Creación

La confusión de sapote

Un relato de ambientación mexicana del escritor cacereño Jaime Tovar Iglesias, que se estrena en EL CUADERNO.

/ un relato de Jaime Tovar Iglesias /

Aquella mañana, las campanas tintineaban bajo un cielo diáfano y los pájaros revoloteaban sobre las palmeras rompiendo en gorjeos alegres. Ante los ojos de Dios, filas de amigos, familiares y conocidos fueron testigos de la unión matrimonial en la iglesia de la Virgen del Rosario de Turmequé. Junto al parque de la población, coches con bocinas, curiosos del pueblo y una retreta de mariachis observaban a la hermosa novia agarrando la mano que la ayudaba a salir de un flamante automóvil y subir junto a las escaleras de la balaustrada llegando al templo.

La Hacienda de La Esmeralda era un terreno de grandes explanadas verdosas. Un conjunto de árboles se alzaban airosos junto a los tejados de la casa. La mansión permanecía abrigada por una muralla que se interrumpía en una señorial entrada. A través de ella, accedían filas de coches y tumultos de personas engalanadas y alegres. La fiesta se celebró en aquella gran quinta, junto a los terrenos de la Hacienda de La Magdalena.

Logré colarme entre la muchedumbre. Estaba perdido en mí y abandonado por la razón a los caprichos de la pasión. Los porteros con pintas de forajidos que custodiaban el portón abierto se despistaron entretenidos con los saludos y conversaciones en el torrente de personas que, sin control, se agolpaban en la entrada. Unos asistentes se abrazaban con otros. Algunos se tomaban fotos, y se comparaban entre ellos con sus atuendos elegidos para el evento nupcial. Había invitados con trajes clásicos, guayaberas elegantes, señores con sombreros y mujeres con vestidos de seda y encajes, largos pendientes brillantes y rostros risueños pincelados por un maquillaje excesivo. En la entrada, los comensales se perdían entre meseros ataviados con camisa blanca y pajarita, que con semblante adusto, ofrecían  bandejas de canapés, almojábanas, garullas y bocadillos. Otros, paseaban cócteles de frutas, vodkas, aguardientes, copas de Martini, rodeadas de rodajas de piña y sandía, y vinos italianos y españoles.

En la sala de columnas que  rodeaban un suelo redondo de mármol y por el cual se ascendía subiendo unos anchos escalones desde el jardín, se oía un dúo de violín y chelo que frotaba con sus arcos el Canon de Pachelbel. Varias filas de cabezas  rodeaban el improvisado escenario. Unos focos de luz blanca apuntaban a la pareja de recién casados bailando un lento vals.  Sin mirarlos, me aparté de esa puerta y salí al jardín, intentando abrazar los nervios que en mi interior fluían como agua dispersa de un cántaro roto.

Don Melquíades Jaramillo, dueño de una tienda de electrodomésticos en Tunja; don José Leandro Bermúdez amigo del papá de la novia; Michi Ubaté, hijo de don Elisandro Ubaté; Marta Hermelinda Villamizar, hija de doña Hermelinda, pululaban por la fiesta miembros de las familias Pinzón, Acevedo, Cuéllar…hasta que divisé al más familiar. Allí estaba. Era él; Sapote. El mismo William Elizondo. No había vuelto a verlo dese aquella tarde en el patio de su casa cuando aquellas frases atravesaron mi estómago: «La pequeña Ilse se casa en dos semanas acá, en la hacienda de La Esmeralda. Un tipo afortunado, sin duda».  

William Elizondo miraba en silencio a su interlocutor, con una copa de vino en la mano. Asentía con semblante relajado. Sonreía pronunciando sus gordos cachetes, vestía de traje con camisa blanca almidonada y corbata burdeos, y llevaba un elegante sombrero negro. A su lado, María Rosita Acevedo embutida en un vestido que pronunciaba aún más su embarazo. Me escondí detrás de una palmera gigante y detuve a un camarero que ofrecía whisky doble. Ingerí casi de un trago el vaso, repitiendo de nuevo lo mismo con otras dos rondas más para aniquilar los nervios, que desde hacía semanas, se instalaron en mi pecho desde aquella frase que disparó Elizondo: «fíjese, ¿quién lo iba a decir? Al año después, le toca a ella».

Con el pulso trémulo encendí un cigarro y deambulé por el patio de columnas y mesas con sillas enfundadas de horteras telas y floripondios rosados.

