Poéticas

El olor de la vejez

José María García Linares reseña 'Viejos', de Tirso Priscilo Vallecillos, un poemario de lectura necesaria y verdadera, que reflejan la crudeza y la inhumanidad de un tiempo imposible de percibir como de progreso o de felicidad al alcance de cualquiera.

/ una reseña de José María García Linares /

Una primera aclaración imprescindible. Como tanto ha señalado Byung-Chul Han (2018a: 25), la del siglo XXI es una sociedad de rendimiento, alejada de la llamada por Foucault sociedad disciplinaria. Esta última constaba de psiquiátricos, hospitales, cuarteles, cárceles y fábricas, hoy sustituidos por gimnasios, torres de oficinas, aviones, bancos, grandes centros comerciales y laboratorios genéticos. Además, los ciudadanos no son ya sujetos de obediencia, sino sujetos de emprendimiento, es decir, emprendedores de sí mismos y autoexplotadores de cuerpo y mente. Sujetos que pueden, que son educados-entrenados desde pequeños para poder alcanzar el éxito. A diferencia del pensamiento disciplinario (negativo, fundamentado en el no-poder), el del rendimiento es un paradigma de positividad dirigido a maximizar la producción, con lo que el inconsciente social pasa del deber al poder, aunque sin anularlo, claro. El sujeto sigue siendo disciplinado, pero para poder (y el verbo es la clave) sacarse todo el beneficio posible.

El problema, claro está, es que en una sociedad de rendimiento sólo cobra relevancia aquello que produce, que rinde. O digámoslo mejor: aquellos que producen, aquellos que rinden. Es decir: si es verdad que la explotación (autoexplotación también) es constitutiva del neoliberalismo, no menos cierto es que cualquier práctica neoliberal genera exclusión, genera injusticia, desde el momento en que arrincona, invisibiliza o, como decíamos, excluye a las personas que considera no aptas para el buen funcionamiento del sistema. La razón neoliberal, por tanto, es la que define hoy el significado de la vida. Se vive para rendir y si no se rinde, la vida carece de valor, hasta tal punto que la propia identidad se construye a partir de la práctica laboral, esto es, somos la práctica que ejercemos, como señala Remedios Zafra (2017). La cuestión, entonces, es saber qué somos o qué seremos cuando llegue el momento en el que dejemos de trabajar, cuando lleguemos a la vejez.

En «I. Kanreki», la primera parte de Viejos, de Tirso Priscilo Vallecillos, publicado por Huerga y Fierro, encontramos una serie de textos que orbitan alrededor de lo que hemos expuesto hace un momento, y así podemos leer en «Vieja-paisaje» (27):

Siempre ha vivido en esta casa
todos los días se sienta junto a la ventana
apenas pestañea, mantiene la mirada perdida
durante horas permanece inerte
la mano tiembla como si siguiera el ritmo
de una canción pasada de moda
por lo demás, parece una estatua.

Está concentrada en el tiempo que hacía.

Este es el sujeto no productivo para la sociedad del rendimiento, para la sociedad del trabajo.  Si para Heidegger la vejez era sabiduría, ahora es residuo, sobrante de unas prácticas económicas interesadas únicamente en el crecimiento económico. Hemos asistido con la crisis de la COVID-19 en España al abandono de las residencias de ancianos, al olvido de lo que no produce, de lo que genera solamente gasto, de lo que desagrada porque está fuera de la lógica mercantil.

Los tiempos actuales se esfuerzan diariamente por amputar cualquier síntoma de negatividad de la vida, de silenciar el dolor, de acallar a la muerte. Como dice Han (2018b: 51), la muerte «ha dejado de hablar». Se la priva de todo lenguaje. Queda convertida en un mero cese de la vida que hay que postergar por todos los medios. Morirse hoy es, simplemente, dejar de producir. La producción, como hemos señalado, está absolutamente totalizada y se ha convertido en la única forma de vida.

Vieja manzana, vieja plátano, de Alicia Juan Lobato

En este tipo de sociedades, todos los sujetos son esclavos del trabajo porque todo tiene que ser trabajo, incluso el tiempo, que es siempre tiempo de trabajo, como sostiene Han (2018b), y de ahí que leamos en «Tiempo» (25):

Tiempo… ¡Quiero mucho tiempo!
Y para que llegue pronto…
¡Que pase rápido el tiempo!

