Estudios literarios

Proust, Baudelaire: ¿un tejado a dos aguas?

Lorenzo Luengo escribe sobre dos grandes literatos franceses a partir de la publicación de sendos libros en la editorial Acantilado: unas 'Cartas escogidas' del autor de 'En busca del tiempo perdido' y los 'Escritos sobre arte, literatura y música' del de 'Las flores del mal'.

/ por Lorenzo Luengo /

Ahora que al mirar por la ventana, en esta tarde con viento, he visto casualmente a una niñita en la parte alta del río, intentando dar algo de comer a un gato callejero (en mi lista de noticias a las que otorgo verdadera importancia, esta bonita historia de amistad todavía a regañadientes entre una niña y un gato ocupa mis titulares del día), he pensado que sería un buen momento para hablar de dos autores franceses que siempre me hacen pensar en un gato: Proust, por su estilo de lo más felino (solo un gato podría caminar una frase de casi mil palabras) y Baudelaire, cuyo famoso autorretrato es ya la cara de un gato (y que dedicó a sus hermanitos los gatos un poema en el que los compara a esfinges, «sumidas en un sueño de sueños infinitos»).

No llegaré al extremo de decir que Cartas escogidas (1888-1922) se puede leer como una extensión de la Recherche. Pero no es ninguna locura decir que sí se puede leer como una larga nota a pie de página de ese encantador ensueño. Proust es uno de esos escritores que recorren los rincones de su propia obra como si no hubieran venido a este mundo más que para ser el esquema de un proyecto literario, planos de un templo erigido a un dios que nacía y moría con ellos. Borges y Kafka, que son los primeros que ahora me vienen a la cabeza, también lo son. Pero por alguna razón yo veo ese cuerpo maltrecho, extendido sobre una cama de enfermo, como el arquetipo sobre el que se erige toda la literatura, un diagrama en el que se sostienen las pirámides pasadas y cualquier posible y encandilada Samarcanda futura. Esto no es algo que uno pueda apreciar fácilmente en sus temas (si se trata de pensar en pirámides y samarcandas, es mucho más sencillo recurrir a Borges y Kafka); hay que echar más bien la vista atrás, y no pensar en términos de asuntos sino de sensaciones, para darse cuenta de que toda literatura, desde el sueño que una mujer de Babilonia dejó grabado en una piedra hasta los balbuceos del jovencito de quince años que en estos mismos momentos se acerca a la hoja en blanco como la niña de ahí fuera a un gatito salvaje, quería converger en él. Cada palabra que escribió con una intención de sentido —y no simplemente con el fin de aproximarse a alguna sensación irresoluta— constituye una mota del ideograma final, la gran catedral que flotará para siempre en las regiones del espacio. Y entre esas palabras es preciso contar también las de sus cartas, incluso aquellas en las que este enfermo en absoluto imaginario suplica a sus corresponsales que atribuyan a su extenuación el hecho de que todo aparezca en ellas como por decidirse, como una casa de verano con los muebles cubiertos todavía por las sábanas, girando como satélites artificiales en torno a un color, un perfume, una noción desoladora que se le escapa.

Para los lectores de la Recherche, de su traducción de Ruskin o de sus ensayos (más bien poemas en prosa: Proust era un pensador a su manera, un muchachito que iba por los libros como por la vida: recogiendo flores), las páginas que más interés despertarán son esas en las que un escritor verdaderamente extenuado expresa sus dificultades con el libro que tiene entre manos, los momentos en que busca cómplices y consejeros y (algo extraordinario) las frases ya irremplazables de su catedral se encontraban todavía a medias, con los andamios puestos, o estaban todavía por hacer. (¡Y cómo tiembla el suelo al imaginarnos esa catedral!: «¿Le gustaría el título Jardins dans une tasse de thé, o L’Âge des noms para el primer volumen; para el segundo: L’Âge des mots; para el tercero: L’Âge des choses? Lo que preferiría es que aparezca el nombre de Charles Swann, pero indicando que no es todo Swann: Primeros esbozos de Charles Swann»). Consigue un hechizado poema simbolista, que casi se proyecta sobre el futuro Ponge, simplemente poniendo diferentes ideas para un título unas sobre otras (en la carta a Reynaldo Hahn, 1912). Y crea obras tan divinas como esta maravilla, que recuerdan a los cálices más pequeños, pero igualmente rebosantes de una vida eterna, en los que casi nadie repara porque se encuentran medio ocultos detrás de puertecitas secretas, en el barroco ostensorio del altar: «Mi memoria y mi imaginación me ofrecen de vez en cuando sesiones de estereoscopio de la sonrisa de su hija y de los fonógrafos de su voz. Llamo a esto, con un título un poco pasado de moda, “Los placeres de la soledad”».

