Poéticas

El arte de lo imposible

Miguel Rodríguez Muñoz presenta su libro 'El arte de lo imposible', una selección de aforismos, formas literarias de las que le gustan, dice, «los destellos que emiten, por ese relampagueo que sacude al lector, por su aptitud para iluminar fugazmente alguna arista de lo real a caballo entre lo objetivo y lo subjetivo».

El arte de lo imposible

/texto de Miguel Rodríguez Muñoz para la presentación de su libro El arte de lo imposible/

Buenas tardes.

El arte de lo imposible es el segundo libro de aforismos que publico. En el año 2006 vio la luz el primero, titulado Contra la gravedad. Aunque no puedo decir que me lo haya tomado con mucha prisa, soy devoto del género como lector y —a cuentagotas— como escritor. Debo confesar que puesto a escoger prefiero más leer que escribir, sobre todo porque resulta menos esforzado, y más sano para la espalda.

Si me gustan los libros de aforismos no es porque su limitada extensión, la ligereza de sus frases y párrafos o la abundancia de puntos y aparte hagan más fácil la lectura o la escritura. Creo que no es literatura para perezosos. Sus textos requieren de una lectura pausada, reclaman atención y complicidad. Desplazarse en diagonal por las páginas de esos libros no permite apreciar su contenido. Al género aforístico le puede ir bien el picoteo, pero no la pitanza.

Me gustan los aforismos por los destellos que emiten, por ese relampagueo que sacude al lector, por su aptitud para iluminar fugazmente alguna arista de lo real a caballo entre lo objetivo y lo subjetivo. Fuegos de palabras, precisamente, es el título de una antología dedicada al aforismo poético español de los siglos XX y XXI, editada por la poeta Carmen Camacho. Esa pirotecnia descansa en la economía del lenguaje y la condensación verbal, pero también en su corporeidad fragmentaria, incompleta, como punta de iceberg. La gracia de los aforismos, su carga explosiva, reside —me parece a mí— en la relación virtuosa que se establece entre su levedad y su capacidad de sugerencia, en la onda expansiva de sus significados. Pensar por lo breve, así define la aforística el título de otra antología, obra del profesor José Ramón González.

Uno no se ve a sí mismo, y quizá por ello tiene grandes dificultades para leerse. Los lectores sabrán si en los fragmentos que componen El arte de lo imposible perciben algún centelleo. No se trata de aforismos poéticos, y —si la palabra no sonara tan grandilocuente— diría que se asientan más bien en el círculo de afinidades propio de los aforismos conceptuales, aunque solo sea por oposición a los primeros desde un punto de vista taxonómico. Su materia es variopinta y salta de un tema a otro, a modo de movimientos de caballo sobre el tablero de ajedrez, pero —resumida a grandes rasgos— centra la atención sobre asuntos que discurren, por un lado, en el ámbito de lo social y lo político, y, por otro, en lo existencial, incluso lo personal. Estos aforismos se alimentan de preocupaciones socialmente compartidas y son también reflejo de las cuitas que como ciudadano y como individuo dan pasto obsesivo al discurso interior, al incesante rumiar de la conciencia.

Si la escritura es un proceso de búsqueda, en el que se necesita hallar las palabras, las ideas, las imágenes o las construcciones adecuadas, en el caso de los aforismos lo que mueve además mi interés exploratorio es reparar en lo que el mundo —exterior o interior— ofrece de paradójico, de incongruente, de absurdo… En ese sentido, actúo como un observador que en las reuniones siempre se acaba fijando en quien —no sin disimulo— escarba con el dedo en la nariz o se rasca donde no debe. Esa búsqueda de lo chirriante está guiada por un afán lúdico, juguetón, deseoso de divertir y si acaso provocar una sonrisa; un afán en el que ocupa un lugar importante el ánimo crítico si no disidente. Pretendo hacerlo huyendo de la excesiva gravedad, moviéndome por la línea fronteriza entre lo demasiado serio y lo liviano, aunque puede que a veces me tambalee sobre la cuerda a riesgo de perder el equilibrio.