La obligación del sujeto contemporáneo por aportar rendimiento está muy bien ejemplificada en el poema «Anciana-dignidad» (35) porque plantea una cuestión fundamental para comprender el significado que tiene hoy la palabra vejez. La diferencia entre rendir y trabajar es aquí decisiva, porque es lo que va a distinguir, por ejemplo, una buena vejez de su contraria. La economía impregna también el cuerpo, lo convierte en capital productor de beneficio, lo cosifica y lo transforma en inversión:

José María Aznar hace abdominales en la tele:
alguien dice que eso es envejecer con dignidad.

Y yo me acuerdo de una anciana
que habitó el cuerpo de un hombre…
Sin lujos, no se confundan: estatura mediana,
rostro delicado bajo la sombra de una cerrada barba
ojos pequeños y brillantes, labios mal pintados
nada de hormonas, ni una sola operación.
[…]

La vejez interesa si produce, es decir, si rinde de alguna manera. Puede hacerlo a través de imágenes, de campañas publicitarias, de fondos de inversión y de estafas bancarias a clientes jubilados, como ocurrió con el escándalo de las ventas de acciones preferentes, perfectamente retratadas en el poema «Fondos de inversión» (38):

Hoy leí que los ancianos han firmado
unos fondos de inversión
que no podrán cobrar en vida.
Se supone que desaparecerán de este mundo
antes de que venzan sus fondos.

En fin —he pensado— algo habitual eso de recibir
capital
intereses
cariño
lágrimas

después de muerto.

Quizás uno de los textos-clave que ilumina la lectura de todo el libro sea el poema «Viejos» (19), que funciona como pórtico del libro. Además de sugerir aspectos a los que ya nos hemos referido, la voz poética se refiere a la vejez siempre como lo otro:

Hay algo podrido y cutre
algo asqueroso
algo
que no quiero ver
algo de baba y sudor
de impertinencias e incorrecciones

de torpezas y lentitud
de confusión y olvido
hay algo de orina y heces
de lágrima e impotencia
de mirada perdida
de sonrisa nerviosa…

Esos viejos que huelen a anécdota y recuerdo
esos mismos que hacen de la desmemoria nuestra impaciencia
esos putos viejos que tuvieron la desfachatez de acunarnos
de blindar nuestros cuerpos con los suyos…

Hay algo merodeando a esos viejos
algo que huele y apesta
a jóvenes ingratos.

Decía Sartre (1952) que el otro se anuncia como mirada, porque ser observado constituye el aspecto central del ser en el mundo. El problema está en que el mundo siempre intenta presentarse como placer visual con el fin de agradarnos, con lo que todo aquello que pueda estar cargado de negatividad queda a priori en la sombra. La cuestión es fundamental cuando analizamos el significado contemporáneo de la vejez. El poema que acabamos de citar ejemplifica, además, ese yo fortalecido e implacable que queda escindido del otro por obra y gracia de las relaciones de producción neoliberales; ese narcisismo moderno que vuelve al sujeto sordo y ciego para con el otro. Y lo vuelve sordo y ciego porque la razón neoliberal determina nuestra mirada hasta el punto que concebimos al prójimo como espejo, es decir, queremos vernos a nosotros mismos en los demás. Es una forma de legitimar la autoproducción. Por tanto, todo lo que espeje aquello que el sujeto ni es ni quiere ser, queda negado, arrumbado, olvidado. Oímos muchas cosas, pero estamos perdiendo día a día la capacidad de escuchar y atender el sufrimiento de los demás. Nos estamos quedando solos con nuestro miedo, con nuestro dolor.