Un grupo de chicas jóvenes me observaba con mirada extraña. Mi rostro tan mediterráneo era exótico por estas zonas remotas de Boyacá. Todos los invitados de distintas familias y lugares compartían una cosa: eran colombianos, y con sus diferencias, acababan todos en el mismo denominador común. En cambio yo, con sólo pronunciar algo, mi acento español produciría tanta risa como admiración, y delataría esa extraña presencia en una boda turmequense. Me aparté de ese lugar y ocultándome entre el júbilo de la muchedumbre, caminé hacia el patio interior. Sin hablar con nadie entré en la mansión atestada de familiares, y me dirigí hasta unas majestuosas escaleras cuyos peldaños ascendían bajo un tapete rojo. Me agarré a la dorada barandilla hasta el segundo piso buscando el baño. Estornudé y sentí un picor interno en la garganta que me empujó a una tos descomunal. Estaba desubicado, mi mirada se nublaba y me sentí torpe, abandonado por mí mismo a una extraña caricatura. Miraba a alguien y sonreía sin ganas y sin correspondencia. Deambulando como un pato por una pequeña orilla, choqué con una silueta femenina que salía acelerada del baño. Mi hombro se topó con el suyo y un pequeño volcán de champagne cayó de su copa al vestido. Una mueca de asco y molestia se dibujó en su cara, sin mirarme, continuó trotando como huyendo de una llamarada. Reconocí esos ojos. Vi en ese perfil los borrosos contornos de su belleza. ¿Fue un espejismo? ¿Era ella? ¿Cómo iba a ser si estaba abajo, fresca y jovial asintiendo a saludos y abriendo regalos de parientes? Entré en el servicio y el espejo me devolvió mi mirada triste, pálida y abotargada por el alcohol. Acudí al excusado de la pared y descargué una cascada salpicando las paredes del inodoro sintiendo la calidez mientras mis manos sujetaban mi miembro. Dos tipos conversaban en paralelo a mi lado, encajados cada uno en su urinario:

—Paila, me manché parce.

—¿Viste como baila esa vieja, marica? Una gringa loca, seguro que acá se come lo que no allá. ¿Quién la invitó?

—Miér… coles, no la vi. Ahorita me la presentas.

La conversación se disipó con mi presencia.

En el lavabo, me enjaboné fuertemente los dedos y las palmas bañadas por una cremosa espuma y me aclaré con abundante agua. Noté un empalagoso aroma a jabón de melocotón en mis manos y resucité ante el espejo, el lazo casi deshecho de mi  corbata. Tuve unas repentinas ganas de llorar que reprimí frunciendo el ceño y resoplé como un caballo antes de regresar a aquél circo.  Un estrepitoso ritmo musical marcó el inicio de la fiesta. Un suelo marrón de piedras arcillosas se ocultaba con los bailes que empezaron a brotar. El patio interior estaba abarrotado de gente cantando y bebiendo junto a mostradores de comida y bebidas. En el medio de la inmensa sala, figuraba un ángel de piedra que abría sus alas, sobre una fuente de la que germinaba agua a borbotones y caía sobre unos nenúfares artificiales. Una algarabía de mariachis cantaba Volver de José Alfredo. De aquel gentío nacía una felicidad y alborozo que eran inversamente proporcionales a mi tristeza y despecho. Cada rostro bonito me dolía, cada pareja feliz me golpeaba. La idea de Ilse casada me llevaba al infierno. Y yo estaba allí: en las puertas de mi propia tormenta. ¿Qué hacías aquí, Andrés? Vislumbraba sin cesar rostros desconocidos, miraba con desconsuelo a cada rincón, cada cabello parecido al suyo, cada punto en blanco que pudiese parecerse a un vestido de novia: ni rastro. En mi interior, un tambor golpeaba con fuertes estruendos. Mi respiración pesaba. Mi pulso temblaba y los dientes me castañeaban como trenzados a una insobornable fiebre. Globos coloridos se escapaban hacia el techo, tirabuzones caían desde arriba, una lluvia de serpentina ensuciaba de colores los trajes, los cabellos, el suelo. La gente gritaba alegre. Los parpadeos de las cámaras cegaban por segundos, y una luz arrolladora de discoteca cambió el escenario con intermitencias. Brindaban por cualquier excusa, pasaban bailando desde Little Richard hasta Pretty woman de la mano de Elvis Presley. Una pareja de novios me pidió que los inmortalizase con la cámara de su smartphone. Extrañas voces me preguntaban mi procedencia, me acorralaban con curiosidades de España o imitaban terriblemente mi acento: «hoztia tio, joder entonzez erez ezpañol. Hablaz como los de la Caza de Papel». Lejos de disfrutar de aquella fiesta, viví el aguacero de la angustia. Ilse; la niñera. Aquella muchacha que te hablaba de las estatuas, de su remoto pueblo, de las diablitas. Aquella chica que se fue repentinamente. Aquella maravillosa noche Andresito, en el departamento de la Bischosfweg, cuando la nieve golpeaba la ventana y cubría de blanco el Alaunpark. Cuando salió  del baño y apareció en tu cuarto con su pijama de aguacates y secándose el cabello. Con la que caminaste por el Zwinger, por el castillo de Moritzburg, bajo el mural de los príncipes o  por el Puente de San Carlos en Praga.

