Arte

Realidad y pintura

Contemplar a un pintor paisajista en plena faena en Villajoyosa, y la diferencia entre el paisaje real y el trasladado al lienzo, lleva a Arturo Caballero a recordar un libro titulado 'Pintura y realidad', de Étienne Gilson.

/ por Arturo Caballero Bastardo /

Aunque admito cualquier sugerencia al respecto, desde que lo conocí me parece que el tramo urbano de playa de Villajoyosa es uno de los más pintorescos del levante español. Y decir que es un auténtico escenario de película en aquel día que dio origen a estas líneas no resulta una exageración o un recurso trillado, sino la constatación de un hecho. Y si añadimos que —en esta época infame de peste que sufrimos— aún tienes un cierto desahogo, al menos durante la mañana, para tomar el sol y bañarte sin estar cercado en un corralito, pues ya me diréis.

Iba yo camino a la playa… cuando me topé con un pintor que andaba (espátula en ristre que no pincel) en sus quehaceres desde el pequeño puente que salva el río Amadorio. Como no me puede la condición, ni estando de vacaciones, me acerqué a ver qué y cómo pintaba y realicé algunas fotografías. Y me fui.

Trasteando luego con el móvil, no dejé de dar vueltas a la enorme diferencia existente entre la perspectiva que el artista estaba llevando al lienzo y el resultado de su trabajo. Esa notable discrepancia visual me llevó a plantearme la relación/diferencia entre el arte y la realidad y, como unas cosas llevan a las otras, a recordar un libro con título semejante, Pintura y realidad, de Étienne Gilson, publicado por Aguilar en 1961, cuya edición uso para citar (realicé una recensión aquí). Gilson era un especialista en santo Tomás de Aquino y el contenido de la obra recoge las conferencias dictadas (1957) en The A. W. Mellon Lectures in the Fine Arts en The National Gallery of Art de Washington. Con estos escolásticos y neotomistas siempre pasa que te quedas anonadado ante el rigor de sus planteamientos y el sólido argumentario. Reconozco que resulta difícil, en esta época débil de modernidad líquida, establecer un corpus que, en su conjunto, sirva para hacerlos frente. Pero este no es el tema ahora.

Parto de la base de que siempre ha sido un problema traducir una pintura a lenguaje verbal. Sin entrar a dilucidar lo que los críticos (provengan del campo de la literatura, de la filosofía o de la historia) entienden por su función, mi postura coincide en gran medida con la de Gilson: «Las únicas personas que saben algo de pintura en cuanto arte creador son los pintores». Aun teniendo esto presente, no deja de ser cierto que cualquiera de nosotros está legitimado para emitir un juicio sobre cualquier cosa que nos rodee. Otro asunto es lo documentado que esté ese juicio. Voy a intentarlo por medio de una instantánea fotográfica, la pintura en trance de realización y algunas frases de Gilson.

Parece oportuno plantear el análisis como un entretenimiento veraniego. Anímese y busque usted las diferencias porque, en ellas, se encuentra lo que de forma convencional llamamos arte. Observe el camino y la tapia de tierra a la izquierda; el río cristalino y abundante en agua; el verde jugoso y variopinto; las esbeltas palmeras; el abigarrado colorido de las fachadas; la torre de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción; la sierra que acentúa con sus violetas la distancia; el airoso Puig Campana y, para finalizar, el vibrante cielo.

Ni que decir tiene que intento ser un profesional y que la fotografía está realizada desde el mismo sitio en el que se encontraba el pintor. Las adiciones no son inventadas; están en el lugar, el pintor lo sabe; pero o no ubicadas donde las sitúa o no visibles desde su punto de vista.

Tampoco pasa nada. Lo hacía Guardi (ayudándose de la cámara oscura, además) y la inmensa mayoría ni nos hemos dado cuenta.

