De rerum natura
Los patios de recreo
/por Pedro Luis Menéndez/
Durante los prolongados cursos académicos que llenaron nuestra infancia y adolescencia, los patios de recreo eran muchas veces el casi único reducto de libertad, ajenos a la mirada del mundo adulto. El aula de clases, con su estructura rígida, simétrica y orientada hacia el poder que emanaba de la figura docente bajo cuyo mando se sucedían las horas, era sólo un espacio para la obediencia, para su cultivo personal y social, para su largo aprendizaje. La obediencia y el encaje en el sistema eran premiados mientras que lo contrario era castigado y reprimido.
Aprendí pronto, en las horas de clase, a escuchar con más o menos tino las explicaciones a veces tediosas de maestros secos y envarados, pero también de seres luminosos y afectivos, porque de todo había y además —¡qué paradoja!— descubrí que la lectura, el estudio y los conocimientos me apasionaban. Total, era un alumno con un elevado grado de atención en las clases de matemáticas, lengua o física. Otra cosa eran las horas de estudio reglado. El sistema que conocí consistía en alternar horas lectivas con horas de estudio dirigidas y supervisadas por los llamados inspectores. En ellas realizábamos las tareas que se nos habían encomendado por nuestros profesores. Gran idea si no fuera porque yo era un charlatán. Y semejante asunto era mirado con muy malos ojos por los inspectores que cuidaban y vigilaban para que se mantuviera un silencio férreo en aquellos estudios, así que no parecía demasiado extraño que mis tardes libres de los miércoles tuvieran lugar en el propio colegio, cumpliendo los castigos impuestos. Como esto del masoquismo es lo que tiene, no me resultaba nada dramático que tal cosa ocurriera.
Pero donde aprendías de verdad, y no resultaba comparable a nada, era en el recreo, en los recreos. Como las jornadas eran largas, teníamos bastantes períodos de patio cada día. ¡Aprendí tantas cosas en los recreos…! Una de las primeras sorpresas fue el descubrimiento de los tramposos con las canicas, aquellos que te daban el cambiazo por una bola peor cuando les tocaba perder, o se empeñaban en medir con distintas varas las distancias al gua. Eran los mismos que casi hacían reverencias a los vigilantes del patio (que vigilaban lo menos posible para no complicar su propia vida) mientras ocultaban el botín de canicas fraudulentas. Más o menos lo mismo que ocurrió cuando, a la muerte del Caudillo, aquellos súbditos leales y tan patriotas empezaron a evadir sus capitales como si no hubiera un mañana. El mismo tipo de tipos.
Otra figura humana que enseguida destacaba era el poderoso, que nunca iba solo. Sus acólitos, su bandada cuyo número se ajustaba a las cuotas de poder del líder, seguían sus pasos y paseos por el patio sin descanso, con el orgullo de quien espera la recompensa que sin duda obtendrá por su dedicación completa al propio líder. Había poderosos pacíficos y otros aguerridos (es decir, más o menos matonescos), pero todos coincidían en intentar captar el mayor número de adeptos posible, porque su poder se sustentaba en la amplitud de su masa social.
Ahí aprendí, ya en la adolescencia, que si te resistes al poder te conduces a ti mismo al ostracismo (un lugar en el que, por cierto, puedes sobrevivir con cierta comodidad). Nunca he logrado entender —no del todo— cómo obtuve el respeto de los líderes, que se traducía en que en muy pocas ocasiones me vi amenazado o menospreciado por ellos salvo algún tropiezo con alguno de sus lugartenientes, esos tipos que desprecio aún hoy. Aunque también dejaban claro que nunca pertenecería a su grupo, lo que suponía un alivio agradecido. Fue entonces cuando me dediqué —con mi amigo Juan Carlos, que era de Mieres— a dar vueltas corriendo al campo de fútbol, durante todos los recreos y todas las horas dedicadas a actividades deportivas (que también eran muchas), veinte años antes de que se inventara la palabra footing y cuarenta años antes de que la torpe humanidad occidental se dedicara al running. Ya ve usted que me pilla vacunado eso de correr.
Por supuesto, asimismo poblaban el patio los que se dedicaban al trueque de cromos o a la venta de cigarrillos que fumábamos escondidos en los baños. Algunas veces, como sucede ahora en el campo de Gibraltar, se producían razzias en que caíamos con todo el equipo tanto traficantes como consumidores, aunque por lo general nos dejaban tranquilos, bajo una amenaza siempre latente pero tranquilos, porque la mayoría de los adultos vigilantes también eran consumidores, por lo que cierta complicidad resultaba lógica.
Pero aun con todo, y con la variedad de tipos humanos que nos veíamos obligados a convivir con frío o con calor, con sol o con lluvia, aquel era un espacio de libertad en que las normas adultas se aminoraban o quedaban disimuladas ante el ejercicio de la vida, que no siempre era fácil. Claro, la libertad no es fácil, por eso uno aprendía a defenderse, atacar, dialogar, contemporizar, rebelarse, someterse, enfrentarse, y un largo etcétera de verbos bastante útiles para la vida real, la que estaba fuera de los muros del colegio, que no era blanda, ni tierna, ni sensible, ni amable las más de las veces.
En los últimos tiempos, no satisfechos con haber ocupado casi todos los reductos del sistema educativo, los gurús de la educación (a quienes es sabido que tanto admiro) empiezan a desear intervenir en los recreos, porque los inquisidores siempre aman serlo. Todo comenzó con la diversificación de las actividades deportivas para incluir deportes autóctonos tradicionales (buena idea), a lo que siguió el impulso de los juegos de mesa (depende del clima) y cosas así. Ahora toca hablar de patios pedagógicos; de cómo administrar los metros cuadrados según los géneros, en palabras de la directora de un colegio de Castellón: «Nos pusimos a mirar cómo jugaban ellas y ellos. El 80% lo ocupaba la pista y las niñas solían quedarse arrinconadas. Lo veíamos como algo normal. A ellas las animábamos a jugar al fútbol, pero esto fue una mirada nueva, nunca lo habíamos pensado». O según la directora de un colegio de Madrid: «Uno de los problemas evidentes era que cuando volvían del patio, muchos estaban cabreados por el fútbol. Que si me ha hecho falta, que si fue fuera, que si el gol no valía…».
Claro que parece una buena idea que el patio de un colegio tenga «un huerto, casetas, pizarras, zonas para merendar, jardineras, un módulo de cocina, un rocódromo o lianas para que los niños y niñas se cuelguen». Oiga, ¿y la libertad dónde? No, esa ya se perdió el día en que los adultos tomaron el mando absoluto de las vidas de los niños, porque fuera de la escuela hace décadas que ningún niño es libre ni para caminar ni para descubrir ni para tropezar (por su bien, por supuesto). Como me pilla viejo, mi resistencia adoptará ahora otro camino: no acudiré a viajes organizados, ni a actividades pensadas ex profeso para mayores (talleres y cosas así). Seguiré leyendo oculto o escribiendo líneas como estas, y me escaparé siempre que pueda, solo, a recorrer sendas y montañas, mientras recuerdo a mi amigo Juan Carlos, que era de Mieres.
Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
Precioso artículo, que comparto desde mis similares recuerdos. También intento vivir en el ostracismo “controlado”, pues algo hay que hacer por tratar de mejorar el mundo exterior.
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