Calendario

Días de 2023 (12 y 13)

Nuevas páginas de un diario no diario de Avelino Fierro, que continúa anotando impresiones de una estancia en Barcelona.

/ por Avelino Fierro /

Barcelona (4)

«Sin música la vida sería un error». Esa frase de Nietzsche y otras en parecido tono mayor estaban siendo barajadas por nuestro hijo Javier para iluminar el programa de mano del recital final de máster que había venido cursando en Barcelona. Ese recital era el motivo que nos había llevado a desplazarnos hasta la ciudad. A las once de la mañana del siete de julio, en la Sala 4 de L’Auditori, tendría lugar el concierto en el que Javier estaría acompañado por sus amigos Laura Estévez, Amat Santacana, Guillermo Reyes y Jorge Quiroga. Interpretarían obras de Giovanni Battista Vitali, Diego Ortiz, Joseph Bodin de Boismortier, Karl Ditters von Dittersdorf, Michael Haydn y Giovanni Bottesini.

Allí estábamos, entre el público. Al ser los padres del examinando no sé a qué tipología de oyentes se nos podría adscribir. Posiblemente quedaríamos fuera de la clasificación que hace Adorno: no estaríamos ni en el experto o ideal, ni en el consumidor cultural, ni en el resentido (enigmática categoría que menciona el filósofo y musicólogo alemán para nombrar a aquel que acude a conciertos de música barroca o tardomedieval). Quizá se nos habría podido encuadrar en un nuevo género: el del oyente nervioso sin posibilidad de disfrutar de la música, al que todo le da igual con tal de que la interpretación no descarríe y acabe cuanto antes.

Sin embargo, aquello resultó ser affettuoso ed appassionato. Por instantes pudimos olvidar el cuerpo y la razón. Formas que se movían gracias al sonido anidaban en resquicios de la pequeña sala, se posaban en los hombros de alguno de los asistentes, descansaban en las butacas de color rojo o rodeaban con arabescos el clave o el violone. Yo me entretuve en esas simplezas. Algunos fragmentos llegaban con más nitidez, como motivos encadenados a emociones, a escuchas anteriores. No sabría decir más. Quizá mencionar que en algún instante el caminar del tiempo titubeó (algunas notas hicieron trastabillar sus pies descalzos) y que en un momento crucial también apareció el amor.

Revisé el programa y pude comprobar que Javier no lo había adornado con ninguna frase trascendente. La música se basta a sí misma. Es difícil hablar. Ni siquiera figuraba aquella cita de Nietzsche. Quizá porque el lenguaje no alcanza. Lo dice así el filósofo, en un fragmento de sus escritos póstumos del otoño de 1887: «En relación con la música, toda comunicación mediante palabras es de una clase desvergonzada; la palabra diluye y embrutece; la palabra despersonaliza: la palabra hace común lo no común».



Barcelona (5)

Por fin, El Libro, Calendario, ha podido volver al lugar en que nació. Allí estaba, para ser presentado en sociedad. Nervioso, atusándose el pelo, tirándose de las solapas hacia abajo, pasando la lengua por alguna página y por los labios. El lugar imponía: el patio de La Central, en el Raval. Hasta llegar a él tuvo que recorrer los pasillos de aquella librería, mirando hacia los estantes, a las mesas con los últimos títulos, las novedades. Le pareció que la mayoría de ellos se movían mejor que él en aquel ambiente, estaban más acostumbrados: desde aquellos que lucían pegatinas anunciando sucesivas ediciones, hasta los que aparecían elegantes o con los ojos pintados, o con talle de avispa, o haciéndose selfis. Incluso envidiaba a los más modestos, que llegaban ufanos a mejores lugares de exposición tras darse de codazos en los estantes.

Yo, El Autor, me veía y sentía como un chico de barrio. Tampoco me importaba demasiado. No poseo en mi espíritu —como escribió Josep Pla de sí mismo— la infatuación consciente. Me veo plácido, sencillo, pacífico y modesto. Pero también es cierto que había comentado con mis íntimos que me sentía muy orgulloso de haber publicado en esta editorial de Barcelona, que tiene entre sus autores a escritores de mucho fuste: Baudelaire, Brodsky, Proust, Green, Gracq, Leiris, Gadda, Flaiano, Ceronetti… Todos muertos, además. Eso digo yo que dirá algo en mi favor.

En estos pensamientos andaba cuando apareció El Editor. Traía una carpeta de cuero y vestía de negro. Me acerqué, pensando en hacerle una reverencia y, si me concedía la palabra, dirigirme a él con la cabeza baja. Pero me estrechó la mano. Qué placer, me hizo sentir muy bien, arropado, querido.

