Creación

Iremos al mar como sea

Un relato de José Manuel Ferrández Verdú

/ un relato de José Manuel Ferrández Verdú /

—¿Nunca has pensado ir al mar?

—¿Para qué?

—¿Cómo que para qué?

—¿Qué hay allí?

—¡De todo! Mujeres, vida, dinero. De todo lo que se puede desear. ¡El mar! ¿Te parece poco?

—Y si vamos allí, ¿qué va a pasar?

—Pues que, además de todas esas cosas, estaremos nosotros.

—Eso lo entiendo, pero ni las mujeres ni la vida ni el dinero serán fáciles de conseguir. Además, aquí también hay de todo eso.

—No me quieres entender. Allí es todo más fácil porque hay más. Te estoy hablando de la abundancia.

—¿Estás seguro?

—Como que estamos aquí ahora.

Tomaron un billete de autobús y se dirigieron a la costa junto con unos cuantos pasajeros. A mitad de camino, el conductor sufrió un infarto y el autobús se salió de la carretera. Menos mal que era un terreno llano y, después de dar unos cuantos saltos y tumbos, se detuvo en medio de una zona desértica donde solo había matorrales y tierra, amén de algún lagarto y varias clases de insectos.

Tras el susto, los pasajeros, que no eran muchos, se tiraron a auxiliar al conductor, pero apenas consiguieron verlo fallecer. Luego bajaron y se pusieron en el lado de la sombra, donde discutieron la manera de salir de allí.

Llamaron a un número de Urgencias y les dijeron que enviarían ayuda, pero dicha ayuda tardaba en llegar y la gente cayó en modorra mientras otros fumaban tabaco o hachís según el gusto.

Ellos estaban liando un segundo porro cuando se escuchó el rumor de un motor y un trasto viejo apareció ocupado por varios sujetos indescriptibles, los cuales salieron para ver qué había pasado. Una vez enterados, aquellos individuos sacaron revólveres de alguna parte y despojaron a los viajeros de sus más valiosas pertenencias. A ellos dos, como no pudieron quitarles nada de valor porque no lo tenían, se los llevaron en la furgoneta hacia un destino nuevo.

Después de un largo recorrido, llegaron a una casa solitaria, donde los hicieron bajar y los metieron en un cuarto con una ventana con rejas desde donde se contemplaba una gran extensión de terreno hacia el poniente, pero ni la más remota señal de que estuvieran cerca de ningún mar u océano.

—¿Se puede saber qué quieren de nosotros? —le preguntó Aníbal a uno de sus apresadores, llamado Felipe.

—De momento, que os quedéis quietos y sin dar problemas. Cuando tengamos claro cierto asunto, ya lo sabréis.

—Si se trata de dar un golpe a un banco, no contéis con nosotros. Solo queremos llegar a la costa. Fuera de eso, todo lo demás nos la trae floja.

—En la costa, lo único que vais a hacer es el ridículo con esas pintas,  y sin un duro, amigo, ¿o es que te crees que allí regalan algo?

—Menos regalan aquí —dijo el otro llamado Antonio.

—Eso nunca se sabe. Si os portáis bien, puede que aún podáis salir de esta con alguna moneda en el bolsillo.

Les explicaron que llevaban un negocio clandestino de cartas de amor hechas a mano, y necesitaban mano de obra. Ellos dos eran la mano de obra. Deberían dedicarse a escribir cartas de amor a destajo y se las pagarían según dispusiera el jefe

—¿Cartas de amor? ¡Pero si eso es del siglo pasado! ¿Qué idiotez estáis diciendo?

—No tenéis ni idea de lo que está pasando. Ahora se cotizan entre la clase pudiente. Todo el mundo desea recibir cartas de nuevo: han vuelto.

—De modo que han vuelto… ¿Y cuánto tiempo tendremos que estar escribiendo esas cartas? Y además, ¿cómo se os ha ocurrido que nosotros sabemos hacerlo?

—Eso sabe hacerlo cualquiera.

—Entonces, ¿por qué no las escribís vosotros?

—Ese no es nuestro trabajo, amigo, sino buscar mano barata para hacerlo.

—¿Y eso se paga bien?