Esa vida eterna se entrevera a pasajes de vida cotidiana, en los que reconocemos una decoración que viene directamente de los salones de la casa de Guermantes:

«Por lo que respecta al almacén que guarda la alfombra, tengo amigos que afirman conocerlo y quizá podrían ir, si usted cree que La France no es la indicada. Pero, aunque se valore, quedará por encontrar un comprador. En fin, mientras le abrumo con todas estas insípidas cuestiones, también quisiera plantearle una que nada tiene que ver con las ventas. Tengo en mi horrible antesala un paragüero de madera magnífico, proveniente obviamente de una iglesia en la que desempeñaba otras funciones, con tallas dignas de las del liceo de Caen y que sin duda compró usted. Ahora bien, me parecía recordar que, en la rue de Courcelles, había otras tallas parecidas, y no las encuentro. Puede que mi memoria me engañe. ¿Se acuerda usted? En todo caso, si existieran, podrían haber desaparecido perfectamente, pues fue el “bueno de Antoine” quien supervisó mi mudanza, de suerte que una alfombra oriental que trajo D’Albufera de su viaje de bodas, así como otras cosas, salieron de la rue de Courcelles y nunca llegaron al boulevard Haussmann».

Como escritor de sensaciones, Proust se eleva a la manera de un pararrayos por el que fluye la corriente eléctrica de toda esa literatura que fue y que alguna vez será. Quizá sus tiendas de campaña, sus palacios estables y sus quioscos de colores se concentren, es verdad, en los grandes núcleos urbanos, en las áreas pobladas por lo que cada siglo pudo considerar abiertamente lo moderno. Pero en su forma de observar, en su mirada tendida hacia lo alto —que no es un simple «mirar hacia arriba», sino un complejo ver lo infnito en aquello que roza el pie—, uno reconoce a aquella mujer de Babilonia que describió su sueño sobre una tablilla de barro cocido, arcana piedra angular sobre la que irradia su luz la misma constelación que brilla para Borges y para Kafka. ¿La única diferencia? Proust no sale de su boulevard, y sus elefantes sagrados no pasean por desiertos y zocos árabes, sino por maravillosas mansiones señoriales.