Como señalaba Lévinas, encontrarse con un hombre significa que un enigma nos mantiene en vela. En la actualidad, por el contrario, hemos perdido la experiencia del otro como algo misterioso o enigmático, reducido a la lógica del provecho, de la valoración, del cálculo. Si, como decía Adorno (1992), en el principio de toda verdad está el dejar hablar al sufrimiento, el libro de Tirso Priscilo Vallecillos se convierte en testimonio de una sociedad cruel y enferma, capaz de abandonar a sus mayores. Sin embargo, para buscar no sólo el equilibrio, sino también el efecto estético, las dos últimas partes, más breves («II. La escalera», «III. Agere gratia») resultan un canto de agradecimiento al padre y a la madre cargado de ternura, memoria y complicidad, con textos como «Un apetecible helado de gasolinera» (77), «Yo voy soñando infancia» (80) o «El carro de Prometeo» (90), que no dejarán al lector indiferente. La memoria es ética en el poema y los poemas acaban levantando toda una ética de la memoria, como en «De niño a niño» (91):

Mi móvil me pregunta si quiero subir una foto
ahora que acabo de entrar en Media Markt
y, automáticamente, mis ojos se abren como objetivos.

Recuerdo —quizás imagino— a mi padre disfrutando
con cada uno de mis descubrimientos…
y la sonrisa desplegada en su mirada.

Que no sé cómo decirte
que no volvería atrás para estar contigo:
que lo que me gustaría sería traerte
y dejar que el GPS nos lleve a algún lugar,
buscar tu complicidad cuando mi Apple Watch
diga que ya hemos caminado un kilómetro,
llamar por Skype a tus nietos,
presentarte al nuevo ascensor que habla
(a veces, incluso dice cosas interesantes).

Ver y oír todo en tu rostro
como aquellos años
en los que tú viste y oíste a través del mío.

De nuevo, ver y oír. Desde estos poemas finales la crudeza y la inhumanidad representadas en algunos de los poemas de la primera parte hacen todavía más difícil percibir nuestra modernidad como un tiempo de progreso o de felicidad al alcance de cualquiera. Este pensamiento positivo que arrasa la inteligencia contemporánea choca, finalmente, con una realidad para la que la única respuesta que tiene es mirar hacia otro lado.

La tarea de un poeta, decía Ingeborg Bachmann, consiste siempre en no negar el dolor, por eso la lectura de Viejos es hoy tan necesaria y verdadera, porque, como escribió Javier Egea (2001: 231), «Lo que pueda contaros/ es todo lo que sé desde el dolor/ y eso nunca se inventa»

Bibliografía

Adorno, T. W. (1992): Dialéctica negativa. Madrid: Taurus.

Egea, J. (2011): Poesía completa, vol. I (ed. de José Luis Alcántara y Juan Antonio Hernández García), Madrid: Bartleby.

Han, B. Ch. (2018a): La sociedad del cansancio, Barcelona: Herder.

— (2018b): La expulsión de lo distinto, Barcelona: Herder.

Sartre, J. P. (1952): El ser y la nada. Buenos Aires: Losada.

Zafra, R. (2017): El entusiasmo: precariedad y trabajo creativo en la era digital, Barcelona: Anagrama.

[EN PORTADA: Vieja paisaje, de Alicia Juan Lobato]


Viejos
Tirso Priscilo Vallecillos
Huerga y Fierro, 2018
110 páginas
12€

José María García Linares nació en Melilla en 1977. Filólogo y doctor por la universidad de Granada, imparte clases en la Comunidad Autónoma Canaria. Ha publicado los poemarios Oposiciones a desencuentro (2007), Neverland (2010), Muros (2010; segunda edición aumentada con prólogo de Alberto García-Teresa, 2014), Novela negra (2013), El Salón Barney: antología de poesía española contemporánea en la red (2014), Palabra iluminada (2018), Entonces empezó en viento (2019) y la edición crítica de Templo Militante. Antología Poética. Bartolomé Cayrasco de Figueroa (2017). En 2019 ha editado una nueva antología de Cayrasco de Figueroa, Templo militante (Antología), en Clásicos Hispánicos. Como ensayista ha publicado Nacer para aprender, volar para vivir. Un acercamiento a la poesía de Begoña Abad (2019) y Contra las profanas y fabulosas poesías. Nuevos acercamientos al Templo Militante, de Bartolomé Cayrasco de Figueroa (2020). Fue uno de los organizadores, junto a los poetas Ernesto Suárez y Antonio Revert, del primer encuentro Voces del Extremo Tenerife en 2017.

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