Crónica

La vaca. Viaje a la pampa carnívora

"La vaca. Viaje a la pampa carnívora", a medio camino entre el ensayo y la crónica, es una buena muestra de la amplitud de registros narrativos de Juan José Becerra.

Extracto

/ por Juan José Becerra /

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Juan José Becerra: La vaca. Viaje a la pampa carnívora, Editorial Arty Latino, Buenos Aires, 2008

Percusión y rozamiento. Aún cuando no existieran palabras que designaran a estos procedimientos primitivos para crear fuego, los esforzados individuos prehumanos podían encender las hogueras para compensar las calamidades de un mundo oscuro y frío. Inspirados, cuándo no, en la naturaleza, esa máquina omnisciente que parece solucionar —y crear— todos los problemas que se presentan, los antiguos hombres desearon emular todos sus fenómenos de magia destructiva y se lanzaron a su primera gran conquista. Los rayos que incineraban bosques enteros en la noche, las lupas de agua convertidas en lenguas de fuego arrasando la maleza, los ríos de lava que bajaban de los cerros y, por supuesto, la soberbia solar, dejaron de ser, entonces, las únicas fuentes de ese prodigio encantador.

Los principios del encendido harían sonrojar de vergüenza ajena a cualquier estudiante de escuela técnica. Se frotaban dos trozos de madera sobre un lecho de combustible —hojas secas, ramas, troncos, en esa escala ascendente—, se alcanzaba el punto de ignición y se iluminaba la noche más cerrada. Pero también hubo variantes: se rozaba un palo en la ranura de un árbol o un tronco; o se lo hacía girar a gran velocidad en movimientos que prefiguraron el taladro. La percusión, en cambio, era un método menos laborioso pero más incierto. Consistía en golpear dos trozos de pedernal —una variedad común del cuarzo— contra un trozo de pirita, un mineral dorado llamado alguna vez «oro de los locos», porque desquiciaba a los buscadores de metales preciosos. Más tarde, el pedernal y el acero fueron durante largos siglos el método preferido del mundo civilizado hasta 1827, cuando hizo su ingreso la técnica súper portátil del fósforo y su cabeza química.

La posesión discrecional de ese misterio fue utilizada para obtener calor, luz —¿es justo llamarla artificial?— y protección frente a los animales sedientos de carne humana. Pero el control llegó mucho más tarde, cuando se lo asoció a la mano de obra y a los adelantos tecnológicos de la civilización y se lo destinó a la fundición de metales y a la cocción de cerámicas. Que el hogar se llame hogar —que la casa se llame leña encendida, o al revés— obedece al hecho de que el fuego contribuyó a afirmar las costumbres sedentarias, la organización familiar, la constitución de instituciones, el diseño de la arquitectura pública y la estabilidad sobre la que se montaron las ciudades y las culturas. Los lugares donde habitó el hombre durante el paleolítico medio y superior son abundantes en restos de hogares sin hogar (de hogueras sin casa).

Para cuando apareció el esperado instrumento fatuo, hace un millón y medio de años, los humanos ya manipulaban utensilios de piedra rústica y herramientas. Es el momento del hombre habilidoso, el hombre que comienza a rodearse de pequeñas prótesis para poder cumplir sus deseos de ir un poco más allá del cuerpo. Es posible que a partir de allí haya comenzado un verano evolutivo que incluyó el cambio de hábitos alimenticios. Allí donde había un Australopitecus deshaciéndose en obtener sus menús vegetales, ahora había un Homo habilis más o menos suficiente y abastecido, incursionando en la novedad de la carne. Como si la arqueología cumpliera los sueños de los evolucionistas, se encontraron yacimientos en el oriente de Africa que incluían útiles de piedra y restos de animales marcados y cortados. Tal vez fuera un banquete profético, pero la feliz coincidencia no sólo no disipó la duda —es que es tan difícil— sino que produjo otras. ¿Eran animales cazados?, ¿era carne de carroña? Lo cierto es que en esa época, que se mide con una cronología elástica, estaba todo dado para que se diera el encuentro entre la carne y el fuego.

Pero recién hace poco menos de 400 mil años se hallaron evidencias de que alguien había comido carne asada. En realidad, es el testimonio más antiguo que existe sobre la existencia del fuego y el canibalismo juntos. Al horror se lo llevó el tiempo, pero quedaron algunos detalles que completan el cuadro de la escena primaria del asado argentino.

