Poéticas

’18 ciervas’, de Rosana Acquaroni

/ una reseña de Pedro Luis Menéndez /

Fotografía de portada: Rosana Acquaroni, fotografiada por Pepo Paz Saz

¿Cuántas ciervas son necesarias para construir una casa? ¿Cuántas para resistir la fuerza anegadora de los años? ¿Cuántas para sostener las paredes, rellenar las grietas, levantarse y caer y levantarse como si todo fuera cuestión de voluntad sin serlo?

Con esta cita de Angelina Gatell, «Amor y desamor como una misma/ y ardua asignatura/ nunca bien aprendida», inicia Rosana Acquaroni su último libro de poemas, 18 ciervas, un ahondamiento profundo y terrible a veces en el tema del amor (y del desamor, de sus verdades, de sus daños).

¿Cómo explicar —y entender— que alguien dedique horas de su vida a desentrañar —¿resulta siquiera posible?— este impulso que llamamos amor y nos acerca o nos aleja sin remedio de los otros? Una poesía reflexiva es lo contrario de una poesía —muchas veces metapoesía— de la imagen fácil que no requiere mayor esfuerzo que dejarse llevar por el impacto emocional que esta pueda producir en cualquiera. Rosana Acquaroni escoge y, al escoger, nos va precipitando en un mundo de reflexiones que no conducen al consuelo sino a la verdad. El camino duro.

Hemos entrado aquí,
desmemoriados y juntos,
como dos desahuciados
a los que les llegó la hora
de vivir.

En la cueva de Covalanas, en el espacio real a partir del cual Acquaroni deconstruye y construye su propio territorio, un territorio de versos que dialogan con el cine y con la música, con el día a día de un hijo con fiebre, con la soledad glaciar de un legrado, o con ese padre que «me mira/ y me dice:/ te dejé sola, hija».

Y el hombre, sí, la pareja. No la figura del adolescente y sus enamoramientos, ni siquiera la del joven y su mundo de sueños imposibles, sino esas presencias adultas que abandonamos o a las que nos acercamos desde la consciencia que tiende puentes o destruye lo que guarda de iluso cualquier esperanza.

(ATREVERME A ESTE AMOR
de cuerpos claudicantes.

Un amor que pretende ser oído
aunque nace caduco
               cubierto de ceniza
                              y no quiere durar
                                            sino acabándose.

Atreverme a este amor
de trazos desvaídos,
licor que llega tarde
y no calcula el frío que vendrá).

Porque no solo desde los trazos desvaídos sino también desde el sueño o las ilusiones o las señales al borde del camino podemos construir la casa, pues construir un amor es construir la casa, darle nombre(s), encontrar el cobijo en el tiempo, o en la esperanza de ese tiempo.

Me echo sobre la cama
para tomar aliento.
para tomar aliento.
Una cama impoluta
que será del amor
                             también cobijo.

Cuando me asomo al patio
hay alguien que me observa
y es un silencio en llamas.

Al principio la casa es solo eso:
el tiempo que nos queda.

Y así la casa, como las galerías de la cueva por las que, en ocasiones, de tanto andarlas y desandarlas, corremos el riesgo de perdernos y permitimos (¿queremos? ¿deseamos?) entonces que alguien concrete su propio sueño en nosotros:

Como si me llamaras siempre
por mi nombre
—mi verdadero nombre—,
aquel que ni yo misma conocía.

Encontrarnos para conocernos. Rosana Acquaroni desarrolla en estas idas y venidas un mundo que va mucho más allá de la anécdota pues, aunque no se pretende totalizador, sí busca esas respuestas casi arqueológicas que ayudan a entender, si es que esto es posible más allá del universo que construyen los propios poemas. Por eso todas las ciervas de este libro, reunidas en una o dispersas por los senderos que han conducido hasta el presente, son necesarias para la dedicatoria al hijo, ya desde la alegría.

Si algo me ha resultado especialmente valioso en el libro —como lector y como poeta— es esa búsqueda constante por parte de la autora al tratar el tema amoroso apartándose de los tópicos léxicos repetidos hasta la saciedad, un lenguaje deliberadamente no romántico y, en consecuencia, no vacío sino lleno de significado, que produce por fuerza una lectura también reflexiva, investigadora, nueva, para acercarse a un tema tan común que cualquier otro procedimiento nos conduce a la copia de la copia de la copia de las imágenes amorosas repetidas hasta la saciedad (que es, por otra parte, lo que encontramos una y otra vez en la poesía más hueca y más banal).

Un lenguaje nuevo tal vez para un mundo de relaciones nuevas, cuyas bases comenzamos a tejer en nuestras vidas y en la voz —voces— de las poetas actuales, y que supone una ruptura auténtica y necesaria con la tradición (¿masculina?) del lenguaje amatorio. Y aunque no tiene sentido una comparación estricta con el concepto histórico de «las vanguardias», 18 ciervas es un libro de vanguardia, porque abre ventanas y airea la casa para atreverse a seguir tratando el tema amoroso en versos impecables, de factura técnica sin tachas y, sobre todo, valientes.

No es un camino sencillo la lectura de este libro en un momento de «literatura sencilla» (¿o deberíamos decir simple?), aunque Rosana Acquaroni no exige más que lo que se exigió a sí misma al escribirlo, que estemos a su altura.


1

Vi la cierva que el bosque
eligió para mí como encendida
quietud tras el ramaje.

No me atreví a moverme.

Mi corazón cosía sus pedazos
de piel entre las hojas.

Solo un perfil mostraba.
Era un ojo que mira
como un hueso de níspero
flotando en el estanque.

Habló mientras la nieve
se cubría de pájaros.

