas que el mozo arrastra indiscriminadamente por las baldosas. Lo excedente del cuerpo, una vez muerto, ya es de todos. Cuando se levanten de sus sillones, a estos hombres ya les estarán volviendo a crecer los cabellos silenciosamente. Nada podrá detenerlos. Igual que la juventud se sucede a sí misma, el pelo remonta orejas y empaña nucas con alegría rebosante, como si ahí se contuviera el secreto del vigor. Un día los espejos avisan de su exceso y entonces hay que ponerse otra vez en las manos implacables del barbero. Hay algo de Dalila en ese quehacer funeral.


En el museo. Cuánta materia grumosa y cuánta sombra metida en las pinturas de Lucian Freud. Hay en esos cuerpos una biología exagerada, como si la carne numerosa pudiera librar de la soledad a esos seres, tan próximos al pintor. Los pliegues de los paños sobre los que se tumban parecen prolongar arrugas y bolsas corporales, tal como si una orografía común quisiera añadir un poco más de compañía. Ojos enormes en los rostros, ángulos azulados, rasgos tallados como poliedros, frentes hechas con la espátula muy cargada hasta dejar una materialidad purulenta… La biografía dolorida del propio pintor está inmersa en esa colección de retratos ganados por una pesadumbre infinita.


«No me gusta nada oír el ruido de la lluvia desde la cama por si el agua me borra los sueños», dice Álex. Y se queda tan campante, agitando su candor ante nosotros.



Esa atracción que siempre he tenido por saber lo que pudiera haber bajo el manto público del pavimento. Se hacen ahora obras en el barrio y aparecen aquí y allá agujeros donde después se asentarán cimientos. Y yo me detengo encima de ellos para tratar de atisbar qué puede vivir en esa oscuridad geológica que nadie conoce, donde solo la mudez mineral reina en su inerte sueño de siglos. «¿Hay alguien ahí?», dan ganas de meter la cabeza y preguntar.


En el mar Jónico un pesquero atestado de inmigrantes se ha hundido por el sobrepeso. Cientos de cadáveres bajo el agua. Más de quinientos, dicen. No me puedo creer que los gobiernos no estuviesen al tanto de esa operación abominable para haberla detenido. No sé dónde mirar, dónde buscar algo para agarrarme y acudo a las palabras de María Ángeles Pérez López en su impresionante Libro mediterráneo de los muertos: «El cuerpo bajo el mar nunca es imaginario […] ¿Qué significa afuera si eres agua? El océano todo lo vuelve de sí […] Los cuerpos se han hundido, arrastran los pulmones abrasados, voluminosos, heridos por la asfixia y el pavor pero ¿y sus nombres? ¿Se han vuelto parte misma del océano?». Mientras allá en el enigma abisal los cuerpos se descomponen (había unos cien niños con sus madres retenidos por los traficantes en la bodega para que no molestasen), países europeos se apresuran a blindar aún más las puertas de entrada a quienes llegan huyendo de cualquier modo del horror. El mundo occidental ha esquilmado en África cuanto ha podido desde el colonialismo del siglo XIX; y aún hay rapiña de Occidente allí (talas masivas de árboles, niños explotados buscando el litio y el coltán que hacen falta a nuestros aparatos, inmensos vertederos nauseabundos con desechos de lo que no queremos usar ya…) pero no aceptamos a quienes llegan hasta nosotros a pedir lo suyo, lo que en nombre del progreso excluyente les hemos usurpado siempre que hemos podido. Y seguimos haciéndolo.


Mi generación recibió involuntariamente las primeras nociones de cine moderno en aquellas películas de sesión continua. ¿Os acordáis? Podíamos entrar en la sala, dejándonos llevar por la linterna del acomodador, a media película (o sea, in media res), así que no acababa uno de explicarse aquel argumento cuyos fundamentos iniciales no habíamos visto. Entonces íbamos haciendo juegos mentales de suposiciones para explicarnos la trama a nosotros mismos. Cuando luego repetían la película y empezábamos a verla de nuevo (o sea, ejercicios elementales de flash-back), empezaban a encajarnos las piezas y ya acabábamos de entenderlo todo. Pero siempre nos quedábamos a ver de nuevo el final, a comprobar si la cosa terminaba igual que antes. Hubo veces en que nos pareció que nuestra imaginación había resuelto mejor lo que allí se contaba. Nunca nos atrevimos a decirlo.