La pintura de países fue un buen medio para llenar paredes, incluso desde el tiempo de los romanos. Su madurez como género llega en el barroco, cuando los holandeses son capaces de trascender el paisaje clasicista lleno de figuras mitológicas o religiosas que les proporcionan asunto y significación y, especialmente, cuando los románticos lo convierten en manifestación de un estado de ánimo. Su consagración, cuando los impresionistas pretenden llevar el realismo hasta las últimas consecuencias aplicando chapuceramente unos principios científicos discutiblemente entendidos y encontrando en ese itinerario erróneo, al igual que el equivocado Colón, un mundo nuevo.

Pretender que los pintores del último tercio del diecinueve pintaban lo que veían, pues vale… Se quiso, en esa misma época, vincular pintura y música. Dice al respecto Gilson: «Puesto que las composiciones musicales no tienen existencia física propia, es necesario absolutamente que directores, virtuosos, cantantes […] decida[n] sobre una de las innumerables posibles interpretaciones de un original cuya idea ha muerto con el compositor mismo. Como una idea platónica, la idea original de una composición musical no es nada más que una noción de la mente. Hablando estrictamente, no existe» (p. 34). Lo mismo podríamos decir del paisaje. Quizá todos lo veamos bajo la misma luz, pero su plasmación terminará recogiendo aquellos elementos que, a nuestra forma de entender el arte, son más apropiados. La naturaleza la tomamos como un recurso y la corregimos, añadimos, quitamos para que quede a nuestro gusto. Porque lo importante es el resultado. No el origen.

«No hay una sola obra de arte, tomada en cuanto obra de arte, que tenga otra cosa que hacer sino causarnos el placer contemplativo de gozarnos con su vista. La naturaleza no produce obras de arte; produce artistas que, a su vez, producen obras de arte […] hasta ahora ningún teólogo ha imaginado que el fin de la creación fuera la producción, por parte del Creador, de seres cuya esencial y única función fuera el agradar al ser vistos […] Los museos representan la contribución modesta de una de las criaturas de Dios al embellecimiento de la creación» (pp. 173-174).

¡Qué suerte poder escribir con semejante fe!

Consideramos despectivamente a todos estos pintores que disfrutan coloreando una realidad que resulta bastante más parca en tonalidades; pensamos en ellos como en alguien del pasado porque «la victoria del abstraccionismo ha sido tan completa que ahora hace falta mucho más valor e independencia en un pintor para ser más o menos representativo que para seguir la muchedumbre de los que hallan más provechoso el explotar, para su propio beneficio, las facilidades de la ausencia de forma» (p. 219) y con ser (pensemos en el año de las conferencias) esto así de forma general para los artistas, no tengo tan claro de podamos decirlo de la mayoría del público, a no ser que llevemos hasta sus últimas consecuencias las teorías de Ortega en La deshumanización del arte (1925), que termina dividiendo al público en dos categorías: los artistas y los no artistas, siendo estos últimos los representantes del hombre masa.

Es cierto que entre las vanguardias y hasta el pop y los nuevos realismos no hemos calificado como moderno el arte figurativo cuando la figuración, en diferentes grados de iconicidad, no dejó de seguir practicándose por profesionales y valorándose por el gran público. El argumento contra ella era, en esencia, el formulado por Étienne Gilson: «No tiene objeto el añadir a la realidad imágenes de los seres naturales, que, por no ser sino sus imágenes, no añaden nada a la realidad. Lo que verdaderamente importa es lograr no una imagen, sino una cosa; no añadir una imagen a la realidad, sino una realidad a la realidad» (p. 235). Y sin embargo, salvo la fotografía y algunos voluntariosos intentos hiperrealistas, siempre hay algo de personal en el trabajo del pintor. Nunca es un mero intento de replicar la naturaleza y cuando se insiste demasiado en ello corres el riesgo de tener que abandonar el proyecto porque el fruto se ha marchitado.