El hallazgo fue en Zhoukoudian, una localidad de la China donde se reportaron una cantidad de esqueletos que, sumados, dieron el Hombre de Pekín, tan famosos luego como el Hombre de Java o Pithecanthropus. Pero qué época no fue adornada con sus antropofagias. Herodoto describió ampliamente esos hábitos, Marco Polo vio vecinos comiéndose entre sí desde Sumatra hasta el Tíbet; América del Norte y Brasil no le iban en zaga, y Borges describió con ironía el momento en que los charrúas uruguayos degustaron las carnes magras de Juan Díaz de Solís: «Solís ayunó, y los indios comieron». Y es posible que hoy día existan, en los rincones menos visibles de los confines, humanos que despunten del vicio prosaico de comerse a un par de amigos a las brasas. Hay cuestiones de fondo metafísico en esas costumbres, algunas de ellas, famosas. Los humanos comían a otro porque adquirían de éstos su valentía, en el caso de que fueran valientes; o porque se vengaban de ellos por medio de la ingesta de los cuerpos donde ya no cabría un alma: tener o suprimir algo de los otros para siempre era el propósito de una salvajada que, no obstante, respondían a un complejo dispositivo intelectual.

En su Viaje a los mares del Sur, Robert Louis Stevenson reflexionó sobre esa conducta, y sobre las tensiones que alrededor de ella se establecía sobre sus componentes de necesidad y deseo (si los tuviese a los dos). Esas reflexiones sostienen que nada excita más nuestra repugnancia que el canibalismo ni «degrada tanto el espíritu de quien lo practica». Sin embargo —sin embargo— «nosotros mismos causamos parecida impresión en los budistas y los vegetarianos». «Nosotros» significa para Stevenson: «nosotros los carnívoros». Su opinión sobre el carnívoro es que es un tipo de comensal que consume «los cuerpos de criaturas que sienten iguales apetitos, iguales pasiones y poseen los mismos órganos que nosotros; comemos bebés que, sencillamente, nos son los nuestros, y el matadero se llena cada día de gritos de sufrimiento y terror». Quien inventó estas cosas, el europeo —dice Stevenson— es, sin embargo, una de las razas «menos crueles». Lo mismo ocurre con los caníbales de las islas Marquesas, a las que visitó en 1888. «No son crueles; excepto por esta costumbre, constituyen una raza de una dulzura extrema; resulta menos cruel cortar la carne de un hombre después de muerto que oprimirle mientras vive; además, trataban a las futuras víctimas de su apetito con bondad y las ejecutaban rápidamente y sin infligirles sufrimientos». Y más adelante da un argumento natural para justificar esas prácticas extendidas por las islas del Sur: «¿Qué circunstancias les es común, sino la de haber vivido en islas desprovistas, o casi, de animales comestibles?». Para Stevenson, comer carne es una necesidad biológica, no un gusto personal: «Mi apetito no me ha demostrado jamás que el hombre haya sido creado para vivir solamente de vegetales».

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El hombre necesita nutrirse de carne: quiere carne, desea carne, sin carne se siente vacío. Esta situación es dramática en la Argentina, donde al menú carnívoro se lo llama sólido, desterrando el resto de las posibilidades alimenticias a los estados físicos más chirles. La Teoría Stevenson es sencilla: el carnívoro se encuentra en el mismo estatus cultural que el caníbal. Pero esa no es la teoría que sostiene la cultura de Occidente, para la que comerse al vecino no es igual que alimentarse de animales domésticos, aunque lo primero sea sólo una medición casi poética de lo segundo (algo es algo).

El horror que despiertan las culturas caníbales entre nosotros es, en realidad, el resultado de la mala prensa. Después de todo, el hombre, desde el paleolítico se las ingenió para tener una vida más o menos ordenada: cazaba animales, o los recolectaba, y se entregaba con frecuencia al arte paciente de la pesca (el ajedrez de la supervivencia). Con una primera etapa de predominio de la alimentación en base a carroña —el paleolítico inferior—, encontró en las etapas posteriores de esa era un ámbito propicio para la ejecución de la caza, efectuada con medios adecuados y batidas comunitarias. Entre sus preferencias figuraba un catálogo de herbívoros: ciervos, cabras, caballos y bisontes. Estos animales, allí donde estuvieran, eran más codiciados que el monumental mamut, trofeo insuperable de la caza de megafauna que el hombre ayudó a extinguir hace más o menos 11 mil años.