Recuerdo muy bien la primera vez que fui a una de esas sesiones. Fue con mi tío José Pascual, el marido de mi tía Araceli. Tendría yo no más de ocho o nueve años y mi tío estaba empeñado en inculcarme la afición por el toreo, así que pidió permiso en casa y me llevó al viejo cine Principal de mi ciudad para ver una película que, aún lo recuerdo, se titulaba El arte de Cúchares, una especie de documental taurino. Terminada la película, mi tío se fue a sus quehaceres y yo me quedé a ver la siguiente película: Winchester 73. Salí asombrado. Entonces, ¿era eso también el cine? Desde la silueta inicial de un lejano jinete que cruza el horizonte cabalgando, estuve atrapado del todo por la historia que allí sucedía. Fue mi inmersión definitiva en las aguas lustrales del cine. Como tantas veces en la vida, yo creía que iba a una cosa y resulta que en realidad me esperaba otra. Es la lógica vital, sí, que nada tiene que ver con la razón helada de las programaciones.



¿La jubilación? Ese estado en que cada día se pronuncia en casa una palabra que acaba en -ólogo.


Precioso, un vellón de moho blanco en el bote abierto de la mermelada. Cuajado como un copo de nata atormentada, su vigencia imprevista deja luz en el revés de la tapadera, allí donde se asienta el imperio minucioso de las bacterias.


Ella y él. No salen de la zona desde hace tiempo. Les une su devoción por la cerveza. A primera hora, cada mañana entran en la pequeña tienda del barrio a por el primer cargamento de latas. Se sientan cerca de un jardín público y empiezan. Hablan entre sí sin mirarse. Ella aún conserva residuos de luz de un rostro juvenil que pudo ser hermoso; a veces se pone frente al sol, cierra mucho los ojos y parece entrar en una ensoñación que nadie sabe dónde la lleva. Él la respeta entonces, no le dice nada, la deja estar. De pronto se levantan, limpian el entorno, vuelven a entrar en la tienda cuando no hay más clientes, como si no quisieran perturbar el clima de corrección del vecindario. Él o ella nada más. Otras cervezas. He sabido que no viven juntos. Se reúnen solo para el ceremonial de beber lentamente durante todo el día. Y no hacen apenas ruido. Su vida es esa: sol, cerveza, silencio, tabaco, un perro lanudo al que ella llama de continuo por un nombre parecido a una explosión. Personajes de Carver. Pertenecen al rango de los excluidos y lo saben. Abren con maestría —un dedo meñique muy estirado— las latas. Beben a sorbos y sin mirarse, buscando con el semblante una extraña profundidad: la de los sueños arrollados por el latido de los calendarios.


En el envase del yogur se puede leer: «Con una textura y un sabor Nivel Dios para disfrutar cada día sin remordimientos». Cuántas veces la propaganda confunde la audacia sugestiva con la estupidez.


Medio mundo —el mundo del bienestar— pendiente de la vida de esos cinco millonarios que pagaron una fortuna para bajar a las profundidades y acercarse a los restos del Titanic. Abren el telediario de la televisión pública con esa noticia. Más de cinco minutos de cobertura periodística. Poco después se da otra noticia: un nuevo naufragio de una patera en el Atlántico; parece que ya hay siete víctimas. No más de veinte segundos. Son los medios de comunicación los que modelan sin pausa la sensibilidad colectiva, más pendiente ahora de esos cinco millonarios caprichosos que de los desposeídos que ni siquiera han llegado a su destino.



De frotar tanto,
corazón restregado,
te has hecho llanto.


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Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

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