Los denunciantes con alma de Lynch

¿Qué hace a un ser humano delatar a otro? Pedro Luis Menéndez hace una disección del «vecino con silbato», «un buen perro que sigue la voz de su amo» y que ha tenido en la historia múltiples manifestaciones, desde el vecino que señalaba en pueblos y ciudades a las víctimas de ETA hasta el que, en Alemania, llegaba a hacer innecesarios a los agentes de la Gestapo.

De rerum natura

Los denunciantes con alma de Lynch

/por Pedro Luis Menéndez/

En una sociedad desconfiada y recelosa, como han sido casi todas las sociedades humanas desde el origen de los tiempos, denunciar al vecino pasa de ser anécdota a convertirse en categoría. He tratado en otras ocasiones del alma de censor, esas personas que de continuo desean impedir a otras —por los motivos que sea— que expresen lo que piensan o lo que sienten, desde una supuesta superioridad moral que se basa en unas creencias, una ideología o en la simple estupidez. Ocurre algo parecido con el alma de Lynch (Charles, no David), aquel que juzga siempre sin datos, sin comprobaciones, porque siente esa superioridad moral que tal vez no tenga realmente, pero, sobre todo, porque quiere congraciarse con el poder o con los suyos, en su deseo de que se le considere, que se le valore, que se le distinga de los demás.

El denunciante con alma de Lynch es un buen perro que sigue la voz de su amo: son los que rodean a los matones en los patios de recreo y señalan a la víctima, gentes educadas en el odio y en el resentimiento; eran quienes señalaban en pueblos y ciudades a las víctimas de la banda terrorista ETA, es el vecino con silbato. Aunque nos resulte muy frustrante y doloroso reconocerlo, las dictaduras son apoyadas por la población; es la población quien las sustenta a partir de un abanico de autojustificaciones razonables o irrazonables (no importa demasiado; al menos, a las víctimas no).

Ese vecino con silbato denunció judíos ante los nazis, pero también lo hizo en las dictaduras comunistas (y lo sigue haciendo) o, por supuesto y por desgracia, en nuestra guerra civil española. Y lo hizo (y lo hace) porque en algún momento de su vida se sintió de menos, se sintió apartado, amenazado, aterrorizado, y ahora busca vengarse, creyendo que así, en el regodeo del resentimiento, recibirá la medalla que le corresponde, aquella que merecía desde hace mucho. Así que no puedo dejar de considerar que todos, en un mal día, podemos ser ese denunciante, porque la condición humana es la que es.

En Düsseldorf, una ciudad de quinientos mil habitantes, la Gestapo sólo tenía 126 agentes. ¿Cómo resultaba posible que esos agentes dominaran una población de tal tamaño? Porque el 73% de las denuncias presentadas provenían de ciudadanos anónimos, ciudadanos que creían cumplir con su deber (esa es la excusa) o que sencillamente aprovechaban las circunstancias para vengarse de las pequeñas o grandes afrentas, si las había, o por pura envidia, estupidez o maldad. Tal vez en muchas ocasiones a partir de un cóctel de todo ello.

En la República Democrática (tiene su guasa) Alemana, uno de cada tres ciudadanos era informante de la Stasi, los denominados informantes no oficiales. Uno de cada tres. Esa Stasi que hasta dirigía un club de fútbol, el Dynamo de Berlín, y que tenía reclutados en sus filas antiguos nazis de todas las categorías, incluidos jerarcas: Hans Sommer, cabeza de la persecución a los judíos en París, quien disfrutó de una segunda vida profesional reclutado por esta organización; o uno de los oficiales de las SS en Auschwitz, Josef Settnik, condenado a muerte, condena permutada a cambio de servir en la Stasi; o quizás el más llamativo de todos, Willy Läritz, experto torturador de la Gestapo, cuyos conocimientos fueron especialmente apreciados en su nueva vida ¿comunista?

La comprobación desoladora de que existen maneras de entender la humanidad, o la falta de ella, que nada tienen que ver con supuestas ideologías, ni siquiera con circunstancias históricas que puedan explicarlo, sino con momentos concretos de oportunidad para hacer el mal, nos desconcierta y produce en cualquiera de nosotros el intento de una comprensión lógica y al mismo tiempo emocional: tildamos entonces a esos seres de personas enfermas, de monstruos, de inhumanos, cuando todo es mucho más sencillo. Por más que nos cueste aceptarlo, al mal le complace sumergirse en el propio mal. Por eso hay siempre seres humanos (no podemos esconder el adjetivo) que disfrutan haciendo daño a otros seres humanos como ellos —pueden ser matones o médicos altamente cualificados— ante el silencio cómplice o cobarde de la mayoría. Un personaje del cuento Mariposa angelical de Primo Levi destaca en su narración de los hechos: «Yo tenía mucha curiosidad, pero mi padre siempre me decía: «Déjalos, no te preocupes de lo que pasa allí dentro. Nosotros, los alemanes, cuantas menos cosas sepamos, mejor»».

Ese silencio cobarde, y en consecuencia cómplice, de esa misma mayoría admitió las sacas de las cárceles (tanto republicanas como sublevadas) en la guerra civil española y, con más crueldad aún si cabe, la institucionalización de la represión en el nuevo Estado franquista. Porque en la guerra vale todo. Cuando Tomás Sánchez Santiago, en uno de los capítulos de su excepcional Años de mayor cuantía, narra la azarosa supervivencia de su padre en la guerra civil, hace reflexionar a su narrador en estos términos:

«Mucha suerte», le dijo Cabujito marcándolo mucho con la mirada, con verdadero afán de deseársela, como si supiera lo difícil que iba a ser salir vivo de aquel escenario lleno de deseos inconfesables, donde solo faltaba la orden para que desatase irremediablemente aquella colitis nacional que, muchos años más tarde, José nos referiría a nosotros, sus hijos, condensadas en una elipsis tremenda e inconcreta, en tres palabras de proyección bestial: «Allí todo valía».

Por eso, tal vez lo único que nos salva como humanidad sea que, como ya afirmó Nietzsche, existe una profunda diferencia entre los deseos de venganza y los actos de venganza, porque aquellos —los deseos— quedan reducidos las más de las veces a serlo y a no ejecutarse en la acción. Mi abuelo paterno, durante la guerra civil, fue conducido a un centro de detención por la denuncia de un vecino, mientras mi abuela y mi padre se ocultaban en casa de su familia en Pola de Siero. Estoy convencido de que sabían quién había sido el denunciante aunque nunca quisieron contarlo. Mi abuelo tuvo suerte, sólo les saquearon el piso de alquiler en el que luego vivieron otros cuarenta años, pero todos sabemos que pudo no haberla tenido.


Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016), la novela Más allá hay dragones (2016), y el libro de prosas cortas Postales desde el balcón (2018). Recientemente ha dado a la luz en Trea el libro de poemas La vida menguante (2019). Desde 2017 mantiene una sección semanal sobre poesía y cuentos en el programa La buena tarde de la Radio del Principado de Asturias.

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