Tras estos aforismos late el poso de una manera de mirar. Es una mirada indiscreta y hasta irreverente. Cuestionar lo sagrado en sus encarnaciones más agobiantes y fastidiosas, siempre intocables, constituye una tentación a la que me rindo con gusto. Se trata —valga el oxímoron— de una mirada irreverente pero no irrespetuosa; al menos eso creo. A nadie en particular —a casi nadie— se le mete el dedo en el ojo. Como no podía ser menos en una persona de edad, es también una mirada descreída, que huye de la fe pero no renuncia a encontrar razones para la esperanza. Aunque los tiempos nunca son iguales y hay períodos terribles, no he conocido ninguna época de mi vida en la que el juicio sobre la realidad no llegara a una misma conclusión: la cosa está muy fea. Nunca fui optimista y a menudo caigo en el pesimismo, pero hace años que pienso que ambas actitudes revelan una concepción fatalista de la existencia cuya cara en sombra es la idea terrible de que nada se puede hacer y, para bien o para mal, el destino ya está escrito. Debo reconocer además que esa mirada —a la que vengo haciendo referencia— tiene un sesgo militante y —llegado el caso— toma partido con descaro, algo propio de quien vive en serio su condición de ciudadano.

Quien habla en estos aforismos es un narrador, una persona interpuesta, cuya voz coincide a menudo con la del propio autor, pero otras veces metida en danzas, enredada por el juego, leal a sus desafíos, dice cosas que se apartan de lo que yo pueda pensar. Si de la exageración depende en ocasiones la eficacia de un relato, el brillo de este género de formas breves requiere también pagar algunos peajes. Un maestro del aforismo, de lengua muy afilada, Karl Kraus, dejó sentado que «el aforismo nunca coincide con la verdad: o es media verdad o verdad y media».

Muchos de estos textos llevan tiempo en un archivo de mi ordenador, viviendo en un concubinato de ceros y unos, expuestos al azar de ser afectados por un virus que los deje reducidos a cero. Algunos vieron la luz, hace ya años, en la revista Página Abierta. De otros me serví para dar lustre a columnas de prensa, y de esas colaboraciones periodísticas extraje pecios que una vez sometidos al tamiz de la reescritura me pareció que encajaban en las convenciones del género. Aunque beben de la experiencia, la reflexión y las lecturas, en su mayoría irrumpen en mi cabeza de forma caprichosa, como apariciones fantasmales, en esos momentos en que uno está ocupado en labores rutinarias que dejan libre el vuelo de la conciencia. Las tareas domésticas o los minutos del afeitado diario suelen ser para mi muy luminosos, pero también en ocasiones contribuyen a su creación los pasajeros estados de efervescencia vividos a lo largo de un viaje por la sensación de experimentar algo maravilloso. En lo que tienen de intuiciones, llegan caídos del cielo a modo de aerolitos, en expresión feliz del poeta Carlos Edmundo de Ory. Pero no todos proceden del espacio sideral. Cuando el número de aforismos adquirió espesor de masa crítica, he trabajado con ellos agrupándolos por barrios, y entonces de sus relaciones de vecindad surgieron otros nuevos, fruto no ya de la intuición sino de una cierta inercia discursiva. Ese origen diverso da cuenta de su desigual extensión.