La carne de vaca asada, el asado argentino, es una novedad histórica y no fue un menú habitual durante la primera mitad el siglo XIX, pero ahí comenzó a construir su prestigio y su mitología. Como fenómeno masivo es un plato posterior a la industrialización del bovino, que comienza con los asentamientos de saladeros, continúa con los frigoríficos y concluye con una gran demanda local que está relacionada con los primeros años del peronismo (1946-1955). Pero en los umbrales de su especificidad, los modos de asar carne de vaca fueron registrados por la literatura, que funcionaba como una fuente de la historia y la antropología, y también como el principio de una genealogía del asado (como un yacimiento remoto de su devenir).

La carne de vaca, como la de otros animales de la pampa, se sometía a diferentes procedimientos. Sarmiento describe en el Facundo una situación propicia para asar carne, pero lo hace en un marco de stress donde no se sabe quiénes son las presas y quiénes los cazadores. Hay una inquietud en la noche, y gauchos observando las orejas del caballo más cercano al fogón para saber si están inclinadas hacia atrás (señal de tranquilidad: no caerán los salvajes sobre los ganados). «Entonces —dice— continúa la conversación interrumpida, o lleva a la boca el tasajo de carne, medio sollamado, de que se alimenta». En la misma escena se refiere la forma de la carne y el método de cocción. Tasajo viene del portugués tassalho y alude a un trozo de carne cortado en lonja y, posiblemente, a los precursores de este sistema: los gaúchos del sur de Brasil. El pampeano comía esa carne haciéndola pender de su facón que era, a su vez, el eje sobre el que la hacía girar en un spiedo manual, sollamándola: tostándola suavemente sobre las llamas. Pero para que al fuego y la carne no le faltara nada, Sarmiento añade la conversación, suspendida por la sospecha de un ataque salvaje a un incipiente ritual de la cultura civilizada. En esas sutilezas, las que diferencian comer «a la llama» del asalto de «un enjambre de hienas», el asado argentino comienza su curso hacia las representaciones urbanas de un acto salvaje y antiguo.

Pero el minimalismo del asador sarmientino convivía con las ofertas un poco arrogantes de las comilonas indígenas, que tanto podían funcionar como una víspera de desacuerdo o una pipa de la paz regada con aguardiente, vino o chicha. En Una excursión a los indios ranqueles, Lucio V. Mansilla, el primer dandy argentino, cita a Brillat-Savarin para adornar sus análisis de sibarita, y luego se despacha acerca de las costumbres indígenas: «Mientras tienen qué beber, beben, beben una hora, un día, dos días, dos meses». Pero el indígena no bebe cuando come; beber es «un acto aparte» del acto anterior de la alimentación que Mansilla describe como un rito dominado por los modales de la civilización que conoció en París. ¿Hay alguna diferencia entre el almuerzo que disfruta junto al cacique Epumer bajo la enramada de una toldería y otro, cualquier otro, que haya tenido con sus amigos Sara Bernhardt o Paul Verlaine, sentados a la mesa de algún palais? No mucha. Los indios saben comer en platos de madera —hechos por ellos mismos—, utensilios, fuentes, vasos, jarras y chambaos. Salvajes como son, no les cuesta adaptarse al servicio, y a un menú gourmet de carne asada para despuntar el vicio, acompañada de guarniciones de «algarroba pisada» y un postre de maíz tostado. Y en un gesto de receptividad en el que la categoría civilización o salvajismo pierden sentido —mientras lo gana la palabra híbrido—, combinaban de un modo escandaloso el mate amargo y lo que Mansilla, impresionado, describe como «un churrasco gordo, suculento, chorreando sangre, a la inglesa».