En cuanto a Baudelaire, esa vertiente inclinada del tejado que riega el otro lado del jardín, ¿qué puedo decir de él, y qué puedo decir de los ensayos del hombre al que debo buena parte de mis mejores momentos como lector? Mejores momentos en el sentido de un placer intelectual sumamente perverso. Supongo que todo el mundo conocerá un popular juego de interés humano, vinculado por lo general a alguna aventura solidaria, consistente en ir cambiando objetos con distintas celebridades que se muestran mediáticamente sensibles a enfermedades raras y catástrofes naturales de manera que al final del proceso, que abarca actores, intelectuales, sujetos más o menos anónimos, deportistas y en algunos casos hasta políticos, un bolígrafo termina por convertirse, por ejemplo, en un coche de carreras. Yo tengo un amigo, un amigo poeta, que pasó por algo parecido a ese bolígrafo, solo que de otra forma: él acudió a su médico de cabecera para tratarse una leve conjuntivitis y, después de unas cuantas revisiones infructuosas y de ponerse al cuidado de diferentes especialistas, que fueron a su vez solicitándole pruebas y cambiándolo de manos hasta que finalmente aterrizó en neurología, se llegó a la única conclusión posible, y desde entonces los que todavía nos mantenemos fieles a su compañía tratamos de no impacientarle demasiado con nuestra buena voluntad de ayudarle cuando, en medio de un prolongado gruñido, se devana por empujar con la boca la pajita que permite el desplazamiento de su silla de ruedas. No, no es cierto, ese amigo mío no existe. Pero lo que pretendo con este ejemplo es ilustrar la manera retorcida en que se articula ese lado tan encantador como ignorado del Baudelaire ensayista, el modo en que su prosa se prepara para saltar sobre el lector y de pronto, parando el tiempo en el aire, una idea repentina aparece iluminada por el sentido del humor más macabro y perverso que posiblemente haya dado la historia de nuestra divertida especie desde la primera crítica conocida, i. e., la que Caín le hizo a Abel sin necesidad siquiera de pronunciar una palabra. En fin, que otros hablen de Baudelaire tirando del rutinario argumentario crítico que aprendimos en la universidad. Yo, que desaprendí ese argumentario hace mucho, prefiero poner la luz sobre su perfil con ejemplos tan crueles como el de mi inexistente amigo. Lo digo completamente en serio: para leer los juicios más inteligentes jamás escritos sobre arte, especialmente el arte del siglo XIX, en el que Baudelaire se convirtió —junto a Ruskin y nadie más— en el mayor y más original especialista conocido gracias a su sobrenatural buen gusto y a un sistema crítico propio, y encontrar además aquí y allá esos giros de pensamiento que hacen que uno pueda temer ir al infierno por compartir con el diablo una espectacular carcajada, es preciso acudir a estos Escritos sobre arte, literatura y música. Naturalmente, no todo lo que vamos a encontrar en ellos es esa risa macabra. Las notas tituladas «Puesto que el realismo existe», recogidas entre los escritos póstumos de Baudelaire, y que contienen frases de este tenor («Una mirada a lo Dickens, la mesilla de noche del amor», «Este mundo, un diccionario jeroglífico. De todo esto no quedará más que un gran cansancio para el brujo, el Vaucanson atormentado por su autómata»), retienen todavía algunas risitas que se escapan entre los dedos, pero por su crueldad, su salvajismo, por esa manera que aquí tiene el apasionado e implacable observador de su tiempo de profundizar en su inconsciente hasta extraerle tan bellas y, a veces, inexplicables perlas, uno podría pensar que se halla ante el esquema de un poema perturbador, del corte retorcido que solo más tarde lograría levantar el siniestro conde de los ojos estrábicos, Isidore Ducasse… y quizá por su veneno repleto de espléndidos fogonazos el Thomas Bernhard de En las alturas (que no es exactamente un poema, pero para entendernos). Con otros pasajes del libro («Sobre algunos de mis contemporáneos») corremos el riesgo de que su desconcertante lucidez nos haga abrir de par en par la ventana y saltar por ella, y no por desesperación ante una verdad terrible que hasta ahora nos había eludido, sino por el efecto de una prosa alada que te anima al deseo de volar. Por suerte para nosotros, lo que alarga la mano y nos detiene antes de hacer algo completamente inútil pero irremediable es la clase de belleza (no la que uno sienta sobre las rodillas para despreciarla) por la que a fin de cuentas hacemos el esfuerzo de vivir. «Beethoven comenzó a remover los mundos de melancolía y desesperación incurable acumulados como nubes en el cielo interior del hombre… Los poetas han proyectado unos fulgores espléndidos, deslumbrantes, sobre el Lucifer latente que está entronizado en todo corazón humano». Hay momentos en los que uno querría ponerse en pie tan exaltado como un personaje de Dostoyevski e ir por la casa repitiendo a gritos algunas de sus frases, aporreando las paredes para que el vecino se entere y llamando bestias inmundas a los rusos inexistentes que desde el sillón te piden que dejes de gritar.

