Breviario de falsedades (8)
/por José Manuel Vilabella/
[ESPERA] Se sentó en mitad del bosque, debajo de un nogal centenario, y empezó a imaginar insensateces. Vio llegar inviernos heladores y veranos largos pero lluviosos, contó uno a uno, con la minuciosidad de un competente perito mercantil, los cientos de elefantes que pasaron por aquel lugar en que ahora estaba tumbado, los miles de cebras, cientos de cabras y docenas de búfalos que se pararon allí a descansar. Pasó revista a los hombres que encendieron una hoguera en aquel mismo lugar, encima de aquella tierra oscura que él tocaba con sus manos. Imaginó a las gentes que habrían ido allí a hacer el amor y oyó sus gemidos y sus risas; sintió el pavor del fuego y vio la tierra calcinada y el alivio le invadió como un bálsamo al notar debajo de sus pies que la vida brotaba otra vez de las cenizas; miró con curiosidad a las gentes que llegaron a comerciar y los vio construir extrañas casas que vendían a otras gentes de singulares ropajes e idiomas desconocidos. Asistió estupefacto a la llegada del carro, al paso de la diligencia, a la irrupción del automóvil. Y también me vio a mí con mi ordenador portátil escribiendo su historia. Cuando le invité a leer lo que aparecía en la pantalla, dijo que no, que muchas gracias, que él se había sentado en aquel lugar solo un momento para recordar su pasado pero que tenía que regresar pronto a su casa porque, su actual esposa, le esperaba para merendar chocolate con churros y sus hijos le necesitaban para que les explicase un intrincado problema de física cuántica. Y me sonrió con deferencia, aunque eso sí, se negó en redondo a estrechar mi mano y cuando insistí y me quise acercar a él, se hizo transparente y desapareció para siempre de mi vista.
[ROMÁNTICO] Como vivía cerca del mar y se consideraba un joven romántico, además de laborioso, honesto y servicial, enviaba largas cartas de amor a su mujer ideal, con la que soñaba puntualmente cada noche y, naturalmente, introducía sus misivas en botellas vacías de lejía que arrojaba al océano en una ceremonia un poco cursi, pero que él consideraba muy original y emocionante. Cuando ya era un achacoso anciano, además de escéptico, prostático y solterón, el mar le devolvió uno de sus mensajes con una nota de Neptuno que decía: «Devolver al remitente. La destinataria de esta carta vive en Lugo felizmente casada con un fontanero y no mantiene correspondencia con desconocidos».
[TELEVISIÓN] El presentador del programa, un señor relamido y con bigote, la invitó a pasar al estudio y entre los aplausos del público y las lágrimas de emoción de los asistentes se encontró con la familia perdida hacía más de cuarenta años. La escena resultaba patética y un poco ridícula, sobre todo cuando Casimira dio un traspiés y se cayó de bruces en vivo y en directo. Restablecido el orden, pudo observar con detenimiento a su parentela. Tenían el aire de familia, de eso no cabía duda, pero sus hermanas Restituta, Petra y Casimira llevaban en la cara los estigmas del hambre y de las penalidades y, cuando la besaron con aspavientos de pobre y le llenaron la cara de salivilla, la apretaron sin ninguna consideración y pudo percibir que olían a sudor, intuyó la clase de vida que se había perdido y dio gracias a Dios por haber consentido que el mal triunfase una vez más, al permitir que los perversos secuestradores se la llevasen aquella mañana de un jardín público sin ninguna consideración para darle una magnífica educación, tratarla como a una hija, darle la oportunidad de conocer medio mundo y dejarle como herencia una docena de inmuebles y una fortuna en bonos del Estado que le permitían vivir de las rentas tan ricamente.
[TORERO] «Dejarme solo, joer», gritaba, muy torero y vestido de tabaco y oro, el valiente fumador de puros apurando el tabaco hasta lo inverosímil, mientras la muerte le tomaba medidas y el cáncer le acariciaba el pecho y la taleguilla.
[TEOLOGO] El teólogo americano, en su larga y documentada conferencia sobre la naturaleza de las criaturas celestiales, empezó asegurando que Dios no era hombre ni mujer, pero que también era un hombre y una mujer, y el monaguillo, hecho un lío, se imaginó al Creador como una bondadosa mujer barbuda.
[SUBORDINADO] Se sintió un poco ridículo cuando aquel cardenal veneciano le dijo con retintín: «Me confieso, Santo Padre y, sobre todo, después de haberle conocido, de tomar a broma eso de la infalibilidad del Papa».