José Hernández tiene su propio parecer. Su personaje Martín Fierro describe las yerras como una actividad que «no era trabajo, más bien era una junción». El espectáculo consistía en una reunión de todos los hombres de campo de veinte leguas a la redonda, quienes presenciaban la marcación del ganado en un ámbito de fiesta rural. Cuando las tareas específicas de las labores rupestres concluía, los asistentes eran invitados con una oferta de gastronomía local: carne con cuero, carbonada, mazamorra, pasteles, vino. La idea de que «todo bicho que camina va a parar al asador» es un mandamiento gastronómico de la región pampeana y uno de los lugares comunes más citados de Martín Fierro. Es la declaración de principios del carnívoro argentino y de su pulsión ingobernable que lo arrastra hacia la vaca. La única contemplación o reserva que registra la literatura —y podríamos decir que en cierto modo esa también es literatura argentina— frente a su destino irreversible de presa, aparece en Días de ocio en la Patagonia (1893), de W. H. Hudson. Allí se refiere un suceso que incluye una candorosa humanización de la vaca argentina: la vaca como madre adoptiva, o como loba romana. Hudson relata que en un río donde la pampa entra en contacto con la Patagonia, había una isla habitada por una piara de cerdos. «Mientras unos gauchos —dice— arreaban, cerca de la costa, una tropa de vacunos semisalvajes, en las cercanías de la tierra firme, una ternera pudo, a nado, ganar la isla y así su dueño la perdió». Un año más tarde la vaca fue vista por un hombre. Estaba rodeada de veinticinco cerdos: «la vaca muellemente tendida sobre el suelo y los cerdos, diríamos amontonados alrededor, pues parecía que todos ambicionaban descansar apoyados en ella de modo que casi quedaba oculta». La fama de la vaca, «reina y conductora» de la isla salvaje, se extendió a lo largo del valle, y «fue entonces que un ser humano que no era para nada sentimental llegó a su reino con un trabuco cargado y, tras hallarla, le dio muerte». La historia concluye con una moraleja casi vegetariana: «Tras conocer este incidente uno, de pronto, no se siente en ánimo de gustar un apetitoso asado o carne de cerdo».

En cambio, Alfredo Ebelot, describe los fogones con tono de júbilo, cuando no de éxtasis ante esas variedades de la carne cocida. Curiosamente, en sus observaciones pampeanas primero se hace el fogón, y luego se sale a la caza para justificarlo; un modo muy argentino de poner el carro delante del caballo. El hogar destinado a asar la carne, tenía un procedimiento sencillo: «Se prepara el fogón cuyo delgado humo, dirigido al cielo por medio de un sombrero de pasto de forma cónica, se ve de muy lejos, y permitirá luego a los cazadores rumbear en derechura al punto de reunión». El fuego era un instrumento útil para el tratamiento de la carne, pero también era una baliza, una señal marcada en el desierto: una referencia en el vacío. Primero se elegía el lugar, luego se encendía el fogón y, más tarde (si había suerte en la redada: casi siempre la había) se traían las reses o sus partes para convertirlas en asado.

El procedimiento primitivo del asado criollo consistía en limpiar la res, abrirla en canal, sacarle las entrañas, despostarla nada más que a la altura de paletas, costillares y cuartos traseros —una faena minimalista frente a la actual de 29 cortes— y, entretanto, encender el fuego. Entonces no se utilizaban maderas sino huesos blancos, sin tendones ni restos de carne para que esas escorias biológicas no diesen humo. Una vez que las brasas se avivaran, se echaba la carne sobre ellas sin intermediaciones de ningún elemento. Luego de un tiempo, que en el asado nunca puede ser cronometrado —es una operación a ojo, sin cronología— se retiraba la carne y se raspaban con el canto del cuchillo las costras de las piezas carbonizadas. Se las dejaba enfriar y se las comía como fiambre. Una curiosidad menor que la del uso de los huesos como combustible de la cocción, dado que ese sistema que podría denominarse autorreferencial por situar a la vaca como única materia del asado, sin necesidad de la intervención de ningún agente no bovino, instala la idea de un círculo vicioso y cerrado, en el que la vaca es carne y también fuego.

Carne, combustible y, también, un ánima que flota en la doble inmensidad de la pampa nocturna: la luz mala. Los gauchos y sus antepasados encontraban en esa presencia extravagante mensajes de ultratumba. Era un espectro resplandeciendo en la llanura, bajo baños de Luna llena; una aureola fosforescente que paralizaba el desplazamiento y a veces el corazón de quienes la divisaran. Pero el origen de esas supersticiones, que aseguraba que esa presencia era la luz de los muertos penando en sus regresos gaseosos, no era, por supuesto, una comunicación con el más allá ni un médium visual con el pasado perdido. A ese resplandor lo producían las osamentas peladas de las vacas, cuya composición creaba zonas luminosas inexplicables que se explicaban en los delirios del baqueano.

 

 

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