El viejo que pasea por el barrio

Catalanes contra españoles, y viceversa, en tercero de primaria

Sergio Gaspar escribe sobre cómo «a cada mitad de Cataluña empieza a sobrarle la otra mitad de Cataluña».

El viejo que pasea por el barrio

Catalanes contra españoles, y viceversa, en tercero de primaria

/por Sergio Gaspar/

Voy a contarles una historia de verdadero terror, de terror social e histórico, pero antes me referiré a algo simpático, positivo o tal vez estrambótico. Antes voy a escribir de manifestantes y de manifestaciones.

Vivo en el Ensanche de Barcelona. Este paraje se ha convertido desde hace años en el locus amoenus de los manifestantes de toda Cataluña, en su lugar anhelado. No me extraña. El Ensanche nos ofrece avenidas anchas y cómodas, como el paseo de Gracia o la Diagonal. Nos regala plazas con cabida para decenas de miles de protestantes violentos o pacíficos, como la de Cataluña o la del Cinco de Oros, que fue mal llamada de Juan Carlos I hasta que lo remedió Ada Colau. El Ensanche además es céntrico, de cómodo acceso. El mundo lo conoce tanto, gracias a Gaudí y al modernismo, como al barrio Latino de París o incluso a Manhattan. Por consiguiente, estamos hablando de un lugar idílico para internacionalizar los conflictos, para volverlos globales, para que el planeta se entere de una vez por todas. Reconozcámoslo: no es lo mismo una manifestación en el Ensanche de Barcelona que otra en los alrededores de Lérida. Y que me disculpen mis amigas y amigos ilerdenses, pero no es lo mismo.

El último fin de semana del pasado octubre coincidieron dos manifestaciones en el Ensanche. El sábado la ANC y Òmnium convocaron a los catalanes independentistas en la calle Marina, con la silueta mastodóntica de la Sagrada Familia al fondo. El domingo Societat Civil Catalana llamó a los catalanes constitucionalistas al paseo de Gracia, con el obelisco de veinte metros de altura y vocación republicana que inauguró Lluís Companys al fondo.

Igual que el CO2 provoca el cambio climático, las manifestaciones provocan la guerra de las cifras cambiantes.

Aquel sábado hubo 350.000 manifestantes, según la Guardia Urbana. Aquel domingo 80.000 manifestantes, según la Guardia Urbana. 80.000 personas son muchas y 350.000 muchas más, pero ni unos ni otros se dieron por alimentados y satisfechos. La masa quiere ser más. Elisenda Paluzie, presidenta de la ANC, insinuaba que habían acudido en torno a 700.000 independentistas. Societat Civil Catalana proclamaba que congregaron a 400.000 constitucionalistas. Unos y otros afirmaban que el malvado Ayuntamiento no sabía o no quería o directamente mentía al contar manifestantes. Los otros y los unos tenían razón, casi seguro.

Como de un tiempo a esta parte ni la Delegación del Gobierno en Cataluña, ni la Generalidad, ni siquiera La Vanguardia o El Periódico osan dar cifras propias, me cuentan fuentes de toda solvencia que un grupo de ciudadanos deseosos aún de conocer la verdad y no la posverdad, hartos de fake news, acudió a Dios, criatura omnisciente. Me cuentan que Dios les respondió: «Yo lo sé todo, menos esto». Esperable. El número de asistentes a una manifestación no lo sabe ni Dios.

Más allá de esta encarnizada guerra de las cifras cambiantes, la coincidencia de las dos manifestaciones muestra de nuevo que la sociedad catalana no contiene un solo pueblo, mucho menos una sola nación, sino dos sociedades emocionalmente divididas, que manifestación a manifestación pacíficas o violentas se soportan menos entre sí. A cada mitad de Cataluña empieza a sobrarle la otra mitad de Cataluña.

Corría septiembre de 2014 cuando publiqué en Edhasa Viento de tramontana, una novela sobre este conflicto tan vital como mortal para la historia de España. Allí pronosticaba dos hechos que entonces resultaban impensables: a) la Generalidad declararía unilateralmente la independencia; b) el avance del independentismo fracturaría la sociedad catalana y arrasaría con el pegamento social del catalanismo. Me entristece haber acertado en ambos pronósticos.

Y ahora les contaré la historia de terror que les anunciaba unos párrafos antes.

Hablaba yo una tarde con un conocido del barrio sobre las barricadas en llamas de Barcelona. Me dijo de pronto que estaba preocupado, muy preocupado, pero no tanto por los enfrentamientos entre jóvenes y policías, sino porque su hija de ocho años, alumna de tercero de primaria en un colegio concertado religioso, le había explicado que en la clase se habían formado dos grupos de niños: los catalanes y los españoles. Los grupos se peleaban entre sí, como se pelean los niños, en broma y en serio.

—Mi hija no sabe en qué grupo meterse —me explicó el conocid—-. Le digo que en ninguno, pero no le gusta sentirse excluida.

Perfil del conocido preocupado: en torno a cuarenta años, catalán de nacimiento, convencido de que a Cataluña se la trata injustamente, votante de ERC en las últimas elecciones municipales.

Sentí algo parecido al terror.

En mis tiempos de profesor de instituto en el Poeta Maragall, ya me había tropezado con alumnos de bachillerato, incluso de tercero y cuarto de ESO, que se lanzaban para entretenerse juguetones insultos en el aula como cerdo catalán, puto español o facha de mierda. Eran pocos y eran adolescentes.

Intuir de pronto que el juego de insultarse había descendido a grupos de tercero de primaria, a niños y niñas de ocho y nueve años, que tal vez se había expandido o podía expandirse por un colegio entero, por varios colegios de Cataluña, me noqueó. El golpe no me lo esperaba.

Cuando yo era niño, en el colegio nos dividían en romanos y cartagineses. Competíamos así en el aprendizaje de los verbos. Si ahora una parte de los niños de Cataluña juega a dividirse en catalanes y españoles, siendo todos catalanes, ¿qué futuro veremos dentro de diez años?

Ventajas de ser viejo: tener menos probabilidad de ver ese futuro.

Resulta grave y peligroso, aunque también normal, que grupos de adolescentes y jóvenes se enfrenten a la policía, se vistan de revolucionarios por unas noches, quemen contenedores con la intención de que arda la basura del mundo. La violencia y el fuego fascinan y adrenalinan. Pero que niños y niñas jueguen a pelearse por causas identitarias, siendo todos niños y catalanes, que siendo iguales jueguen a ser distintos, parecen los primeros párrafos de una historia de terror.


Sergio Gaspar nació en 1954 en Checa, provincia de Guadalajara. Se licenció en filosofía y letras en la Universidad de Barcelona. Ha publicado los libros de poesía Revisión de mi naturaleza (1988), Aben Razin (1991), El caballo en su muro (2004) y Estancia (2009), reeditado en formato digital por Uno y Cero Ediciones (2013). Es asimismo autor de la novela Viento de tramontana (2014). Fundó en 1996, junto a Maria Fortuny, la editorial DVD Ediciones, aventura que dirigió hasta su cierre en otoño de 2011, tras haber publicado más de doscientos títulos de poesía, narrativa y ensayo. En la actualidad, es un jubilado y pasea.

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1 comments on “Catalanes contra españoles, y viceversa, en tercero de primaria

  1. Àlex De Barreda

    No me creo tu historia (porque vivo en Catalunya y conozco la realidad). Pero puedes estar tranquilo, porque los que no conocen Catalunya te la compraran. Es lo que tiene la manipulación, les vendes motos y ellos las integran en su «timeline» tan contentos.

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