—Ni de vainas, cariño —decía cuando hablaba de las bodas—. Eso solo son mamaderas, para otras viejas.

¿Cómo iba a darse ella cuenta de que estabas en su boda, Andresito? El escenario  empezó a dar vueltas a mi alrededor. Me sentí mareado y confuso, como atacado por una bandada de pájaros depravados. Las voces se repetían indescifrables. Me invadió una angustia por haberme aventurado a aquella lasciva afrenta. ¿Quién te mandaba Andresito? La congoja y el temor que me acompañaron durante aquellos largos y oscuros días, que hasta entonces pude combatir con mi templanza, tomaron las riendas de mi conducta. El desconsuelo se apoderó de mí. Empecé a balbucear su nombre. Me llevé las manos a mi frente y fulminado por la ansiedad exploté en un tímido llanto que creció sin tregua. Caí al suelo empujado por el alcohol y los fantasmas. De pronto, una comitiva de ojos se abalanzó sobre mí. Invitados me observaban, absortos. Se hablaban al oído sin apartar la mirada, cuchicheaban. Unas manos bajo mis axilas me ayudaron a incorporarme en una silla ofreciéndome agua. A mi alrededor: «¿qué pasó?», preguntaba uno; «¿quién es?», otro; «¡qué boleta!», una señora que abanicaba su  rostro; «¡llamen a seguridad!», sugería un pariente.

Entre aquel ejército de miradas, apareció la brillante pareja de recién casados.

Un frac oscuro con camisa blanca y pajarita negra enfundaba al novio; un tipo moreno con el cabello al rape escalonado y una barba perfilada al milímetro.  A su lado, sostenía boquiabierta un ramo de rosas la novia; encajada en un vestido blanco y peinada con un moño que recogía unos tirabuzones bajo una blanca tela de tul. Era gorda y morena. Tenía unos brazos flojos y bailones y una mirada de esposa ya fraguada muchos años antes de aquella tarde. Tras una tarta gigante, divisé una franja morada con dos nombres: «enlace matrimonial de Víctor y Aura». Sentí el azote de un extraño alivio. No era ella. No se casaba. No había ningún afortunado. No estaba en la boda de Ilse. Todo había sido fruto de una repentina equivocación. De una letal y venenosa confusión de sapote.

Eliana bajó deprisa del coche, angustiada, sin despedirse de su marido, con una expresión rota en su rostro. Caminó a zancadas dirigiéndose al edificio de ladrillos y ventanas rectangulares del hospital San Rafael de Tunja. Ya lo habían subido a planta. Estaba mejor, traquilízate Elianita. Ilse se abrazó con ella en los pasillos del tercer piso.

—¿Y mami?  —preguntó Eliana.

—Está en la room. Ahorita sale y entramos a verlo —respondió Ilse, secando las lágrimas de su hermana con una cariñosa caricia—. Lo trajeron de Turmequé rápido. El doctor me ha dicho que guarde reposo, tendrá que estar un par de días acá. Pero ya sabes, papi es fuerte.

—¿Y tú, mi amor? Qué susto te darías.

—Pues fíjate que me llamó Gladys en seguida —dijo Ilse—. Yo estaba en la boda, en el baño. Ya se lo habían traído para Tunja. Salí corriendo, no pude decirle nada a Aura, estará ahorita ya de camino a la luna de miel.

—¿Cómo así? ¿No la avisaste?

