Mirar al retrovisor

La prehistoria y los mitos feministas y patriarcales

En la prehistoria, ¿cazaban los hombres y las mujeres se quedaban en los poblados? Un descubrimiento reciente confirma nuevamente que no necesariamente y nos habla de cómo trasladamos al pasado, incluso al remoto, mentalidades del presente. Un artículo de Joan Santacana.

/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana /

La antropología cultural nos tiene acostumbrados a la idea de que, ya desde la prehistoria, los hombres cazaban y las mujeres cocinaban. No se publicaba con estas palabras, pero casi. En realidad, se suele creer que las mujeres se dedicaban más bien a la recolección y a permanecer en los campamentos de cazadores que a salir de caza en las expediciones cinegéticas, en especial cuando las presas eran animales de gran envergadura. No es este un concepto del que se tuviesen muchas pruebas científicas, pero sí había paralelos etnográficos y muchas suposiciones implícitas. Las razones aducidas para explicar este comportamiento propio de depredadores son las mismas que explican la violencia masculina y la guerra tribal como un oficio de hombres. Se atribuía a la testosterona la respuesta positiva a esta cuestión.

En las últimas décadas, han ido apareciendo artículos más o menos científicos que insistían en marcar diferencias con respecto a esta visión tendente a plantear una división sexual del trabajo muy diferente de la versión aceptada desde el siglo XIX. Según estas nuevas versiones, las mujeres en la prehistoria no tenían el papel pasivo que se les quiso atribuir. Sin embargo, la mayoría de estos trabajos suelen partir también de apriorismos ideológicos que intentan desmontar los mitos de una ciencia que —como todas— ha estado influenciada por sustratos ideológicos patriarcales.

Algunos antropólogos, como Marvin Harris, se hicieron la pregunta de si son los hombres más agresivos que las mujeres. Harris concluyó que la testosterona poco o nada tiene que ver en el desencadenamiento de actitudes violentas, ni en los niveles de miedo. Su dictamen era claro: la violencia no va unida al sexo y, por el contrario, sí va unida a los patrones culturales. Ciertamente, en la mayoría de las sociedades cazadoras conocidas, los patrones de conducta hacen que los varones suelan ser los seleccionados para la caza. Ello los transforma en especialistas en la fabricación y uso de armas que tienen la capacidad de herir y matar animales u otros seres humanos, pero no implica que en estos grupos las relaciones sean de dependencia de las mujeres con respecto a los hombres. En general, las mujeres de los cazadores gozan de un alto grado de autonomía sobre sus propios hijos y sobre sus vidas.

Sabemos que las mujeres también cazan, son hábiles y si es necesario luchan con gran fiereza. Aun cuando los varones suelen tener un promedio de unos diez o doce centímetros mas de altura que las mujeres y sus son son más pesados y densos que los de ellas, y poseen en general más fuerza física, ello no excluye a las mujeres de realizar tareas pesadas. No deberíamos extrañarnos de esto, porque también hoy en determinadas competiciones deportivas, como tiro con arco, la marca femenina de distancia con arco manual se suele situar en un 15% por debajo de la de la masculina y, por ejemplo, en el lanzamiento de jabalina, la diferencia se sitúa en casi un 20 por ciento inferior la marca femenina de la masculina. Igual ocurre en las carreras, tanto si son largas como cortas. Y aunque los programas de entrenamiento mejoran continuamente las marcas, las distancias son significativas cuando el deporte depende de la envergadura y la fuerza muscular. Muchos antropólogos creen que este factor fue decisivo para que, desde la prehistoria, la caza estuviera frecuentemente mas vinculada a hombres que a mujeres.

Toda esta argumentación viene a raíz de que recientemente, en una publicación de prestigio científico, Science Advances, un grupo de investigación arqueológica multidisciplinar formado por Raball Haas, James Watson, Tammy Buonasera, John Sauthon, Jennifer C. Chen y Sarah Noe, se ha publicado un trabajo que, con el título «Cazadoras de las primeras Américas», ha revolucionado las redes sociales. Se trata de la excavación realizada en el sitio arqueológico de Wilamaya Patjxa, cerca de Mulla Fasiri (Perú) en 2018. Con toda seguridad, fue un campamento de cazadores cuyos restos tienen una dispersión de 1,6 hectáreas. De ellas, se excavó una superficie muy reducida de 36,5 metros cuadrados. En el informe se mencionan unos 20.000 artefactos, es decir, restos de talla lítica. La cronología del yacimiento se pudo establecer en 9000 años. La asignación cronométrica se basó en la seriación de artefactos y la datación por radiocarbono del colágeno óseo humano mediante espectrometría de masas con acelerador, aplicando la curva de calibración del hemisferio sur de 2013.

