Laberinto con vistas

Qué verde era mi valle

Antonio Monterrubio escribe sobre el 'greenwashing': la instrumentalización de un discurso ecologista a favor de las trapacerías del capital.

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La crisis desatada a partir de 2007-2008 supuso un frenazo en seco para las iniciativas en relación con la contaminación, el cambio climático y la gestión de recursos. La energía invertida en capear el temporal y la angustia por el mañana mandaron al cajón más oscuro las necesidades del planeta. Pero poco a poco las evidencias científicas y las urgencias sociales abonaron el resurgir de brotes verdes —de los de verdad—. Aprovechando la coyuntura, gigantescos emporios multinacionales culpables no solo en el pasado, sino ahora mismo, de brutales atentados al medio ambiente, no dudaron en subirse al carro o intentar conducirlo. Príncipes y potestades se empeñaron en presentarse como lo más verde de lo verde, los reyes magos del verde que te quiero verde. Recordaban a ciertos emperadores romanos, incluidos algunos sumamente nefastos, que en las carreras de cuadrigas del Circo Máximo se mostraban ostentosamente hinchas de Los Verdes, el equipo de la plebe.

Mientras la cosa se desarrolló en un mar sereno, mecida por el buen rollo, todo fue a pedir de boca, hasta que en los años finales de la década de 2010 la corriente amenazó con salirse de madre. Una protesta encabezada por adolescentes y jóvenes se transformó en un levantamiento masivo que llenó las calles de cientos de ciudades. Comenzaron a aparecer eslóganes del género «Este sistema destruye el planeta» o «El capitalismo mata». Y ahí se acabaron las contemplaciones. Las descalificaciones proliferaron y las cañas se volvieron lanzas para el movimiento y sus figuras más representativas. Los que unos meses antes eran simpáticos personajes a los que todo el mundo adoraba, y que apenas recibían algún velado reproche procedente de un sector hiperpuntilloso de la izquierda, se convirtieron de repente en sujetos nada recomendables. La que por momentos fue una joven modelo, seria, responsable y preocupada por nobles causas pasó a ser una niña caprichosa, malcriada y poco consciente de la realidad. Desde los rastreros charlatanes de guardia del Tinglado a los encumbrados magnates o líderes como el inenarrable mandamás de los United States of Plastika estimaron oportuno profundizar en su habitual desfachatez para meterse con ella. Todo porque señaló con el dedo las razones de la catástrofe, en particular el nulo interés de las grandes empresas, sus delegados políticos y sus secuaces intelectuales en paliarla. Y es que no se había tardado en descubrir que el culpable era el capitalismo, y no el CO2, que no deja de ser una molécula formada por tres átomos.

Un entramado cuya meta es la acumulación ilimitada de beneficios y basado en el consumo desmedido no hará, en su total globalización, sino acabar progresivamente con todo. La intensificación de la producción choca con la capacidad de renovación de las riquezas naturales. La tierra, los insumos biológicos y minerales, el agua y la energía distan de ser infinitos. El aguante de los ecosistemas llega hasta un punto crítico, y luego colapsan. Los ciclos y el clima se alteran, los cataclismos se suceden, la contaminación invade atmósfera, suelos y océanos, ciudades y campos. Solo una ceguera calculada puede ignorar el desastre. Aun así, siguen propagándose argumentos contra el ecologismo, la mayoría de los cuales encubren evidentes falsedades o directamente rayan en lo absurdo. Hay uno, no obstante, que es de gran calado y merece reflexión. Es el que pregunta qué estamos realmente dispuestos a hacer cada uno por la causa. Renunciar al vehículo individual en favor de soluciones colectivas y evitar los sobrecogedores atascos protagonizados por automóviles ocupados por una sola persona. No recurrir al avión como si fuera un autobús urbano, privilegiando el transporte ferroviario en trayectos cortos. Cuestionar el apetito voraz de carne, que requiere gastos y cultivos inviables a medio plazo. Se trataría de ver en qué medida podemos desprendernos de una serie de hábitos nada sanos ni gratificantes, pero muy arraigados. No basta con depositar los envases en el contenedor amarillo y el vidrio en el verde. Para cambiar el mundo es imprescindible cambiar tu vida. Ahí es donde la conciencia medioambiental encuentra serios obstáculos, como ponen de manifiesto estas palabras atribuidas a Victor Hugo: «Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha».