—Pues aún no. Las dos hermanas entraron en la habitación donde estaba descansando su padre. Don Don Isidro, desde la cama, miraba el televisor con parsimonia, y una tranquila respiración que parpadeaba, le acompañaba sin amenazas. Sus lentos suspiros se escapaban bajo unos bigotes poblados y su brazo conectado a una sonda, se abría a su hija mayor.

—¡Papá! —dijo Eliana abrazándolo—. ¡Papacito, qué susto nos dio, Sumercé!

—Tranquilícese mija, estoy bien. ¿Y los niños?  —preguntó con un leve carraspeo.

—Están ahorita en el colegio.

—¿Y el niño, sabe algo? ¿Hablaron con su hermano? —preguntó doña Zoila a Ilse desde el sillón.

—¿Qué hora es en Australia ahorita?

—Tranquila mamá —se anticipó Ilse—. Ya conversamos con él.

La habitación era angosta y fría. Sobre la cama imperaba un pequeño crucifijo. El paciente bebía lentos sorbos de agua con un aspecto calmado. Su esposa, acariciaba su mano, y le colocaba la almohada retirando el vaso a la mesilla.

—Cuando le den el alta procure que tome los medicamentos con agua —anticipó el doctor Ventura, dirigiéndose a Ilse—. Que no los tome con jugo de toronga, ya que puede ser peor para cómo el cuerpo absorbe los medicamentos, ¿sí?

—Descuide, doctor —respondió Ilse.

—Le voy a recetar un antiplaquetario, y que tome Clopidrogel —continuó el doctor—. Que no deje de tomar estos medicamentos repentinamente cuando se encuentre mejor. Tampoco los que sean para diabetes o hipertensión arterial. No ha sido nada grave, pero tras un ataque así debe tener mucho cuidado.

—Mil gracias, doctor —continuó Ilse.

—Les dejo que hablen con su papá, pero en un ratico vendrá la enfermera y tendrán que dejarlo solo para la observación. Mucho ánimo.

—¿Cómo te fue en la boda de Aura? Cuéntame —preguntó Eliana.

—Estaba muy linda mi niña —se adelantó su madre.

—Pues cansada —dijo Ilse—.  Allá en La Esmeralda estaba todo el pueblo casi, y pues ya sabes cuánto chismoso y gomelo había allá, Eli.

—Estabas regia, divina con ese vestido —dijo Eliana.

—Ay, cállate. Ni me recuerdes —dijo Ilse—. Un imbécil me botó encima champagne cuando salía del baño.

Salió de la habitación y se asomó al balcón de la tercera planta. Respiró el aire despierto bajo las nubes cargadas, divisó los árboles que estaban frente a la puerta del hospital con el murmullo de la calle.

¿Qué te pasaba, Ilse? ¿Cuántas veces te habías sentido extraña? En el trabajo, en la casa, aquella experiencia en Alemania, cuántas sensaciones encontradas. La soledad del departamento en Suba, aquellos largos trancones hasta la oficina en Soacha. ¿Te irías de nuevo? ¿Otra aventura sería el nuevo capítulo? Cerraste los ojos recordando aquellos caminos rodeados de montañas y verdes prados, corriendo por la orilla del riachuelo, cazando ranitas, renacuajos que se escapaban de tu mano, las hormigas que rodeaban tu muñeca sentada bajo la sombra de los ciruelos del patio, junto a las margaritas, los tamarindos, los cercanos ladridos del perro, las voces de mamá llamándote desde adentro para que te sentases a almorzar. ¿Tan lejos estaba ya aquello? ¿Y tú, Andresito? ¿Dónde estabas? ¿En qué lugar de España estarías, bobo? ¿Seguirías escribiendo? ¿Te acordarías de mí?


Jaime Tovar Iglesias (Cáceres, 1993) es graduado en derecho por la Universidad de Extremadura y realizó el máster de acceso a la abogacía. Es jurista, pero su vocación es la escritura y el ejercicio periodístico. Ha colaborado en otras revistas como La Trastienda Infinita y ha publicado relatos como «Las flores no mueren en Orihuela», «El aquelarre de los ciervos» o «Entre el verbo y la guerra», entre otros. Actualmente está inmerso en su primer proyecto de ficción.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

4 comments on “La confusión de sapote

  1. Perroveja

    Estupendo relato.

  2. Brillante

  3. Bien enclavado en espacio y tiempo. Muy estudiado el lenguaje y las cultura de ese país. Muy bueno

  4. Precioso!!!

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