Y cuando entramos juntos en el patio en el que se iba a desarrollar la función, ya iba más tranquilo. Pero al ver la mesa, con dos sillas, dos micrófonos y dos botellines de agua, de nuevo me sobrevino el malestar. Salí hacia la cafetería y pedí un whisky con agua para apaciguar el ansia o lo que fuera aquella sensación que de nuevo me azogaba. No tenían alcohol de tanta graduación. Me ofrecieron vermú, que acepté y me sirvieron en un gran vaso de plástico.

Cuando de nuevo me dirigí hacia la mesa vi llegar al Crítico. Lo reconocí porque había visto algunas fotografías en libros que ha publicado o antologado. Las referencias eran excelentes. Traía unos folios mecanografiados y un pequeño abanico negro. Aquello me pareció ciertamente sofisticado.

Entre el público, algunas caras conocidas de lectores. Los Menchero, los Carrasco, los H. Fidalgo, los Yago Ferreiro, los Gorostiaga, los Arnau, los Llamas, los Vega Martínez. Dos mujeres de mediana edad de rostro sereno; una de ellas con un cardado excesivo, un poco a la manera de Maggie Simpson. Y un tipo gordo, de aire yo diría que siniestro. Un despistado, un periodista acaso… En otros tiempos, la policía cultural o de la brigada político social tenía esa facha. Recordé aquella conferencia del filósofo Gustavo Bueno en el salón de una Caja de Ahorros. Aquel señor vestido de gris desalojó a la concurrencia cuando el orador (ni siquiera llevaba cinco minutos perorando) exclamó: «Y qué decir de Isabel II, la reina puta». Todos a la calle.

El Crítico me ofreció entablar una conversación, esa forma de hablar como si no hubiera público. Me sorprendí de mi atrevimiento, pero le contesté que me disgustaba aquel modo de proceder, que él llevaba todos aquellos folios y yo también mis notas, y que si nos poníamos a ser ocurrentes o a divagar sobre lo que llevábamos escrito, todo lo reflexionado y rumiado en soledad para alcanzar una cierta verdad o artisticidad o contundencia, se iría al traste.

Empezó a hablar. De generaciones, de intereses culturales comunes —de él y míos—, de nuestro origen en la periferia… Me estaba gustando. Llevaba pocos minutos discurseando y yo —sin duda aquellos sorbos glotones al caldero de vermú— lo interrumpí. Hablé. Y él replicaba y así estuvimos un buen rato.  Y aquello no resultó del todo mal.

Iban desfilando los días de 2019, los primeros balbuceos, las primeras páginas, aparecieron amaneceres y nubes. Me gustó que dijera de mí «poeta del tiempo agónico», porque claro que cobijo en mí la poesía para ensimismarme y hacer que el paso de las horas no me lleve al desvarío. El Crítico cumplía bien su misión: seguía los consejos de W. H. Auden: informaba, sugería, arrojaba luces para la mejor comprensión del texto. Los Escritores y los Libros son un poco ciegos, necesitan la mirada atenta de otro. La lectura del Crítico requiere —quizá como la del poeta— observación y pensamiento. Pasear con calma por el paisaje del libro, por sus sembrados, y observar cómo viene esta vez la cosecha, cómo han brotado los detalles, cómo han madurado algunos adjetivos. Si el estilo, con no ser nada, ha aguantado bien los embates del invierno y del frío. Una de las oyentes, que dijo llamarse Gemma y haberse desplazado desde Lleida al acto, también esbozó algunas reflexiones, habló de cierto paralelismo entre la forma de escuchar la música y la lectura de mis escritos.

Los Músicos invitados interpretaron algunas composiciones con mucho acierto y brío. Dos danzas de Vitali, dos ricercadas del tratado de glosas de Diego Ortiz de 1553 sobre el bajo conocido como La Spagna, una sonata para dos instrumentos graves de Boismortier y, para finalizar, una ricercada del tratado de glosas de Diego Ortiz basado en el bajo de La Follia. Llegaron los aplausos y el rito de la firma. Miré por el rabillo del ojo, preocupado: En la mesa que el Editor había pedido que dispusieran con algunas botellas de cava y aperitivos se había arremolinado la gente. Era posible que no pudiera celebrar mi propio homenaje. Porque yo besaba manos, prodigaba abrazos y extendía palabras y fechas en las páginas de otros Calendarios.