Hace muchos años, en la época del referéndum sobre la OTAN, al final de un fogoso debate acerca de la permanencia o no en esa alianza militar, me abordó un individuo —afín al partido que había tenido por eslogan propagandístico «De entrada, no»—, y con la desfachatez propia de un nuevo rico me espetó: «Tú, Muñoz, siempre defendiendo causas perdidas». No puedo decir, desde luego, que no le faltase razón. Pero tras su reproche me pareció entender que latía una idea de la política consistente en apostar a caballo ganador. Yo militaba en aquella época en un partido de extrema izquierda que no se quedaba precisamente corto en sus aspiraciones y, aun a sabiendas de los enormes obstáculos que había de afrontar una voluntad de cambio radical, trabajaba disciplinadamente, junto a mis compañeras y compañeros, por hacer realidad lo que parecía inalcanzable. En la digestión de aquel debate y su colofón impertinente, di en pensar que si la política era el arte de lo posible había en ella poco de arte y mucho de técnica, y que si su impulso transformador se orientaba únicamente por la relación de fuerzas devenía en una peculiar aplicación de la física mecánica. La política solo podía elevarse a la condición de arte —concluí— si era capaz de desplegar la creatividad necesaria para conquistar lo imposible. El título de este libro viene de ese momento.

Lo que me ha llevado a recuperar esa  sentencia es que lo que entonces no pasaba de ser una divagación bienhumorada, tentada de jugar a definir asunto tan complejo mediante un contrasentido, ha tomado cuerpo desde hace años en el hecho de que en la acción política cada vez se estrecha más el terreno de lo posible, hasta mostrarse impotente no ya para realizar cambios profundos en la vida social y económica sino para hacer inexcusable justicia a una buena parte de la ciudadanía, cuya existencia se desenvuelve en condiciones muy precarias. La desigualdad es una pata coja de la democracia y complica su futuro.

Pero no quiero dejarme invadir por el pesimismo y prefiero militar en la esperanza. Creo, en todo caso, que el título por su carácter paradójico puede ensanchar su significado —si es que tiene alguno— más allá de las servidumbres de su origen, y que por ello da mejor razón de su contenido.

Hay un aforismo en este libro que dice así: «Solo es posible discutir razonablemente de política entre quienes piensan más o menos lo mismo». Me gustaría que esta colección de aforismos suscitara, por el contrario, alguna complicidad en quienes no piensan de forma semejante, o desearía al menos que tras su incierta lectura no les saliesen chispas.

Muchas gracias.


Selección de aforismos

En la lucha contra la desigualdad, los bancos centrales son unos gafes.

Muchos políticos y periodistas tienen el tubo digestivo invertido. ¡Hay que ver lo que sueltan por la boca!

La negativa a modificar la Constitución suele ilustrarse con una imagen mostrenca —no conviene abrir ese melón, se dice— que no solo devalúa el rango de la carta magna sino que además causa perplejidad en el oyente, pues el destino de los melones no es otro que ser abiertos y si no se pudren.

Pedían altura de miras y —dicho y hecho— se pusieron a cortar cabezas.

Ya en el propio nombre, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, hay como una previa determinación a un ejercicio arrollador de la autoridad.

Muchos ciudadanos —sobre todo, los más pobres— dan tanto valor a su voto que lo ahorran.

El pueblo llano anda cuesta abajo.

¡En pie famélica legión! —tronó la megafonía—, y huyeron en desbandada a votar a la extrema derecha.

Si se rasca sobre algunos ciudadanos como si fueran cromos, aparece debajo un guardia de la porra.

La llamada a recuperar la grandeza de la patria hace a los ciudadanos más pequeñitos.

Se necesita tener la cara muy dura para lucir corona y hacerse llamar alteza, pero en la vida social echarle morro funciona e incluso crea consenso.

«El BCE hará todo lo necesario para sostener el euro. Y créanme, eso será suficiente». Como ensalmo de hechicero, quince palabras bastaron para que las primas de riesgo detuvieran su peligrosa escalada. «Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir», había declarado unos meses antes un señor con cara de pena pero como no era brujo tuvo que abdicar.

Cuanta más gimnasia hace y más relieve adquieren sus músculos, más jibarizado resulta.

Lo mejor que podría hacer por la derecha y por los suyos sería cambiar de psiquiatra.