El doctor Stockmann descubre que las aguas del reputado balneario de su ciudad están contaminadas. Tal situación representa un grave riesgo para la salud pública de visitantes y nativos, y decide denunciarla. Inmediatamente se topa con la oposición frontal de las fuerzas vivas, potentados y comerciantes, periodistas y políticos. Ellos no están dispuestos a que consideraciones higiénicas y sanitarias enturbien la buena marcha de la sacrosanta economía. No son solo las autoridades quienes despotrican contra la pretensión de hacer prevalecer la ciencia y la razón sobre los intereses contantes y sonantes. La ciudadanía está hondamente preocupada por los gastos que supondría el saneamiento de las aguas, y más aún ante el desvanecimiento del maná turístico. Todos coinciden en que los billetes de banco deben pasar por delante del derecho a la salud. Aunque parezca sacada de un reciente noticiario, esta historia es la de Un enemigo del pueblo, obra de Henrik Ibsen estrenada en 1882. Las convicciones del buen doctor y su apego a la verdad le acarrean la enemistad encarnizada de todos los sectores de la comunidad. Tildándolo de traidor y rompebalnearios, se vuelven en su contra; él continúa en sus trece, pues «la mayoría tiene la fuerza, pero no la razón». Su mujer está en lo cierto cuando le espeta: «¿Qué importa que tengas la razón si no tienes el poder?».

El denunciante de una realidad perniciosa se convierte en enemigo del pueblo. Si todo esto suena actual, es porque desgraciadamente lo es. Políticos corruptos y medios de comunicación manipuladores siguen ahí, incólumes y cada vez más crecidos. Los Stockmann de la Tierra lo tienen cada vez más crudo. Abundan los ejemplos históricos de sociedades que se han autodestruido por incrementar la utilización de los recursos más allá de lo que su ecosistema podía soportar. Eran civilizaciones circunscritas a un territorio, y cuya negligencia ante la ineludible necesidad de adaptarse al entorno las llevó a desaparecer. Pero si se perdieron sin dejar apenas huella, otras consiguieron prosperar en lugares más o menos distantes. Hoy navegamos todos en el mismo barco. Las aberraciones se desarrollan a muy distinta escala. Los daños son globales, es la Tierra la que sangra. Y conforme advierten las pancartas en decenas de idiomas, no tenemos planeta de repuesto.

En medio del caos asistimos consternados a la eclosión del chirriante neologismo capitalismo verde. Algunos ilusos parecen creer que los poderosos están cayendo por fin en que las monedas no son lo único que cuenta. En efecto, saben perfectamente que también están los billetes, los cheques, las acciones, obligaciones y participaciones, los fondos de inversión, las cuentas opacas o las SICAV. Por lo visto hay que agradecer a un imperio de la moda efímera su decisión de usar solamente telas sostenibles en un futuro próximo —cuán largo me lo fiais—. Eso sí, seguirán fabricándose en escenarios insostenibles en Bangladesh y similares. Expendedoras al por mayor de carne de vacuno procesada, insana y en cuya producción y transporte se han emitido toneladas de metano y CO2, esquilmado el agua y sacrificado la diversidad agrícola reciben loas mediáticas verdes. ¿La razón? ¡Han decretado que ya no van a regalar juguetitos de plástico a los niños! Que sus empleados trabajen en condiciones precarias y miserables que caen dentro del campo de la explotación pura y dura, ya si eso lo vemos mañana.