Después, cómo no, está el asunto de su modernidad:

«Edgar Poe escogió como asunto de su discurso un tema que siempre es interesante y que se ha debatido mucho entre nosotros. Anunció que hablaría del principio de la poesía. Hace ya tiempo que existe en Estados Unidos una tendencia utilitarista que aspira a apropiarse de la poesía como de todo lo demás. De modo que allí existen poetas humanitarios, poetas del sufragio universal, poetas abolicionistas de las leyes sobre los cereales y poetas que quieren que se construyan workhouses. Juro que no me estoy refiriendo a nadie de este país. No es culpa mía que las mismas teorías y las mismas disputas agiten a diferentes naciones. En sus lecturas, Poe les declaró la guerra. No sostenía, como ciertos sectarios, locos fanáticos de Goethe y otros poetas marmóreos y antihumanos, que todo lo bello es esencialmente inútil, sino que se proponía antes que nada, como objetivo, la refutación de lo que espiritualmente él llamaba “la gran herejía de los tiempos modernos.” Herejía que consiste en la idea de la utilidad directa».

¿Moderno? Baudelaire era moderno en el sentido de eterno, de no dejar de ser nunca una conciencia presente: nadie como él despreció esa modernidad material que sin embargo le obsesionaba como un ingrediente adictivo, como un veneno que debía tomar en grandes dosis para poder vomitarlo una vez más.

Por cierto: las dos páginas dedicadas a Boudin, cuyas acuarelas, las mismas que estuvieron en las manos de Baudelaire, yo también sostuve entre las mías en una visita privada a un bonito y recogido museo de Honfleur, cerca de la casa de Satie —y, por si alguien quiere visitarlo, en un saliente de la antigua calle del Hombre de Madera: ¿por qué ya no se ponen nombres así: «calle del Hombre de Madera»?—, deberían tener su propia estatua ecuestre no aquí en la tierra, pues eso no sería nada, sino en algún remoto planeta mucho más acorde con la inteligencia de aquel hombre verdaderamente «fuera del mundo». Una estatua en Saturno, ¿por qué no? Con su cinturón anillado, con su misterioso hexágono en el polo y sus pavorosas tormentas revestidas de dioses. Sí, Saturno le iría muy bien.


Cartas escogidas (1888-1922)
Marcel Proust
Acantilado, 2022
490 páginas
28 €

Escritos sobre arte, literatura y música (1845-1866)
Charles Baudelaire
Acantilado, 2022
986 páginas
49 €

Lorenzo Luengo (1974) ha publicado las novelas La reina del mediodía (Fundación José Luis Cano, 2002), El quinto peregrino (Pre-textos, 2009), Amerika (Algaida, 2009), Abaddon (Algaida, 2013) y El dios de nuestro siglo (Seix Barral, 2017), la colección de relatos El satanismo contado a los niños (Tropo, 2014), y dos estudios críticos (traducción, edición y notas): Diarios de Lord Byron (Alamut, 2002; Galaxia Gutenberg, 2018) y Diarios en la vieja rectoría (Siruela, 2022). Es colaborador habitual en la revista literaria Zenda y el suplemento Abril de El Periódico de España, donde escribe reseñas y artículos.

14 comments on “Proust, Baudelaire: ¿un tejado a dos aguas?

  1. Agustín Villalba

    Extraño que el autor de este texto no hable del artículo de Proust sobre Baudelaire, que se puede leer aquí:

    Marcel Proust
    A propos de Baudelaire
    La Nouvelle Revue Française, Tome XVI, 1921 (p. 641-663).

    https://fr.wikisource.org/wiki/%C3%80_propos_de_Baudelaire

  2. José Manuel Ferrández Verdú

    Nadie ha hablado nunca con tanta profundidad como Proust acerca de los problemas de las marquesas

    • Agustín Villalba

      ¿El amor y el tiempo son problemas únicamente de las marquesas?

    • Agustín Villalba

      «Pero si Flaubert o Sthendal o Balzac tambien hablan de la gran burguesía lo hacen con realismo. Lo de Proust es una exquisitez superflorida.»

      Mi pregunta anterior era superflua. Es evidente que usted no ha leído a Proust. Lo máximo que ha hecho usted es ver alguna película basada en su novela. Y habiendo visto en la pantalla marquesas bien vestidas cree usted que el tema de «La Recherche», desarrollado durante 3.500 páginas, son las «exquisiteces superfloridas» de las marquesas parisinas.