[SOLEDAD] Aunque estaba considerado por sus superiores como el mejor especialista del oficio, como el mejor profesional de la casa, no podía decirle a su mujer y a sus hijos la naturaleza de su trabajo; no podía presumir en el café, con sus amigos, de haber descubierto los siete recodos del sufrimiento pavoroso y el lugar exacto donde se asienta el dolor irresistible. Estaba condenado a la soledad y jamás le pudo contar a nadie que él era el torturador más competente del Ministerio de Marina.
[CENSURA] Nunca conoceremos la maravillosa historia del bebedor bondadoso, la singular vida de Iván, el tísico de los vapores etílicos, el gigante ruso que, en un trineo elemental, en carro y a pie viajó desde Siberia a Galilea para beber, hasta emborracharse y caerse de espaldas, con su amigo Jesús de Nazaret, porque Lucas, el evangelista abstemio, decidió suprimir de un plumazo y sin avisar la larga relación de amistad que unió a los dos hombres. Los cronistas, en ocasiones, nos dejamos llevar por afectos o por antipatías, no somos objetivos y hurtamos a la Humanidad figuras que han sido fundamentales en las historias complejas. Los tres evangelistas no pudieron perdonarle nunca a Iván, el alcohólico, que ahogase su dolor en los brazos de Magdalena, la esposa del Hijo de Dios, y que tuviese seis hijos con ella. Y, sobre todo, no le perdonaron que se curase de su adicción y fuese feliz con la mujer de su mejor amigo.
[AZUL] Los niños que nunca habían visto el mar, los de tierra adentro, se creían que los viejos capitanes de barco tenían unos ojos azules y profundos en donde nadaban los delfines y naufragaban, sin remedio, los escurridizos bergantines ingleses.
[RECUERDO] Cuarenta años después de sucedido el hecho se encontró, una tarde de otoño, con el individuo que la había violado salvajemente en el descansillo de su casa. Estaba el hombre en el parque infantil con una niña pequeña, feíta, rubicunda y algo patosa que le decía con una vececita chillona: «Empújame más fuerte, abuelito». Los dos tenía el pelo blanco y ambos parecían una caricatura de sí mismos; los dos eran diferentes a pesar de que el tiempo les había tratado con cierta misericordia y los dos acompañaban a sus respectivas nietas cuando se enfrentaban al reto del laberinto vegetal. Le siguió, con disimulo, hasta su casa y pudo enterarse de su nombre, dirección y estado, y nerviosa, muy nerviosa, yo diría que con mano temblorosa y respiración entrecortada, lo anotó todo en una libreta de papel cuadriculado. Se llamaba Nicanor Portela Aránzazu, llevaba dos años jubilado, vivía con su hija María de la Ascensión Raimunda y hacía dos años que se había quedado viudo. En el barrio la gente le estimaba porque sabía quitarse el sombrero con donaire y buen estilo, cuando les decía a sus vecinas: «Buenas tardes, señoras» y les abría la puerta del ascensor con gesto ampuloso, como un caballero decimonónico. La portera del inmueble, doña Generosa Pérez, le aseguró que, sobre todo, se notaba a la legua que había recibido una buena educación y que, según las lenguas de doble filo, hablaba algo de francés, farfullaba el inglés y tenía nociones de teneduría de libros. Aunque, claro, vaya usted a saber porque el personal en la escalera habla y habla. En fin. Cuando le denunció, el guardia uniformado la miro con curiosidad, sonrió con ironía y le dijo: «Siéntese por favor en aquel banco». Y desapareció por un largo pasillo. El policía que le atendió a continuación era una persona diferente; una capa de caspa cubría su vieja americana, lo que denotaba que su aspecto no le importaba demasiado y que, como Antonio Machado, lucia un cierto desaliño indumentario. A pesar de su aire guarrete, de tener los dedos amarillos por el tabaco y una dentadura que necesitaba urgentemente una limpieza a fondo, el hombre era delicado, muy fino, y se notaba que era distinto. La escuchó con toda atención y le preguntó: «¿Cuándo tuvieron lugar los hechos?». Ella precisó: «Hace cuarenta y tres años, dos meses, tres días, cuatro horas y veinte minutos. Los segundos no podría precisarlos». El policía, que se llamaba don Remigio, la miró con atención, le acarició la mano con simpatía y exclamó: «¡Qué malnacido!». Dejó pasar un minuto largo, se quitó las gafas, las limpió con parsimonia y le dijo. «Ese cabrón me temo que se va a ir de rositas. El delito ha prescrito». Y después, con