—En el mercado negro, si se sabe vender, se puede sacar tajada.

Ellos se miraron sin saber cómo tomarse aquel asunto que los tenía encerrados a merced de cuatro imbéciles.

—¿Y dónde está el jefe?

Se abrió la puerta del cuarto y entró un hombre grueso con bigote, que tenía toda la pinta de ser el jefe.

—Hola, jefe —dijo Aníbal—. ¿Se puede saber para qué nos han traído hasta aquí?

—¿No os gusta este sitio?

—No se trata de eso.

—Entonces, ¿de qué se trata?

—De que estamos presos.

—Bueno, no exactamente. Estáis aquí, eso es cierto, y de momento no os podéis ir. Pero no sois presos, sino solo trabajadores obligados.

—A escribir cartas.

—Exacto —dijo el jefe.

—Y eso de las cartas, ¿qué clase de negocio es?

—Ya os lo ha explicado aquí mi camarada el Pollo. Tenéis que escribir cartas de amor. El amor es lo más importante. Yo me enamoré el año pasado de la poesía birmana del siglo VIII. Menos mal que no había ningún poeta en Birmania en ese siglo y pude ocuparme de cosas más importantes. Las cartas románticas del período romántico se pagan muy bien. Las escabrosas un poco más. Y las cursis y llenas de tópicos son las más caras de todas. Tenéis que esmeraros para que todos ganemos. ¿Alguna pregunta?

—Por ahora, ninguna, pero no espere grandes cosas de nosotros, jefe.

—Solo espero que hagáis vuestro trabajo como hombres.

Algunos días los sacaban a pasear acompañados por el Pollo y por Jaime. Una tarde se alejaron hasta unas colinas a unos dos kilómetros de allí. Desde lo alto se veía el mar. Un mar solitario y largo.

—¿Ves? —dijo Aníbal—. Lo que yo te decía: ahí tienes el mar. ¡Y pensar que ya casi hemos llegado…!

—Pero desde aquí no se ve nada de todo lo que habías dicho.

—No tengas prisa: será cuestión de buscar.

Los otros dos estaban un poco apartados fumando, y al escuchar la cháchara se aproximaron.

—¿Se puede saber qué os parece tan interesante?

—¿Es que no lo ves, o es que estás ciego? Míralo, ahí lo tienes: el mar.

—Eso ya lo sé. Lo estoy viendo desde hace siete años —dijo Jaime.


«Estimadísima y reverendísima Lurdes:

Es mi amor tanto y tan guapo, que ya no sé cómo voy a poder aguantarlo, ni hasta dónde.

Tú eres como una piedrecilla amorosa.

Tú eres como un ombligo amoroso.

Tú eres la cana.

¿Cómo me tratas tan mal, que apenas puedo conmigo con el fuego interior que llevo y me quemo como un mechero?

¡Ay, ay, ay, por favor, no me haces puto caso!

Dame tus medidas y te prometo que me las comeré.

Dime si vamos a hacer lo nuestro, porque estoy que sin ti no sé si arrancarme un dedo del pie.

Tuyo afectadísimo,

Alfonsito tuyísimo».


Al leer esta primera carta, el jefe Ossorio se puso la mar de contento y se dio cuenta de que aquellos dos piojosos tenían talento para este negocio, de manera que les propuso que escribieran dos docenas más. Al cabo de una semana, habían conseguido vender las cartas por más de veintitantos euros, lo cual les ganó el respeto de la banda de contrabandistas, y decidieron celebrarlo por todo lo alto. Subieron a un collado y bebieron vino hasta hartarse junto con unas empanadillas que Jaime había conseguido a buen precio. Luego se pusieron a dormir la mona bajo un frondoso alcornoque que había crecido solitario en la cima de la colina. Al despertar, la hija de Ossorio, Micaela, les puso un bizcocho horrible que tragaron con apetito

—Muchachos, tengo algo que deciros… Ahora ya sois como de la familia. Habéis demostrado fidelidad y morro, por lo que os voy a nombrar camellos.

—¿Camellos…?

—Sí hombre, los que trafican con los papeles. Nuestro territorio va desde este alcornoque hasta un pueblo un poco más abajo: Miraflores de la Higuera. Hay turistas que necesitan esas cartas como el comer y pagan por ellas. Solo tenéis que dejaros ver en los lugares apropiados y ellos acudirán a vosotros.