Lo más singular que mencionan es la existencia de cinco pequeñas fosas de enterramiento, conteniendo restos de seis inhumaciones. Los restos de dos de los individuos, identificados como WMP6 y WMP1, estaban asociados a algunas herramientas de caza. De este hallazgo destacan que uno de ellos, el WMP6, hallado a unos 55 centímetros de profundidad por debajo de la capa de tierra superficial, es una mujer. Los restos óseos están extraordinariamente deteriorados, de tal modo que tan sólo se recuperó un cráneo fragmentario, dientes, porciones de la diáfisis femoral y fragmentos de tibia y peroné. La enterraron en posición fetal, sobre el lado izquierdo con la cabeza orientada hacia la puesta del sol, y había también junto al cadáver seis puntas de flecha, lascas retocadas de sílex, un cuchillo de dorso rebajado, un raspador, ocre y algún que otro elemento lítico. Al parecer estos elementos estaban dentro de una bolsa de cuero u otro material perecedero. Todo ello hace referencia al ajuar de un cazador, especialmente las puntas de flecha; el raspador era para pulir pieles, el ocre se suele utilizar de colorante corporal, y el cuchillo y las lascas de sílex tienen funciones variadas. Había restos de fauna (¿ofrendas?), en especial vicuña y taruca, ciervo y otros restos no identificables.

La determinación del sexo se hizo, sobre todo, a partir de la amelogenina de la dentadura. Se trata de una proteína producida durante el desarrollo del esmalte dentario y tiene la particularidad que el gen de esta proteína es tal que sus homólogos están ubicados sobre los cromosomas X e Y (femenino y masculino respectivamente). Fue a partir de la presencia de cromosoma X que se determinó que se trataba de una mujer. Además, el análisis dentario planteaba que tenía entre 17 y 19 años, dado que le estaba saliendo la muela del juicio. Era, pues, una joven adolescente. Respecto al siguiente individuo identificado, el WMP1, era un varón de unos 25 a 30 años.

Además, el equipo investigador tiene la hipótesis de que eran residentes permanentes en tierras altas. Esta determinación la han realizado a partir de la bioapatita ósea (fosfato de calcio), que nos permite conocer el tipo de agua consumida analizando los restos óseos, y en ambos casos era el propio de las grandes cumbres montañosas.

Ciertamente, la investigación parece rigurosa, aun cuando no es concluyente a causa de que los análisis de gen a partir de amelogenina están sujetos a errores en según qué grupos de población se estudian. Así, por ejemplo, se da el caso de que, cuando la determinación sexual se ha hecho entre la población hindú, como un estudio realizado en Thangaraj (India), resultó que, de un total de 270 muestras de dientes de varones, cinco dieron resultados erróneos, identificándoselos como hembras. Es una proporción baja, pero capaz de introducir dudas acerca del método.

En el supuesto de que se trate de una mujer joven la que está enterrada en la fosa junto con herramientas, lo primero que hay que tener presente es que las ofrendas funerarias suelen ser objetos que acompañan al difunto en vida, y esto nos remite casi inevitablemente a que se trata de una joven cazadora. Ello constituye un dato empírico muy sólid, aun en el supuesto de que se tratara de un caso esporádico, cosa que no parece corroborarse a la vista de que ya hay documentados, sólo en el continente americano, una docena de casos de entierros de mujeres con herramientas de caza. Lo mas lógico es empezar a pensar que el modelo cultural construido de hombres cazadores y mujeres recolectoras, como mínimo, tuvo alternativas, y en las sociedades cazadoras o de subsistencia de la prehistoria la división sexual del trabajo pudo haber sido relativamente indiferenciada. Un buen ejemplo que nos permite reflexionar sobre hasta qué punto es posible que conceptos que parecían muy sólidos son científicamente cuestionables cuando la investigación maneja todas las hipótesis posibles.


Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.

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