―Hay que vivirlo todo―

y en su hocico de musgo
temblaba un avispero.

Después,
suspendido ya el tiempo
atrapada en el ámbar del instante
levantó la cabeza
―su tronco moteado,
sus cuatro extremidades―.

Desde entonces
no digo la verdad.

Cada mañana vuelvo
a la senda vacante
por ver si ella me aguarda.

En las horas de insomnio
siento su lengua que me arde
como un alga en la cara.

Ya me vence el cansancio.

Pero si ella regresa,
si la cierva viniera de nuevo a mis oídos
yo les pondría fin
a estas palabras.

ME OVILLO EN LAS ANTIGUAS
literas de la infancia.

La desgana se ciñe al abandono
como una vestidura
a la carne abrasada por el tiempo.

Llueve
sobre las jaulas vacías y oxidadas.

Soy
el ruido del peciolo que él arranca,
la señal en el vástago.

Soy el ocelo negro
la marca de obsidiana
que desata -en la garra del pétalo-
el rojo despertar
de la amapola.

(ATREVERME A ESTE AMOR
de cuerpos claudicantes.

Un amor que pretende ser oído
aunque nace caduco
cubierto de ceniza
y no quiere durar
sino acabándose.

Atreverme a este amor
de trazos desvaídos,
licor que llega tarde
y no calcula el frío que vendrá).

HAY ALGO EN TI
de mí
que ya ha tomado cuerpo.

Algo de él que en mí
aún se reconoce.

Una arritmia, quizá,
un vano aliento
una gangrena insomne,
un resto de espejismo
al final de este túnel
que retumba
y dentro está mi padre
que me mira
y me dice:
«te dejé sola, hija».

8 de agosto de 2018.
Cueva de Covalanas (Ramales de la Victoria, Cantabria).

5

A veces el amor entra en una caverna.
A tientas se estremece
como un eco de lluvia
que deshojara lento su retorno.

Ya invernamos aquí.
Lo confirma este lecho
de líquenes y musgo.

Las huellas y los témpanos
Que de pronto florecen
mientras la niebla esparce
su ceniza
en el viento.
Volvimos a la gruta
de las ciervas durmientes.

El amor es regreso,
roto cuenco de pájaros
que presiente su fin
―pues se aprende a morir
a medida que amamos―.

Ya vinimos aquí cuando el deshielo
y una caricia basta
para encender la piedra
para escarbar los restos de un idioma
extinguido
que hicimos
sin querer
con nuestros cuerpos.

Mi rostro despuntando en la penumbra.
Tu boca reticente
que se duerme en mi pelo.

Hemos entrado aquí,
desmemoriados y juntos,
como dos desahuciados
a los que les llegó la hora
de vivir.

Porque todo comienza
dentro
de la sangre
sin dar un paso más.


18 ciervas
Rosana Acquaroni
Bartleby, 2023
130 páginas
16 €

Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Cofundador de la histórica colección de poesía Aeda en 1978, ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986). En 2018 retoma una actividad literaria más continuada que se inicia con el libro de prosas cortas Postales desde el balcón. Recientemente ha dado a la luz en Trea el libro de poemas La vida menguante (2019), el poema-libro Ciudad varada (2020) en los cuadernos Heracles y nosotros, y Cantos (1979-2022), este último una recopilación de sus poemas extensos. Ha obtenido hace unos meses el premio José Luis Hidalgo de poesía con su libro La madriguera (2023). Desde 2017 colabora de modo asiduo en El Cuaderno y mantiene una sección semanal sobre poesía y cuentos en el programa La buena tarde de la Radio del Principado de Asturias.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

1 comments on “’18 ciervas’, de Rosana Acquaroni

  1. Agustín Villalba

    «un lenguaje deliberadamente no romántico y, en consecuencia, no vacío sino lleno de significado».

    ¿Porque el lenguaje «romántico» estaría vacío de significado? ¿Y bastaría escribir «un lenguaje deliberadamente no romántico» para que automáticamente estuviese «lleno de significado»?

    «un tema tan común que cualquier otro procedimiento nos conduce a la copia de la copia de la copia de las imágenes amorosas repetidas hasta la saciedad (que es, por otra parte, lo que encontramos una y otra vez en la poesía más hueca y más banal).»

    ¿Sólo habría, pues, una manera de tratar el amor en la poesía? ¿Y las imágenes amorosas en el lenguaje no romántico no se repiten?

    No entiendo muy bien la «teoría» que hay detrás de este artículo. Y ello tanto más cuanto que es evidente que la poesía de Rosana Acquaroni, como toda poesía amorosa, es de «género romántico»:

    «Mi corazón cosía sus pedazos
    de piel entre las hojas.
    […]
    La desgana se ciñe al abandono
    como una vestidura
    a la carne abrasada por el tiempo.
    […]
    Soy el ocelo negro
    la marca de obsidiana
    que desata -en la garra del pétalo-
    el rojo despertar
    de la amapola.
    […]
    A veces el amor entra en una caverna.
    A tientas se estremece
    como un eco de lluvia
    que deshojara lento su retorno.
    […]
    Mi rostro despuntando en la penumbra.
    Tu boca reticente
    que se duerme en mi pelo.»

    En lugar de hablar de «lenguaje romántico» o «lenguaje no romántico» (denominaciones tan imprecisas que no significan nada) habría que hablar de poesía mediocre o poesía verdadera, que ambas pueden escribirse en los dos lenguajes, en el caso de que existieran puros.

    Y es evidente que Rosana Acquaroni escribe poesía verdadera.

    «Et tout le reste est littérature.»

Deja un comentario

Descubre más desde El Cuaderno

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo