/ por Michel Suárez /
¿Soldados de infantería? ¿Servidores de la patria? Obreros de la muerte
Karl Tucholsky: Ante Verdún.
I
En el verano de 1914, pocos se atrevieron a alzar la voz para denunciar que la guerra que se avecinaba se convertiría en un soplo diabólico que barrería los campos y las ciudades de Europa. El entusiasmo popular fue estimulado desde todas las atalayas y nadie quiso mantenerse al margen. Los docentes vociferaban: «¡Estudiantes! ¡Las musas están en silencio! La única salida es la batalla»; y mientras los escritores aseguraban que la guerra era «un placer estético incomparable», los jóvenes se entregaron a ella como si fuesen unas «vacaciones de la vida». «Poesía, arte, filosofía y cultura, eso es la batalla», la gran batalla que alumbraría una nueva era del espíritu.
Aquel 28 de julio de 1914 parecía imposible resistirse a los encantos del patriotismo y el militarismo alcanzó cotas delirantes. Sabemos por Karl Kraus que las autoridades de Praga se vieron obligadas a limitar las manifestaciones de júbilo popular que se sucedían a diario en las calles. Desde el periodismo se atizó con saña la pasión nacionalista. La reportera Schalek fue una de la primeras en presentir la importancia de la propaganda para doblegar a los indecisos y aniquilar el sentido crítico: «En la época de la publicidad americana, cada país debe convertirse en su propio cronista; si no, se queda sin inmortalidad». La guerra, continuaba la periodista, constituía un expurgo idóneo para regenerar a una civilización sumergida en la flaccidez espiritual y física: «En la ciudad sólo había hombres insignificantes, mezquinos, egoístas, tristemente incoloros. Aquí (en el frente) cada uno de ellos parece incluso físicamente mayor que en casa», un «fenómeno inolvidable».
Un compañero de Schalek, el corresponsal de guerra Alexander Roda Roda, concluía así una de sus primeras crónicas: «Al oficial le va bien, puede ir a frente. Nosotros debemos esperar». La demora para contemplar in situ el escenario donde se desplegaba aquella gigantesca catarsis se volvió sofocante: «Desde finales de julio, los corresponsales de guerra designados esperábamos: ¿cuándo podríamos ir por fin a la frontera? Una declaración de guerra seguía a otra, un regimiento se sumaba a otro para combatir al enemigo. ¿Y nosotros? Nosotros debemos esperar». La guerra, sostenía Roda, convertía a «un pueblo de indiferentes en seres intensos».
La guerra era regeneración y saneamiento, pero también cornucopia, como pensaba el consejero ministerial austríaco Richard Schaukal, y más en una época que había hecho de ella una industria tremendamente lucrativa: el war, en inglés, pasó a ser ware («mercancía», en alemán). Pero, sobre todo, la guerra era purificación colectiva: «¡Guerra! Fue purificación, fue liberación lo que sentimos, y una gran esperanza. De eso hablaron los poetas, sólo de eso» (Thomas Mann). En efecto, poetas como Richard Schaukal sólo hablaron de eso en obras con títulos tan sugerentes como Sonetos de hierro o Cantos de guerra. Uno de esos poemas comenzaba con esta exhortación: «“¡Arrodíllense!”, así habló al serbio; “¡Las rodillas en el suelo y la frente en el polvo!”».
Pero no fueron únicamente los poetas: Hugo von Hoffmannsthal abandonó por un momento su certeza de que el lenguaje era impotente para aprehender el mundo y puso su pluma al servicio de la patria: «Un acontecimiento de dimensiones gigantescas como esta guerra sólo puede ser la conclusión de toda una época […] Nunca se manifestó la belleza de Austria de forma más inmensa que en agosto de 1914 y nunca fue esta belleza acogida de forma más fuerte y pura por millones de corazones. No era paisaje junto a paisaje, no era valle que pasaba a otro valle, era una totalidad viva: la patria» .
También el clero echó el resto para que los remordimientos no hiciesen mella entre los fieles llamados a filas. Kurt Tucholsky escribió que la Iglesia católica no se contentó con «poner a los combatientes dentro de las trincheras» ni con «bendecir las máquinas concebidas para matar». Prometió, además, cura para «las heridas causadas por la carnicería» si demostraban una entrega total en los campos de la muerte. A. F. Winington, el obispo de Londres, lo vio claro desde el principio: «¡Maten a los alemanes! ¡Mátenlos a todos! […] no simplemente por matar, sino para salvar el mundo […] maten a los buenos y a los malos […] maten a los jóvenes y a los viejos […] maten a los que fueron bondadosos y a los heridos […] Como ya dije mil veces, considero esta guerra una guerra por la pureza, considero a cuantos mueren en ella mártires».
Con estas manos ganadoras, ninguno de los contendientes corría el riesgo de salir derrotado: si vencían, regresarían a casa como héroes, como salvadores de una patria que los había convocado para la gloria; en caso contrario, volverían envueltos en una bandera y disfrutarían, post mortem, del reconocimiento de sus compatriotas. Seducidos por el anuncio de un tiempo de sensaciones intensas, muchos jóvenes de las clases medias y altas se entregaron sin pensárselo dos veces a una «veneración barroca» de la muerte, el más poderoso estímulo contra el tedio. En un mundo aburrido y sin sentido la muerte «se alzaba como una incógnita rellena de poder».
En Alemania, los catedráticos proclamaron en una declaración conjunta que el ejército luchaba por «la libertad en Alemania y, en consecuencia, por los bienes de la paz y la civilización, no sólo en Alemania. Creemos que la salvación de la cultura europea depende de la victoria que conseguirá el militarismo alemán». En el prefacio a un libro sobre cine, Hermann Hafter escribió: «Quiera (la guerra) purificar nuestra vida pública así como el trueno limpia la atmósfera. Que nos permita volver a vivir y darnos ansias de arriesgar la vida en acciones como las que ordena esta hora. La paz se volvió insoportable». Nada menos que «volver a vivir» y un destino trágico era lo que se alzaba frente a una juventud desesperada por salir del marasmo de una vida estacionaria. Nunca como entonces fue más cierto que quien puede matar confiere seriedad a cualquier farsa (Valéry).
«El cataclismo llegó, estamos entre las ruinas», lamentaba un personaje de D. H. Lawrence, pero en el fragor de la batalla su advertencia cayó en saco roto. El militarismo se convirtió en una vía de escape de la civilización de la máquina; un bálsamo con el que aliviar la angustiosa sensación de ir a la deriva. Prometía «la felicidad de ser transportado por la alegría del combate» y llamaba a alcanzar «lo imposible» (René Quinton), pues lo imposible era «el único adversario digno del hombre» (André Chédid).
A principios de 1915, Werner Sombart definió la guerra como una disputa entre dos cosmovisiones diferentes: la de los comerciantes y la de los héroes. Según este esquema, asoció a los británicos con los comerciantes, aquellos que se pasaban la vida preguntándose: «¿Qué puede darme?»; mientras, para los alemanes, quintaesencia del héroe, la única pregunta pertinente era: «¿Qué puedo ofrecerte?». ¿Acaso no era esta una diferenciación acertada cuando hasta el mismo Káiser se refería a los ingleses como «esa ordinaria pandilla de tenderos [que] ha tratado de engañarnos con comidas y discursos»?
El héroe deseaba «ofrecer cosas, consumirse él mismo, hacer sacrificios» sin pedir nada a cambio. Mientras contemplaba el deber como la más alta responsabilidad, el comerciante hablaba únicamente de derechos. «Sacrificio, fidelidad, apertura, respeto, valor, religiosidad, voluntad de obedecer, caridad»; esas eran las virtudes del guerrero, «que sólo se desarrollan plenamente en y a través de la guerra», declaraba Sombart, rematando su apología de la vida guerrera como vía de progreso y purificación de un pueblo. El suyo, naturalmente.
II
Muchos vieron en el desencadenamiento de la guerra la ocasión propicia para que el grito viril del Übermensch nietzscheano aniquilase de una vez por todas el humanismo y el pacifismo en los que anclaban la anomia social. Jünger lo describió como nadie en Tempestades de acero: «Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un deseo de cosas insólitas, peligro grande. Y entonces la guerra nos arrebató como una borrachera. Habíamos partido al frente bajo una lluvia de flores, en una embriagadora atmosfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que nos habría de aportar aquello, las cosas fuertes, espléndidas. La guerra nos parecía un lance viril, un alegre desafío de tiro celebrado sobre floridos campos en los que la sangre era el rocío».
Sin embargo, para otros, como Johann Huizinga, ese entusiasmo por lo heroico que Jünger atemperaría con el tiempo era el síntoma más visible del oscurecimiento de la facultad crítica, arrollada por los «estímulos de la voluntad» y la «obnubilación de las ideas». Para el holandés, la misma tecnología moderna que había facilitado el ensanchamiento de la zona de bienestar material también fue decisiva en el estímulo de la necesidad de «exponerse sin vacilaciones a intensos peligros». Hasta entonces, el espíritu innovador y las hazañas de la aviación habían sido inseparables de la popularización del ideal heroico. Pero ese sentido trágico del héroe solitario enfrentado a los elementos sin más ayuda que su prótesis mecánica escondía una paradoja que pasó desapercibida en aquél clima de exaltación militar: en el drama de un mundo administrado por la burocracia, ningún papel estelar le estaba ya reservado al héroe en la batalla.
Para el sargento César Méléra, el nuevo formato industrial de la guerra traducía «la bancarrota del arte de la guerra». Poco antes de morir en combate, el historiador del arte Marc Boasson constató que la fábrica estaba «matando el arte». No se equivocaban; las reglas habían cambiado. Un teórico de la guerra aérea, el general de la Armada italiana Deuheit, declaró en 1918 que le parecía perfectamente «admisible, e incluso recomendable, atacar ciudades habitadas con bombas de gas», no porque sintiese «un placer sádico con el asesinato de masas», sino porque «este tipo de ataque, gracias a sus efectos materiales y morales», resultaba «decisivo para la victoria».
El desarrollo industrial, especialmente el alemán, posibilitó el uso bélico de componentes altamente tóxicos. El cloro, que afectaba al revestimiento de los bronquios y los pulmones, provocando una muerte agónica por obturación de la tráquea con fluido, fue el elemento más codiciado por los Estados mayores. Bloqueados los mercados naturales de colorantes por la guerra, la posibilidad de verter cloro sobre el enemigo era una solución ideal, tanto desde el punto de vista económico como desde el militar, e incluso moral, pues como apuntó Deuheit, aceleraría el fin de la matanza. Años después, el gobierno estadounidense se valdría del mismo argumento (in)moral para justificar Hiroshima.
Quienes habían participado en anteriores conflictos armados se equivocaron redondamente sobre la naturaleza heroica de la Gran Guerra. Al inicio de las hostilidades, el coronel del Décimo Ejército francés Louis Ernest de Maud’huy pudo aún afirmar que algunos hombres saludaban correctamente, pero eran escasos los que «saludaban estupendamente». Sin duda, un espíritu como Ernst Jünger, singular reedición del hombre de armas y letras medieval, compartía una apreciación tan apegada a un sentimiento aristocrático de la guerra. Pero con el paso de los acontecimientos, ninguno de los dos salió indemne de aquella horrible carnicería ajena a los códigos cortesanos de la violencia. Contrariando sus principios de caballero, Maud’huy se volvió especialista en una actividad tan poco deportiva como los ataques nocturnos, mientras Jünger comprendió que el tiempo de los héroes, barridos por la pujanza de la guerra de material, había llegado a su fin.

III
En el verano de 1914 todos estaban convencidos de que pasarían las Navidades en familia, pero esa ilusión se disipó pronto. La criminal y estúpida crueldad de los Estados Mayores causó auténticos estragos entre los contendientes; atrapados entre la espada y la pared, los soldados caían como moscas: si avanzaban eran tiroteados, si retrocedían les esperaba un tribunal militar y el fusilamiento por deserción. Para la Navidad de 1914, y aunque nadie se movió de su trinchera, el arrebato inicial ya se había enfriado. Los frentes estabilizados, los ataques suicidas, el lodo, los gases y las ratas tenían poco que ver con la guerra que se habían imaginado quienes entonaban cantos patrióticos durante la movilización.
De repente, la demagogia nacionalista quedó al desnudo cuando los enemigos en el campo de batalla se encontraron cara a cara. Los escoceses, en lugar de matar a los alemanes como exigía el obispo de Londres, se pusieron a jugar al futbol con ellos. No tuvieron suerte: ganaron los alemanes por tres a dos. Tras una invitación recibida desde la trinchera alemana, masas de soldados desarmados salieron a campo abierto y se intercambiaron regalos. «No queremos mataros, y vosotros no queréis matarnos. Entonces, ¿por qué disparar?», se preguntaban.
La furia irracional dio paso a la confraternización. En cierta ocasión, el soldado Moodie se dirigió desde su trinchera a los alemanes para que saliesen a recoger a su heridos: «Al comienzo parecían muy desconfiados y sólo mostraban sus cascos, pero les prometimos no disparar y un hombre con la Cruz de Hierro se adelantó audazmente hacia nuestra formación y asistió a un herido. Lo siguió otro y ambos se lo llevaron en medio de nuestro aplauso. Antes de marcharse, el primer hombre saludó diciendo: “Gracias, caballeros, a todos y cada uno. Les estoy muy agradecido. Adiós”. El incidente me conmovió por completo por un tiempo; entonces tuve el deseo de que volviéramos a ser todos amigos».
Las muestras de fraternidad y la confraternización con el enemigo hicieron reaccionar a los altos mandos, que dieron orden de abrir fuego de inmediato. Demasiado tarde; la vida civil no tenía sentido, pero aquella matanza era aún peor.
El ansia de sentido vital continuó insatisfecho para quienes pretendieron hallarlo en la batalla. Robert Musil percibió el paulatino desencanto con el heroísmo como fuente de catarsis: «la actividad heroica acabó por parecer absolutamente irrisoria, un grano de arena depositado sobre una montaña con la ilusión de lo extraordinario». Cuando el fulgor de lo extraordinario se apagó, emergió la cruda realidad: «Lo que en principio fueron oleadas de voluntarios, reconocía, abatido, el poeta Siegfried Sassoon, terminó siendo multitudes de víctimas».
Las cifras de esas multitudes son turbadoras: entre 15 y 20 millones de seres humanos perdieron la vida y 23 millones resultaron de heridos, muchos de gravedad. En el origen de todo, la mano ejecutora de Gavrilo Princip, un nacionalista autoimbuido de una misión trascendente: asesinar al archiduque Francisco Fernando para «vengar la nación» serbia mancillada desde que los otomanos la sometiesen en el Campo de los Mirlos, Kosovo, en 1389. En 1989, preámbulo de una espantosa matanza, otro serbio, Slobodan Milošević, invocó la misma fecha ante sus compatriotas.
La frustración y la amargura resultantes de aquel conflicto salvaje fueron mucho más allá de las habituales en las guerra precedentes. Los avances tecnológicos, que habían reconfigurado todos los órdenes de la vida, estiraron igualmente los marcos morales para dar cabida al asesinato legal patrocinado por el Estado y a nuevas forma de violencia por control remoto que, al ocultar las víctimas, bloqueaban el escrúpulo y la conmiseración.
Poco años antes del comienzo de la segunda guerra mundial, en agosto de 1936, Stefan Zweig pronunció una conferencia en el barrio carioca de Lapa, en la que resumió las grandes lecciones de la Gran Guerra: no confiar en las proclamas nacionalistas y «no esperar demasiado de la tecnología para el progreso moral de la humanidad. No confiamos más en ella después de que se haya burlado de nosotros, después de ver cómo se ponía, sumisa y obediente, al servicio de la destrucción».
Contemplando en perspectiva el siglo XX y lo que llevamos de XXI, es fácil ver que Zweig estaba cargado de razón; sólo quien dio un paso hacia sí mismo puede saber que «nada en el mundo es más difícil y problemático que conservar inmaculada la independencia intelectual y moral en medio de la catástrofe de masas».
IV
Aunque con otros ropajes, la actual ausencia de sentido vital y de proyecto colectivo se asemeja a la que experimentaron los millones de sonámbulos que saludaron con vítores el estallido de la Gran Guerra en 1914. En esta civilización herida de muerte, el patriotismo ha vuelto a cobrar fuerza como solución, fácil y explosiva, para garantizar el orden. Enfrentados a la agudización de una crisis sistémica, por la pendiente del nacionalismo no han dudado en lanzarse tanto los poderosos como los de abajo, agrupados en torno a los fundamentos eternos de la patria y predispuestos a batirse el cobre por ella contra sus enemigos, siempre acechantes. En su simpleza, los de abajo parecen convencidos de que avivar la llama del chauvinismo y hacer coro junto a sus explotadores, camaradas de destino en lo universal, solventará por sí sólo los grandes males que padecemos. También los que se mataban por nada en Verdún o Ypres, ventrílocuos de poderes inconfesables, creían que su inútil sacrificio les llevaría a conquistar algún tipo de gloria difusa.
Esto demuestra, es triste recordarlo, el gran error de Cicerón al hacer de la historia maestra de vida. Si la historia fuese guía confiable, ya hubiésemos aprendido que dejarse arrastrar por las banderas y las proclamas nacionalistas, del signo que sean, es un acto de cobardía intelectual y sumisión política. El militarismo, corolario natural del patriotismo, sólo añade poder de destrucción a la servidumbre. Quien acuartela el cuerpo acaba por acuartelar el alma.
Esto no quiere decir que esté todo perdido; aún podemos extraer de la Historia alguna verdad eterna: por ejemplo, que no hay nada más valiente que la cobardía. Si el patriotismo es la virtud de los depravados (Oscar Wilde), creo que la única salida al atolladero actual es educar a nuestros hijos en la audaz y lúcida cobardía que James Garner defendía en La americanización de Emily (Arthur Hiller, 1964): «Descubrí que era un cobarde, y esa es mi nueva religión, soy un creyente convencido. La cobardía salvará al mundo. Lo que es una locura no es la guerra, sino la moralidad; no es la avaricia y la ambición lo que hacen las guerras, es la bondad. Las guerras se inician por buenas razones, para la liberación y el manifiesto destino, siempre contra la tiranía y en interés de la humanidad. En esta guerra ya hemos acabado con unos diez millones de seres humanos en interés de la humanidad. En la próxima guerra se destruirá a todos los hombres para poder preservar su dignidad. No es la guerra lo que resulta antinatural, es la virtud; mientras tengamos el valor de la virtud, habrá soldados, por lo tanto, predico la cobardía: es la única forma de salvarnos todos».
En 1915, durante una visita al frente, Colette encontró escrito en la pizarra de una pequeña escuela rural: «Morir por la patria. Es el destino más hermoso y el más digno de envidia». En esta hora de ruido y patriotas que se desgañitan, habría que ir pensando en borrar de todas nuestras pizarras las exhortaciones nacionalistas y predicar la religión de la cobardía. Extra ecclaesiam nulla salus: fuera de la Iglesia, de la Iglesia de la Cobardía, no hay salvación.
Bibliografía
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Stefan Zweig: A monotonização do mundo, Río de Janeiro: Jorge Zahar, 2013.
[EN PORTADA: Cementerio de la primera guerra mundial en Auce (Letonia)]

Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO y está condensado en su ensayo El fondo de la virtud.
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