La derecha y los suyos hacen un ruido de aparato de radio emitiendo a todo volumen un domingo por la tarde la crónica de los partidos de fútbol, con un locutor enloquecido gritando sin tregua: ¡Falta¡, ¡falta!, ¡expulsión¡, ¡fuera de juego!, ¡penalti¡, ¡go!, ¡goo!, ¡gol!, ¡gol!, gol!, ¡goool!, ¡gooool!, ¡goooool!, ¡gooooool!

Que no haya modo de oírse: el ruido es el mensaje.

A la Unión Europea le preocupa más el déficit público que el déficit democrático pese a tratarse del más grave déficit público.

La economía es realismo sucio.

Cuando más madura era la creciente contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, el proletariado —¡qué fatalidad!— va y se hace de clase media.

El camino de la revolución está empedrado de reuniones.

El capitalismo siempre se las arregla para apagar la luz al final del túnel.

En el nacionalismo se hacen ideología pulsiones primarias de los animales territoriales.

¿Habrá declaración más temible de nacionalismo que la leyenda «Todo por la patria»?

A falta de independencia, el separatismo catalán levita.

Qué turbador ese amor a la patria del que algunos individuos hacen gala cuando pasean al perro sujeto con un collar rojigualda.

La bandera rojigualda tapa la cabeza —a algunos incluso se la calienta— pero deja al aire los pies.

Los países ricos hacen negocio vendiendo teléfonos a los países pobres y luego se quejan de que sus usuarios responden a las llamadas.

El sino del inmigrante es vivir siempre en la frontera.

Para ego, el de Dios.

Después del ego de Dios, el de los bancos centrales.

La adoración a un dios tiene mucho de comercio: yo te alabo y, a cambio, tú me concedes una gracia. Sin comercio de favores no hay devoción religiosa.

Para tener fe se necesita mucha fe.

La línea del horizonte es una mentira del paisaje.

Efecto mariposa: el aleteo de una mariposa en Brasil puede causar una subida de la luz en España.

Ya se sabe que a las armas las carga el diablo, así que con los paraguas ocurre como con la flecha y el arco del conocido proverbio oriental: si uno lo saca de casa, tiene que acabar abriéndolo.

Reina la incertidumbre en los tendales.

Como idea, el verano está muy bien.

Los meteorólogos son unos apocalípticos integrados.

En el placer de fumar todos los coitus son interruptus.

La patria de un adolescente está en el móvil.

El móvil es un regalo del cielo para los narcisos.

El sueño es nuestro psiquiatra de todos los días.

Calificar de monstruo a un asesino es una forma de exculparlo y, sobre todo, de absolvernos.

A veces dudo si la cara es el espejo del alma o el alma un esquivo reflejo de la cara, y hay casos en que temo lo peor.

La realidad siempre bascula hacia el lado equivocado.

Nada como una mudanza para descubrir la sustancial identidad entre la unidad y pluralidad del ser y las cajas de cartón.

Todos los mandamientos se resumen en dos: buscar honradamente la verdad y hacer justicia a los oprimidos.

En el amor a la humanidad, suelen olvidarse los individuos de carne y hueso. Tras el amor a los individuos, se ignora con frecuencia a la humanidad.

Todos los puritanismos comparten el mismo código de circulación: del ombligo para arriba, tráfico libre; del ombligo para abajo, control de policía.

Lo ingrato de la soledad es tener que compartirla con un personaje del que con gusto se saldría huyendo.

Qué mal intencionado el lector de esquelas de periódico.


El arte de lo imposible
Miguel Rodríguez Muñoz
KRK, 2019
101 páginas
11,95€


Miguel Rodríguez Muñoz es licenciado en Derecho, veterano militante del MCA-Lliberación y miembro en la actualidad de Acción en Red, así como autor de dos libros de relatos: Movimientos migratorios (1995) y El guerrero del interfaz (1996); un volumen de artículos, La cáscara amarga (1999); un libro de aforismos, Contra la gravedad (2006) y dos novelas, Memoria de la lluvia (2002) y Transatlántico (2014), publicados en KRK.

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