Para saber del mar

Fermín Herrero reseña 'El tiempo de los transatlánticos', de Antonio Reseco, un libro erudito pero que huye de lo plúmbeo, «cóctel de mar y poesía», ensayo que se acerca al mar y a la certeza de que este permanece siempre, mientras que nosotros somos fugaces.

/ una reseña de Fermín Herrero /

Antonio Reseco es un escritor en gran medida secreto, acaso sería mejor decir privado, que sin llegar a los cincuenta es ya dueño de una obra cuajada, en la que alterna con pasmosa naturalidad e idéntico acierto el verso —siete libros de poemas, desde el inicial Anotaciones del viaje hasta el reciente Equilibrios— y la prosa —tres colecciones de relatos, el último, Lo que no será, también ha visto la luz este año—, con una incursión en el teatro: Dickens no tiene corazón. Ahora debuta en el único género que no había practicado, el didáctico, con El tiempo de los transatlánticos, en una edición sobria y primorosa, como es costumbre de la casa, de la Editora Regional de Extremadura. Natural y residente en Villanueva de la Serena, hombre, pues, de tierra adentro, es sin embargo, por lo que se deduce del libro, un apasionado del mar, lo que le ha llevado a frecuentar y fatigar los textos que abordan desde cualquier punto de vista lo marítimo.

Con las olas como único horizonte tanto por la amura de babor como por la de estribor, este ensayo —aunque seguramente desborde tal adscripción genérica por convertirse al cabo en un homenaje desde múltiples perspectivas— nos acerca poéticamente al mar como «sujeto, complemento directo o adverbio de lugar», sin olvidar nunca la premisa de que «el impacto visual en cualquier persona es diverso y fecundo». Esta versatilidad no hace peligrar la certeza de que «permanece siempre. Nosotros somos fugaces. El mar dispone de una energía vital infinita; nosotros nos apagaremos irremediablemente», afirmación que nos trae a la cabeza el cuarto verso de la primera estrofa de El cementerio marino de Paul Valéry: «La mer, la mer, toujours recommencée…», que a su vez nos remite y enlaza con la estrofa de Juan Ramón Jiménez con los que concluye el libro: «Tus olas van, como mis pensamientos,/ y vienen, van y vienen,/ besándose, apartándose,/ en un eterno conocerse,/ mar, y desconocerse». Desde luego, el objeto del estudio parece atemporal e imperecedero en su constante flujo y reflujo, amén de inaprensible e inconmensurable. Esta «vocación de eterno retorno» hace que al concluir la lectura den ganas de empezarla de nuevo para intentar volver a disfrutarla con más detenimiento.

Reseco sabe transmitirnos a la vez, por añadidura, su entusiasmo marino, apoyándose, a modo de palanca, en pies de páginas ajenas, para llevarnos a su terreno, siempre desde una entrega incondicional a lo literario, que comenzó con la mitificación en su adolescencia de la figura del escritor: «ser mitológico, mitad druida, mitad escriba». Nada relacionado con el mar como «fuente de inspiración» incesante, como «objeto de fascinación» envuelto en su «dialéctica cósmica» le es ajeno, desde la certeza de que su mera contemplación nos devuelve al origen, por cuanto es depositario del tiempo evolutivo de la humanidad: «La vida surgió en el mar, por eso, entre otras cosas, hay un primitivo, ancestral e inquebrantable, vínculo del hombre con el océano». Contempla así desde las sirenas hasta el calentamiento global, desde el color de la superficie acuática, que humaniza, por tener «sus momentos y sus nostalgias. Igual de voluble en sus humores, lo es en sus atrezos», hasta las algas como término de su «breve tratado» inicial, «a modo de planteamiento», en el que nos transporta, para meternos en harina, a una «taberna portuaria» decimonónica, con su atmósfera espesa de balleneros fabuladores y «buscavidas apátridas», «entre jarras de cerveza y tabaco de pipa».

Ya las dos citas iniciales anuncian el tino a la hora de elegir las apoyaturas literarias, más que cuerpo de análisis crítico, acompañamiento en su travesía. El alejandrino de Pere Gimferrer, cizallado con esdrújulas, de sonido retumbante y difícil de igualar en cuanto al certero y a la vez enigmático contenido: «Tiene el mar su mecánica como el amor sus símbolos», comparte frontispicio con el estribillo de la «Canción del pirata» de José de Espronceda, seguramente los versos más conocidos y memorizados de la literatura española en torno al asunto. Luego, considera, sin olvidar la apreciación de Cavafis sobre «su voz secreta/ –una voz que nuestro/corazón entiende, que lo conmueve/ y maravilla», que los dos versos definitorios por excelencia son aquellos de Alberti: «El mar. La mar/ El mar. ¡Sólo la mar!», para concluir en enumeración asindética que «en el mar de Alberti se vive, se muere, se respira, se observa, se ama, se anhela».

