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Polución digital: ¿qué hacemos con la contaminación en Internet?

Javier López Alós y Federico López-Terra escriben sobre cómo el diseño actual de la Red, tan lucrativo para alguna empresas, fomenta comportamientos que degradan dichos espacios al punto de volverlos inhabitables para mucha gente.

/ por Javier López Alós y Federico López-Terra /

La preocupación por la degradación de los medios físicos naturales está empujando a que sectores cada vez más amplios de la sociedad en todo el mundo reconozcan, e incluso demanden, regulaciones para proteger nuestros ecosistemas. Con mayor o menor intensidad, con estrategias muy diversas y no pocas dificultades, la evidencia de que nos encontramos frente a un punto de inflexión se abre paso. Pues bien, ¿podríamos pensar algo parecido para internet y los ecosistemas digitales? ¿Podríamos hablar de polución digital? Nosotros creemos que es conveniente y, además, necesario.

Cuando hablamos de ecosistemas digitales, lo hacemos desde lo que denominamos una perspectiva ecológica de Internet. Es importante aclarar que esta no debe confundirse con los planteamientos ecologistas sobre internet, aunque son perfectamente compatibles. Es decir, no nos referimos aquí a la cara oscura de la digitalización: gasto energético, emisiones de CO2 a la atmósfera, producción de residuos, explotación mineral intensiva, contaminación de territorios, desequilibrios, conflictos e implicaciones geopolíticas derivadas de la necesidad de materiales escasos y con poca vida útil. Todo esto es cierto, está pasando y, frente a la propaganda y la quimera tecnófila del capitalismo, no está de más insistir en ello. Pero en esta ocasión queremos presentar otra idea, considerar el entorno digital como un ecosistema en sí mismo, es decir, como un espacio en el que los individuos actúan entre sí y con el medio, produciéndose consecuencias que afectan a ambos. Cada vez que intervenimos en el medio digital, lo cambiamos. Al mismo tiempo, nos afectan tanto la red en sí como nuestras acciones e interacciones en ella. El ecosistema digital influye en nuestras rutinas, comportamientos, reacciones, autopercepción y hasta en la propia identidad, quiénes somos.

La polución digital no se agota en su uso metafórico; su traslación a las realidades físicas es bien palpable. Buena parte de la experiencia diaria de cualquiera con Internet, sobre todo las redes sociales, incluye en su descripción expresiones como basura, toxicidad, ambiente irrespirable, etcétera, que afectan a la salud de millones de personas en todo el mundo y dañan la vida social, como recientemente hemos sabido se reconocía en estudios internos del propio Facebook. Así las cosas, proteger Internet es proteger también a quienes lo habitamos de sus dinámicas y efectos más perniciosos. Pero ¿cómo hacer esto? ¿Cómo pueden intervenir los Estados sin que eso suponga una amenaza a la libertad de expresión?

Ni el combate contra el oligopolio de las grandes tecnológicas ni asegurar la neutralidad de la red ponen en peligro la libertad de expresión, sino más bien lo contrario: favorecen que esta pueda darse en condiciones de igualdad. Por otro lado, reducir la polución digital y su toxicidad pasa por una serie de medidas que van desde un acceso universal y seguro a Internet a la introducción de ciertas limitaciones en el mercado publicitario que pongan coto a la explotación económica de la atención y sus prácticas adictivas.

Una perspectiva ecológica de Internet permite comprender fácilmente cómo las características del medio condicionan las conductas de los individuos y sus estrategias de adaptación. Pues bien, el diseño actual de la red (y de las redes), tan lucrativo para algunas empresas, fomenta comportamientos que degradan dichos espacios al punto de volverlos inhabitables para mucha gente y nocivos para cualquiera. Y tiene además la capacidad de extender sus consecuencias al mundo físico más allá de las pantallas. Con todo, no sería justo omitir la agencia de los usuarios en estos procesos de degradación y atribuir toda la responsabilidad al diseño. El entorno digital es precisamente el resultado de la interacción de estos factores. Por todo ello, no es suficiente la exhortación moral a ser buenos ciudadanos digitales y salvar los ecosistemas digitales mediante la suma de buenas prácticas individuales. Como sucede con la contaminación física, nuestra huella ecológica no es la misma en todos los casos. La cuestión, entonces, pasa por actuar sobre la estructura y modelo del negocio para que este, al contrario que ahora, no se beneficie de los comportamientos más contaminantes. En el fondo, lo que está en juego es si nos resignamos a ecosistemas digitales que nos empujan a la ansiedad, la autoexplotación y la competencia por la atención de los demás en la lucha por la supervivencia o, por el contrario, somos capaces de construir entornos mucho más acordes con el carácter cooperativo de la especie humana y beneficiosos para la vida en común.


Javier López Alós es doctor en filosofía y escritor. Recientemente ha publicado El intelectual plebeyo: vocación y resistencia del pensar alegre (Taugenit). En 2019 publicó Crítica de la razón precaria: la vida intelectual ante la obligación de lo extraordinario, con el que obtuvo el Premio Catarata de Ensayo. Es autor además de numerosas publicaciones sobre la historia de las ideas en el período 1750-1850, entre las que destaca su libro Entre el trono y el escaño: el pensamiento reaccionario español frente a la Revolución liberal (1808-1823). Trabajó en la Universidad de Leeds (Reino Unido) como investigador visitante y profesor entre 2012 y 2016, año en que regresó a Dénia para dedicarse a la escritura.

Federico López-Terra es profesor titular de estudios hispánicos y traducción en la Universidad de Swansea (Gales, Reino Unido). Ha sido investigador y profesor en diversas universidades europeas. Su trabajo se centra en estudios culturales, semiótica de la cultura y literatura comparada. Sus últimas publicaciones se han interesado por los fenómenos culturales posteriores a la crisis de 2008, con especial hincapié en España. Recientemente su investigación se ha dirigido también al estudio de ecologías digitales, redes sociales e interacciones online. Es autor de El sujeto difuso: análisis de la socialidad en el discurso literario (CSIC, 2015).

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