Aunque nadie duda de que esta obra de la que tratamos es nuestra coetánea, ¿tiene este lienzo pretensiones de ser arte? ¿En qué estadio de la evolución (sí; de la evolución) de la pintura podemos ubicar este cuadro? ¿A qué espectador y a qué comprador va dirigido? ¿Cómo nos habla de nuestra sociedad y de la enorme variedad de fracciones de clase y, consecuentemente, de gusto?

Apunto algunas respuestas sin afán de exclusividad: Si pensamos como Ernst Gombrich (Historia del arte), el Arte, con a mayúscula, no existe; y si lo hacemos como John Carey (¿Para qué sirve el arte?), cualquier objeto que alguien en cualquier lugar y momento piense que es arte, lo es, así que elija usted en qué grado de la escala desea ubicarse. Respecto a la segunda pregunta: para la inmensa mayoría de la población el arte del paisaje alcanzó su máxima expresividad con el impresionismo y el posimpresionismo; después de Monet (Sorolla en versión patria), el diluvio. Respecto a los espectadores, el hecho de que pueda pintarse y venderse una obra como esta nos está poniendo de manifiesto la abismal brecha que, en el mundo occidental, se ha abierto entre la baja (lo crudo) y la alta (lo cocido) cultura; una brecha que no parece que exista ningún interés en tapar. Se trata de mundos diferentes y ajenos, salvo en el caso de la baronesa Thyssen. Dejo la última contestación para el final del escrito porque tampoco el asunto debe dar para más: «Cuando hay mucho que decir sobre una pintura, hay razón para temer que la obra en cuestión pertenezca menos a la pintura que a la literatura. Mal signo es para una pintura el que la gente se sienta impelida a traducirla en palabras» (p. 177).

Por mi parte, mis gustos artísticos caminan en una dirección más acorde con las últimas palabras de Gilson:

«No se debe temer tampoco el embarcarse en las aventuras un tanto extrañas […] Solo puede ocurrir que algunas de ellas permanezcan siempre para nosotros como esos dominios secretos de los cuales, en sueños, intentamos vanamente hallar la llave. En tales casos nunca sabremos quién tiene la culpa, pero la ventaja la lleva el genio. Quien se expone sinceramente al arte creador y está de acuerdo con él y participa en sus avatares será recompensado con frecuencia por el descubrimiento, gozosamente hecho, de que una interminablemente creciente acumulación de belleza está realizándose, incluso ahora, sobre este planeta habitado por el hombre» (p. 255).

Esto está pero que muy bien, aunque venga de un conservador.

Mas no quiero engañaros. Respeto profundamente a quien vive de su trabajo y que proporciona a sus compradores, generalmente por un modesto precio más cercano a su valor de uso que a un hipotético y arbitrario valor de cambio, una pequeña dosis de belleza, sea cual sea el sentido que uno y otros quieran dar a este término. Eso me parece menos engañoso, y por supuesto más honesto, que pegar un plátano a una pared con una cinta.

Y se me hizo tarde.

A la vuelta, el pintor continuaba con su tarea (lo ha seguido haciendo en días posteriores tal como ha recogido en su Facebook, con el que se publicita) y me acerqué a hablar un rato con él. Y le pregunté si se trataba de un pintor aficionado o que si se ganaba la vida con ello. Me dijo que era un profesional. Y su nombre: Evaristo Alguacil. Resultó un punto evasivo respecto a cómo comercializaba sus pinturas y nos entretuvimos charlando un poco sobre el arte moderno y la dificultad para encontrar un mercado para ese tipo de obras.

Antes de que juzguéis estas líneas echad, por favor, un vistazo a su currículo y especialmente a su formación. Quizá, así, quede contestada la cuarta pregunta que formulaba más arriba.


Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. La próxima primavera la editorial Trea publicará Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha en el que realiza un análisis irónico, crítico y apasionado sobre los últimos cuarenta años del arte más actual.

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