El detonante de su afición, primera confluencia entre mar y poesía, fue probablemente una foto del viejo lobo Carlos Barral, cabello al viento, despechugado, al timón de un velero. Ya inmerso en su navegación de cabotaje, traza una panorámica de autores y obras canónicos, imprescindibles: Jack London, James Fenimore Cooper, Stevenson, Defoe, Verne, The sea de John Banville, Chasil Beach de Ian McEwan. Entre los clásicos de formación enrola, para alegría de este lector, a Baroja y al Castelao de Cousas, recientemente reeditado en español. No faltan tampoco, naturalmente, sucintas exégesis de Moby Dick y el capitán Ahab, del viejo Santiago y el temerario Hemingway, del oficial de la marina mercante Joseph Conrad, de los mascarones de proa y demás afiches atesorados como talismanes por Neruda en Isla Negra y su rutina de escribir mirando hacia el oleaje, de la desnudez plena y total, en fin, de Juan Ramón Jiménez en su Diario de un poeta recién casado: «Sé que el mar, hoy, es el mar». Hasta a una narración tan de secano como El Quijote saca partido, no me resisto a copiar la deliciosa apreciación cervantina, con doble adjetivación de lo más gozosa: «Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces dellos no visto; parecióles espaciosísimo y largo, harto más que las Lagunas de Ruidera, que en la Mancha habían visto».

Abundan las referencias fílmicas, con el proverbial hundimiento del Titanic a la cabeza, y por la parte más sustancial, la poética, bajo el aliento de los grandes, de Jorge Manrique a Antonio Machado o T. S. Eliot, lo mismo nos acerca al clasicismo acompasado de José del Río Sáinz que a las osadas piruetas del novísimo Pere Gimferrer, a la pureza sincrética de Sophia de Mello que a la impetuosa y expansiva poética de Walt Whitman, a la sensibilidad temperada de Joan Margarit que a los disolutos marineros lorquianos, tan cercanos a los de Luis Cernuda. Excepcional la definición del mar, que para este lector había pasado desapercibida y me pregunto cómo es posible, de Josep Pla en El cuaderno gris, mediante una sarta pintiparada de adjetivos: «impintable, indescriptible, inefable, incomprensible», que el flemático ampurdanés clava definitivamente con un estrambote tan de su magistral estilo desdeñoso: «y de una indiferencia total».

Nos orienta también hacia escritores desconocidos para mí, entre ellos Bernard Moitessier —«la barba algo descuidada, los cabellos encanecidos y desmadejados, la piel avejentada por el sol y el salitre»—, que encontró su hábitat natural en el océano, «una vía inimaginable de soledad que transforma a algunos hombres en islas. Se calcifican como arrecifes móviles de coral y vagan por las aguas del planeta». Igual que «cada marino parece haber vivido/más vidas que cualquier otro hombre», Reseco ha leído más y mejor que nadie —impresionante su dominio de la lírica tradicional en inglés— sobre el asunto y sabe guiarnos en una singladura poliédrica, «en permanente ósmosis», como afirma del mencionado Moitessier, con el mar, en su caso, claro, desde el ángulo literario

Su erudición, no obstante, huye por completo de lo plúmbeo, se va depositando entre las líneas, en este «cóctel de mar y poesía», como lo denomina el propio autor, con gracia y ligereza. A manera de captatio benevolentiae clásica y en consonancia con la propia naturaleza del motivo, «una ondulación constante, con un principio y un fin, que ignora los contornos, como la línea del horizonte donde el océano termina y comienza al mismo tiempo», el autor considera humildemente que el libro carece «de la estructura técnica del filólogo, de la ambición sustantiva del pensador o de la precisión milimétrica del delineante». Nótese la mirífica adjetivación, piedra de toque de todo escritor. Más bien parece, por el contrario, que reúne, ciertamente con discreción, sin abusar nunca de ellas, todas estas virtudes de fondo, a lo que se añade la destreza y tacto del prosista siempre insuflado de aliento lírico, el estilo sereno e intenso que caracteriza la obra entera, amplia y afianzada, de Reseco.

Su ejemplo, junto, por citar únicamente a los paisanos que nombra en el libro, al de José María Cumbreño, Hilario Jiménez Gómez o Daniel Casado, hay muchos más aproximadamente de sus años de obra consolidada a nivel nacional, demuestra la pujanza, por no decir apogeo, de la literatura extremeña en el panorama literario de nuestro país, seguramente achacable a la labor didáctica, más bien supongo que apologética, y al caldo de cultivo creado por la generación anterior, la de Álvaro Valverde o Ángel Campos Pámpano, bajo la sombra tutelar y el magisterio de Santiago Castelo a través de planes de fomento de la lectura, aulas culturales, asociación de escritores o la mencionada Editora Regional, ahora dirigida por Luis Sáez Delgado. Qué envidia da este esplendor desde una autonomía en la que, en cambio, se ha abandonado por completo la difusión y transmisión del saber literario.


El tiempo de los transatlánticos
Antonio Reseco
Editora Regional de Extremadura, 2021
128 páginas
10 €

Fermín Herrero Redondo (Ausejo de la Sierra [Soria], 1963) es un poeta que circunscribe la mayor parte de su obra al paisaje de su pueblo natal, en torno a la presencia de la naturaleza y sus ciclos unidos a la existencia, la belleza de lo humilde, la recuperación del tiempo pobre y agrícola de los padres, el recordatorio del horror de las ideologías que calcinaron el siglo XX, la lentitud y la espera. Hasta la fecha, ha publicado los libros Anagnórisis (1994), Echarse al monte (1997, Premio Hiperión), Un lugar habitable (1999), Paralaje (2000), El tiempo de los usureros (2003), Endechas del consuelo (2006), Tierras altas (2006), La lengua de las campanas (2006), De la letra menuda (2010), Tempero (2011), De atardecida, cielos (2012, Premio Ciudad de Salamanca de Poesía), La gratitud (2014), Sin ir más lejos (2016, Premio Nacional de la Crítica) y Alrededores (2019). Figura, entre otras, en las antologías Cambio de siglo, Animales distintos y Fuera de campo.

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