  3. José Manuel Ferrández Verdú

    Son grandes problemas para los que no tienen nada que hacer
    Es decir los ricos de antes
    Los de ahora no tienen imaginación suficiente para inventar ese tipo de asuntos tan bellos y profundos y glamurosos y literarios
    Pero si Flaubert o Sthendal o Balzac tambien hablan de la gran burguesía lo hacen con realismo
    Lo de Proust es una exquisitez superflorida Para mentes delicadisimas y para intelectuales sofisticados
    Lo mismo que Ulises
    Entre ambas obras han parido la literatura modernista cuyo mayor ambición son los alardes experimentalistas para eruditos, profesores y escritores despistados

    • Agustín Villalba

      ¿En qué traducción ha leído usted a Proust – si lo ha leído realmente?

      • Agustín Villalba

        “Pero si Flaubert o Sthendal o Balzac tambien hablan de la gran burguesía lo hacen con realismo. Lo de Proust es una exquisitez superflorida.”

        Mi pregunta anterior era superflua. Es evidente que usted no ha leído a Proust. Lo máximo que ha hecho usted es ver alguna película basada en su novela. Y habiendo visto en la pantalla marquesas bien vestidas cree usted que el tema de “La Recherche”, desarrollado durante 3.500 páginas, son las “exquisiteces superfloridas” de las marquesas parisinas.

      • Agustín Villalba

        Error en el lugar de mi anterior comentario, que debe ir aquí:

        “Pero si Flaubert o Sthendal o Balzac tambien hablan de la gran burguesía lo hacen con realismo. Lo de Proust es una exquisitez superflorida.”

        Mi pregunta anterior era superflua. Es evidente que usted no ha leído a Proust. Lo máximo que ha hecho usted es ver alguna película basada en su novela. Y habiendo visto en la pantalla marquesas bien vestidas cree usted que el tema de “La Recherche”, desarrollado durante 3.500 páginas, son las “exquisiteces superfloridas” de las marquesas parisinas.

  4. Agustín Villalba

    Si alguien puede borrar los comentarios 4 y 8, la conversación quedaría más clara.

  5. José Manuel Ferrández Verdú

    No hace falta leer la recherche entera para conocer la obra de Proust

    Leí casi mil páginas de la edición de Alianza

    Swan y Combray creo que eran los puntos de referencia de sus recuerdos

    Lo dejé porque no le sacaba ningún placer

    No niego su inteligencia psicologica

    Sólo digo que me aburren los antiguos asuntos de la bella epoque

    Una proliferación interminable de frases y ocurrencias de una monotonía plomiza

    Se echa en falta la vida desbordante de Balzac o Galdós o Clarín o Dostoyewski

    Parece que Proust intenta convertir la enfermedad en hecho estético, y lo que más cerca tiene son sus iguales de una burguesía y aristocracia llena de preocupaciones un tanto fantasmagoricas

    Piense en Raskolnikov y su dramática vida

    Qué drama hay en Proust además de ser un hombre enfermizo
    Creo que era ingenioso con sus amigos pero ese ingenio no aparece en su obra

    No hay humor

    Le sucede como a Benet, otro proustiano de frase enrevesada e ininteligible

    También Kafka fue un enfermo y creó una obra que esta sí es original sin necesidad de que los expertos y eruditos lo expliquen porque se nota al vuelo

    O Chejov, en alguno de cuyos cuentos hay más vida que en toda la recherche

    De esta sólo queda la impresión de una multitud de palabras formando un laberinto inexpugnable en el fondo del cual se mueven algunos fantasmas con apenas un rumor de sábanas de algún tejido exquisito

    Todo ese lío del tiempo y el recuerdo está muy bien y es además un sentimiento universal y eterno

    PROUST escribió lo que supo escribir pero los malos críticos y profesores de literatura lo han convertido en un mito estúpido y le han dado una relevancia sólo basada en la pedantería y el esnobismo de la palabrería intelectualoide

    Cuando lo Leí era obligatorio para quien tuviese un poco de aficion ya que los jóvenes son muy influenciables por el ambiente y los mandatos no escritos son muy poderosos