Se presenta como una importante contribución a la salud planetaria la sustitución —muy relativa— de bolsas de plástico por otras reciclables. Solo que en su interior se acumulan barquetas conteniendo un bistec, dos peras o tres pimientos. Siguiendo la inveterada costumbre de hablar ex cathedra de temas de los que no se tiene la menor idea, algunos preconizaban cambiar… ¡al aluminio! La generación de 1 kg de este metal se lleva la friolera de 100.000 litros de agua. Esto es 10 veces más que 1 kg de algodón y ¡400! veces que uno de papel. Nos asaltan anuncios de megaempresas eléctricas tan verdes que a su lado, Peter Pan parece vestido de marinerito. Pero altísimas proporciones de su energía proceden de fuentes no renovables, combustibles fósiles nocivos como el carbón —de la peor calidad, que es más barato— o inseguras para el presente y el futuro como la nuclear.

Por si fuera poco el entusiasmo ecologista de los mismos que aceleran la degradación del planeta en busca del mayor lucro, tenemos en la otra pata de la pinza a los negacionistas climáticos. En un mundo en el que resurgen infames fantasmas del pasado, desde el fascismo al machismo patriarcal, no pueden extrañarnos quienes no admiten una evidencia mil veces demostrada. Dada la patente de corso que la flojera posmoderna ha concedido a la ignorancia atrevida, todo es posible. Podríamos encontrarnos pronto comentaristas, financieros o presidentes que se resistan a reconocer que dos y dos son cuatro, y sostengan que son veintidós argumentando que esa es su opinión y que vale igual que la de las matemáticas. Son las consecuencias de haber dado por válida cualquier tontería, falsedad o injuria apoyándose en el relativismo de la verdad y la legitimidad de cualquier enunciado.

En fin, dejemos aparte a los idiotas redomados. Hay un grupo aún más letal: el de los poderosos a los que esta preocupación medioambiental les resulta un alarde de sentimentalismo trasnochado y sensiblería poco viril. En el año 2013 el congresista republicano Steve Stockman regalaba en Twitter esta entrada: «Lo mejor que tiene la Tierra es que le haces agujeros y sale petróleo y gas». Todo queda dicho. De entre las especies de cuñados, el más temible es el forrado. Ya el género lo es en sí, puesto que contribuye de forma decisiva al deterioro y decadencia del pensamiento, de la facultad de razonar al margen del egotismo y las rabietas infantiles. Pero cuando el Capital habla por su boca los ríos se secan, el aire se poluciona, las plantas y los animales mueren.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza.

2 comments on “Qué verde era mi valle

  1. Agustín Villalba

    He leído hasta aquí:

    «Siguiendo la inveterada costumbre de hablar ex cathedra de temas de los que no se tiene la menor idea, algunos preconizaban cambiar… ¡al aluminio! La generación de 1 kg de este metal se lleva la friolera de 100.000 litros de agua.»

    Dado que la producción anual de aluminio en el mundo es de unos 41 millones de toneladas, se pregunta uno si habría agua potable suficiente sobre este planeta para semejante producción (harían falta, si mis cálculos son exactos, 4.100.000.000.000.000 litros).

    En realidad, basta buscar un poco en internet para encontrar la verdadera cifra: para producir 1kg de aluminio hacen falta 13,5 de agua (7407 veces menos que la cifra del texto).

    https://lelementarium.fr/element-fiche/aluminium/

  2. Agustín Villalba

    En cuanto al fondo del asunto, recuerdo que en los años 70 a mi padre le preocupaban mucho los informes del «Club de Roma», que predecía el apocalipsis económico para el año 2000 más o menos, a causa del agotamiento del petróleo.

    Recuerdo también debates en TVE en los que oí a ecologistas precedir, con toda seriedad, que si se construían centrales nucleares en España, nacerían niños con dos cabezas y varias piernas. Hace unos años (creo que en 2012) leí en una entrevista con un célebre entonces y hoy olvidado político ecologista francés, que en el año 2020 los viajes en avión sólo podrían pagárselos los millonarios, por el precio que iba a alcanzar el keroseno a causa de la penuria de petroleo.

    Etc, etc.

    En realidad, lo que nos enseña la Historia es que los seres humanos son muy malos profetas, que lo que predicen raramente se cumple y que los verdaderos desastres nadie los ve venir.

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