Una gaviota que había estado presenciando el acto desde la gran palmera que habita en el patio hizo crujir el aire con sus alas; fue la señal de adiós. Y un canto tradicional que los Llamas y otros asistentes entonaron marcó el final de aquel acontecimiento delicioso.

El Editor intuyó que aunque yo —como había reseñado meses antes otro crítico en una revista— rezumaba de expresiones sublimes y de la iluminación de los mejores místicos, me mostraba ya abatido y era el momento de venir en mi ayuda. Atrás quedaban algunas discusiones sobre dónde tendría que ir esa o aquella coma, o sobre recortar o no la fotografía de la página sesenta y uno, esa en la que una joven mira el cuadro en el Museo. Entendió que, si bien la contemplación mística no combina demasiado mal con el ayuno, había que recuperar el tono tras tantas emociones.

Allá fuimos, caminando hacia la parte alta de la ciudad, a un lugar que el Editor nombró como «de picoteo, pero muy pijo». Allá fuimos, digo. Él, la Correctora y yo mismo. El Crítico, hombre de horarios europeos y con otras obligaciones de altos estudios, comunicó que no podía estar en la cena. El lugar, una tasca pequeña y con una presencia, diría, como de chica que va al gimnasio a diario y sale a correr en zapatillas de marca y un top rosa pálido… Perdón, no sé si un lugar de ocio se puede antropomorfizar de esta manera. Yo estaba eufórico, había pasado la presentación, y estaba criando fábulas de nuevo.

Las cenas se servían en dos turnos y faltaban unos diez minutos para que largaran con viento fresco a los comensales del primero. Se acercó El Sumiller, que en unos instantes nos enredó y, aún sin traspasar la puerta del local, en la calle, nos vimos bebiendo una botella de un champán obscenamente caro. Este hombre nos hablaba —como escribió Pla de d’Ors— en cursiva, subrayándose a sí mismo.

Llegaron en ese instante Los Músicos. Llevaban todavía consigo sus instrumentos. Pidieron a la dirección que se los guardase en lugar estanco a temperatura de dieciséis grados. Estábamos a gusto. Nos iban sirviendo platos con estilo yo diría que azoriniano, porque aquello fluía bien sin casi sentirlo. El único que remarcaba los párrafos en negrita y con alguna expresión valleinclanesca era El Sumiller. Nos coló un blanco de la zona, y luego un albariño «oxidado». Fue entonces, tras otros tantos tragos —no sé si había llegado el momento de los gimlets— cuando Amat comenzó a hablar de la lengua materna. Que su defensa no sería posible sin declarar la total independencia de aquella comarca que tan gustosamente nos había acogido. En algunos momentos enfatizaba con largos adagios el discurso. Lo vi presa de la sofisticada maquinaria del ensimismamiento, de esa sensualidad apasionada que siembran a veces los nacionalismos. Le dije no estar de acuerdo. Como también le podría haber dicho que ni siquiera el supremo historiador de esa lengua, el señor Miquel Batllori luciría hoy un lazo amarillo en la solapa. Que así lo cuenta Jordi Llovet en ese libro fabricado en 2022 en unos talleres de la avenida Diagonal, dedicado a sus maestros.

La conversación siguió por ese y otros caminos. En un tono a veces deslavazado y otras apodíctico —como del estilo de Pla dice J. Llovet— íbamos sembrando palabras cada vez más rumorosas, interjecciones, prédicas y sermones tibios.

Salimos a la noche. Unos encendidos de melancolía, otros cantarines, danzando en el aire semidormido. Fue entonces cuando lo volví a ver. Aquel tipo que había asistido a la charla, y al que nadie conocía, estaba subiendo a un taxi unos metros calle abajo. Pero ahora no me resultaba inquietante, sino todo lo contrario. Bien podría ser un enviado de la Academia Sueca, espiando, ojeando y explorando nuevos autores y libros. Como a mí, como el mío.

Yo caminaba sin apoyarme en el suelo. Pies alados y conmigo Calendario, con sus páginas al viento. La Ciudad mostraba sortijas de luz en su traje negro, recogida en sí misma y sin abrazarnos del todo, con ese sueño ligero e inquieto de los que siguen preguntándose por el incierto mañana, por su tornadizo destino.

El Crítico: Fernando Valls.

El Editor: Ramón Girbau.

Los Músicos: Amat Santacana (cello), Guillem Reyes (tiorba), Javier Fierro (violone en Sol).

La Correctora: Mar Astiárraga.

El Sumiller: Un argentino.


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Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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