rostro desolado, le dijo que, según su opinión y sintiéndolo mucho, creía que lo mejor para ella era no denunciarlo. «Es su palabra contra la de él. Y, como es un miserable, puede, para defender su ‘honor’, ponerle una querella y perjudicarla económicamente». Ella sonrió a aquel policía bondadoso y salió de la comisaría un poco tristona. Volvió a frecuentar el parque infantil y, sin proponérselo, entabló amistad con aquel maleante despreciable. Al principio le resultaba repulsivo su trato. En una ocasión vomitó sobre el césped y él acudió en su ayuda y trató de auxiliarla. «Señora, ¿qué le ocurre?», le dijo con voz de preocupación. Cuando le rozó el brazo se desvaneció dando un gran grito. El contacto con su violador había sido superior a sus fuerzas. Cuando volvió en sí lo primero que vio fue su rostro. Y leyó en su cara una preocupación sincera. La ayudó a levantarse e insistió en llevarla de regreso a casa en su automóvil. Ella no pudo articular palabra y le miraba con curiosidad. Las niñas, en la parte trasera del coche, hablaban animadamente. Se habían hecho buenas amigas. Entablaron, a partir de aquel día, cierta amistad. Él era un hombre de carácter dulce, pero muy pesado, muy latoso. Le contó su vida: había sido pedicuro, callista y sabía una barbaridad de pies y uñas. «Dime cómo tienes los pies y te diré quién eres», decía con aire solemne. Le contó que su gran afición de joven era tocar el tambor y que la gente le decía: «Ahí va Nicarorín el tamborilero», pero, claro, cuando se hizo un caballero respetable, los vecinos de la escalera, con guasa, murmuraban: «Ahí va don Nicanor tocando el tambor». Lo tuvo que dejar. Lo cambio por la gaita; instrumento que según su propia confesión nunca llegó a dominar. El hombre, pesadito, ponía los ojos en blanco y exclamaba: «¡Donde esté el tambor!». Ella llegó a sentir por el violador cierta simpatía. Le parecía mentira que aquel señor tan amable hubiese sido tan cruel con ella. «¿Me habré equivocado de sujeto?», se preguntaba. Un día don Nicanor no acudió a su cita diaria. «¡Qué raro!», se dijo ella. Se quedó pensativa. Lo echaba de menos. Y su nieta preguntó: «Abuelita, ¿por qué no habrá venido Pilarín?». Entonces la gorda, la bajita, la que parecía una albondiguilla, se acercó y le contó: «¿Sabe usted la última novedad? Se murió don Nicanor. Un infarto». Bisbiseó un gracias y se marchó a su casa. Buscó en el periódico los muertos del día. Y allí estaba. Era el único Nicanor. Entre paréntesis ponía: ‘pedicuro y músico aficionado’. Acudió al funeral. Los asistentes no pasaban de las tres docenas. Nunca sabría si el difunto era el único varón que había conocido, el padre de su único nieto, el feroz pervertido que la había tratado de una forma tan atroz. Y aunque había dejado de odiarle, se negó a rezar una oración por la salvación de su alma cuando el sacerdote les invitó a hacerlo con la palabra y el gesto. Y ella se sintió medio vacía y con mala conciencia cuando el oficiante dijo con voz meliflua: «Jesús ten piedad, Cristo ten piedad».
José Manuel Vilabella Guardiola (Lugo, 1938) ha publicado más de 2500 artículos en prestigiosos diarios y revistas: entre otros, La Voz de Asturias, La Nueva España, El Comercio, El Progreso, Dunia, El Extramundi, Gastronómika, Abc, La Voz de Galicia, Heraldo de Aragón, El Periódico, Lar (Buenos Aires) o Gourmand (Santiago de Chile). Mantiene desde hace más de 23 años la columna literaria «Hasta la cocina» en la revista Sobremesa y firmó durante dos décadas «Gastrónomos y caballeros» en la revista Restauradores. Entre sus libros destacan: La cocina de los excesos, Delirios gastronómicos, Gastromanía, Cocinadeasturias, Los humoristas, El crimen de don Benito, Cuerda de santos, infames y profetas, Teoría del insulto en Asturias y El día de matamos a Kennedy y otros relatos poco edificantes. Próximamente pubicará Memorias de un gastrónomo incompetente. Obtuvo, entre otros galardones, el Premio Juan Mari Arzak 1999 por el mejor artículo gastronómico del año; el Premio Nacional de Gastronomía 2002 por su libro La cocina extravagante o el arte de no saber comer y el Premio de Periodismo Gastronómico Álvaro Cunqueiro 2005. Pertenece a la Academia de Gastronomía de Asturias, a la Academia de Gastronomía de Aragón y al Colegio de Críticos Gastronómicos de Asturias.
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