    Pero al revés que con Dostoyewski, con PROUST no he vuelto a sentir la necesidad de volver

    Que lo lea quien quiera

    Seguirá siendo leido

    Como Ulises

    Porque debe serlo a pesar de ser un libro aburrido, ya que los gurús así lo han dictado empezando por Gilbert un puñado de snobs

    Sin embargo Dublineses y el Retrato son dos obras maestras incuestionables

    Luego Joyce se volvió loco

    • Agustín Villalba

      Me lo temía: conoce usted a Proust de oídas. Leer a Proust en español, sobre todo en la edición de Alianza llena de errores (algunos alucinantes – de los que nadie parece haberse dado cuenta, porque en España nadie compara las traducciones con los originales) y escrita en un español macarrónico, es como leer a Quevedo en vascuence. En español sigue sin haber una buena traducción de Proust (Mauro Armiño está haciendo una nueva de La Recherche – y con razón, porque la suya era ilegible).

      Proust es ante todo una escritura, un estilo, un francés prodigioso, como ha habido pocos desde Saint-Simon y Chateaubriand. Si se le amputa el estilo y se le sustituye por un español escolar, es lógico que el resultado sea lamentable y que Proust se convierta en un autor aburrido. También el «Cántico espiritual» de San Juan de la Cruz es aburrido leído en francés. Y sin embargo…

      En resumen, que no se puede discutir sobre Proust sin haberlo leído (espero que no haya perdido usted el tiempo leyendo a Céline en español, porque su caso es aún peor que el del amigo Marcel).

  6. José Manuel Ferrández Verdú

    Pues sí
    He perdido el tiempo con el viaje al fin de la noche
    La mejor novela francesa de toda su historia
    Ha leído usted a Tostoi o Dostoyewski en ruso
    La Biblia en griego
    Kafka en alemán
    Hasek en checo
    Bukowski en ingles
    Homero en griego antiguo
    Buzzati en italiano
    Pessoa en portugués

    Según su argumento sólo así podría conocerse correctamente la literatura

    Pero ese argumento tiene un fallo

    Para apreciar en toda su inigualable expresividad la prosa de Cervantes hay que leerlo en castellano

    Pero para que ese placer inigualable sea total es necesario que el castellano sea la lengua materna

    No es lo mismo una lengua aprendida

    Se pierden infinidad de matices que proceden la íntima Unión de vida y habla durante la infancia

    Además entre Dostoyewski y Proust hay una diferencia que va mucho más lejos de la magnificencia de la prosa

    La fuerza literaria de los personajes las situaciones la acción el humor y lo que es más importante la vida

    La literatura es para mi la expresión de la vida

    Las ideas o las sensaciones no digo que no sean interesantes

    Pero piense en
    El Quijote
    El proceso
    Crimen y castigo
    Los hermanos Karamazov
    El buen soldado Sweigk
    Guerra y paz
    Papá Goriot
    La regenta
    En el camino
    El gran gatsby
    Factotum
    Viaje al fin ….
    El Jarama
    Juegos de la edad tardía
    Oliver twist
    El guardián entre…
    Conversación en la catedral
    2666

  7. Agustín Villalba

    Proust no es comparable a los autores que usted cita, porque es ante todo un estilista. Como Céline, que es aún más intraducible. Los rusos dicen que a Dostoievski hay que leerlo en francés, porque lo mejora mucho (el autor de «Crimen y castigo» escribía muy mal).

    En cuanto a leer una lengua extranjera, hay gente que ha vivido en el extranjero más que en su propio país. Y que puede, por ello, ser perfectamente bilingüe. Los grandes expertos en literatura extranjera comprenden perfectamente la literatura de la que son expertos. Hay muchos hispanistas extranjeros que leen la literatura clásica española mucho mejor que el 99,9% de los españoles y ello sin vivir más en España que en su propio país.

    De todos estos temas se podría discutir durante días enteros, pero para ello hay que tener más tiempo del que yo tengo…

  8. Pingback: Proust, Baudelaire: ¿un tejado a dos aguas? – Denis Vicenteño

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