—¿Y qué hacen con ellas?

—¿Qué van a hacer? Encerrarse en cualquier cuchitril y leerlas hasta quedarse fritos de amor. A veces acaban fumándoselas con yerba o coca.

—Comprendo —dijo Aníbal—. O sea, que camellos. ¿Ves? —dijo dirigiéndose a Antonio—. Ya te dije yo que en el mar había jaleo y uno podía prosperar. Ahora va a enterarse de a quiénes se enfrenta toda esa chusma de cretinos que viene a ponerse ciega de amor. Los vamos a hinchar a tanta hermosura que se van a volver locos.

Una tarde, mientras Antonio estaba en su esquina, llegó una joven temblorosa pidiéndole con desesperación tres cartas de diez folios cada una. Tenía aspecto andrajoso y desgreñado y unas ojeras como pianos.

—No sé si ahora mismo tengo tanto. Espera aquí, que voy a ver.

Fue hasta un rincón de una casa vieja donde había guardado la mercancía. Solo tenía dos cartas de catorce folios entre las dos. Se las llevó a la chica y esta, a cambio, le ofreció nueve euros por las dos. Antonio la invitó a una taberna, pero ella estaba desesperada, y tenía prisa por leer. Tenía mucho mono. Le pidió que la acompañara a la pensión donde se alojaba. Allí había un maromo dormido sobre la cama que roncaba como un bendito.

Ella se sentó en un rincón y comenzó a leer con ansiedad las hojas como si en ello le fuese la vida. Las manos le temblaban de mono y de emoción.

—¿Y este?

—No sé.

Había un fuerte olor a vino rancio. Las paredes estaban desconchadas y los muebles daban pena. Había algunos libros de poemas junto a la cama.

—¿Te gusta la poesía?

—No. Los poetas, sí. Si intenta leerme algo, lo mato.

—¿Quién?

—Ese —dijo señalando al durmiente. Hablaba sin levantar la vista.

—Comprendo.

Al cabo de leer, fue entrando en un sopor y cayó inconsciente con las hojas en su regazo.

Antonio regresó a su esquina y al cabo de varias horas, en las que nadie acudió a él, vio venir a la pareja de la pensión medio ciegos y dando tumbos en dirección a él.

—Este es Paolo.

—Encantado.

—Vamos a pasear. ¿Nos acompañas?

—Sí.

Salieron del pueblo y fueron hasta la playa. Era un día gris y había mucha arena que el viento empujaba contra las dunas. Caminaron a lo largo de la playa y entre dos dunas había un chiringuito de apenas dos metros de barra y una mesa triangular con tres sillas. Parecía hecha para ellos. Un hombre grueso atendía la barra. Pidieron unas cervezas y tomaron asiento. Hablaron de esto y de aquello. Paolo se emocionó mirando hacia las olas y, sacando un papel, leyó unos versos.

—Sabes que no me gusta que hagas eso, querido.

—Es que no te gustan mis versos, querida.

—No, querido.

—Entonces, ¿qué quieres?

—Que te calles, chato.

—Tendré que reciclar.

—A Paolo lo vuelve loco reciclar —dijo la joven.

—¡Qué interesante!

—Sí, dice que así las cosas entran de nuevo en la rueda del Samsara, y de esta manera el mundo es más perfecto.

—Pues por mí puede reciclar todo lo que quiera; no seré yo quien obstaculice sus impulsos más nobles.

—Quiero reciclarte a ti —dijo Paolo dirigiéndose a Antonio, el cual se sorprendió ante la manifestación de un deseo tan tonto.

—Yo no soy reciclable, amigo, tendrás que pensar en otro material.

—Eh, muchachos, va todo bien —preguntó el barman del bigote.

Al cabo de un rato, Antonio se despidió de la pareja y regresó.

—Tenías razón —le dijo a Aníbal—: aquí hay mucho ambiente.

—¿Ves como sí?

—He estado con una pareja, él poeta y ella colgada de las cartas. Hemos estado a punto de liarla.

—No sabes lo que me alegro.


José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos  cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes,  admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.

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