/ una reseña de José Antonio Llera /
Aunque en los últimos años Carlos Jiménez Arribas no ha dejado de traducir (suyas son versiones de Sharon Olds, Robert Browning o W. B. Yeats) y de publicar ediciones, relatos o libros de viajes, hacía quince años que no volvía a la poesía, exactamente desde que DVD editó Darwin en las Galápagos (2008). Medio centenar de poemas en prosa articulados a modo de soliloquio o cancionero de ausencia integran esta nueva entrega. Entre la añoranza y el tormento de lo inexorable, un pintor canta su pasión por una prostituta, que no es la Monelle de Marcel Schwob, pero que como ella podría acaso afirmar que «volveré a entrar en la noche, pues es preciso que me pierdas antes de recobrarme», y que «si me recuperas, otra vez escaparé de ti». En Lost Highway (1997), de David Lynch, Alice le dice a Pete: «Nunca me tendrás».
Dentro del molde del poema en prosa, que Jiménez Arribas ha estudiado como teórico, concentra una tradición que, partiendo del neoplatonismo de los cancioneros medievales, desemboca en nuestro Siglo de Oro. Desde ese paradigma se comprende que el amante recobre su identidad gracias al acto de mirar y sea entonces la sustancia sustraída a ese recuerdo, un «ser que más lo es cuando te mira». Luis Cernuda lo expresará acudiendo al utillaje conceptista y paradójico en Los placeres prohibidos: «Tú justificas mi existencia:/ si no te conozco, no he vivido;/ si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido».
Para dibujar la silueta de lo perdido, la voz de Lisergia acude al imaginario acuático muchas veces, pero también es consciente de que su objeto de deseo es espectral, sueño, humo, arena que se escapa entre los dedos. La albada convoca no solo la despedida, sino el deseo de presencia de aquello que llega por los pasadizos de un tiempo por venir, avivado solo sobre ese anhelo (un tiempo imposible): «El alba te traerá hasta mí cruzando túneles, y esta ciudad despertará y dará gracias a la dilatación de los metales» (p. 24). Incluso resuenan a la vez Pedro Salinas y la simbología cereal cuando se trata de reconstruir el rostro del pasado allí donde el quiasmo abraza al yo con el tú.
Belleza y destrucción. Jiménez Arribas pulsa aquí —sin citarlos expresamente— una serie de mitos y de nombres que nos retrotraen a la antigüedad grecolatina, al romanticismo o a la cultura finisecular, donde abunda el perfil de una femme fatale que adopta los rostros de Quimera, Esfinge, Lilith o Salomé, la gran decapitadora inmortalizada por Wilde o Caravaggio. De forma similar, un modernista como Lugones rinde homenaje a ese arquetipo en su soneto «Venus victa». En Lisergia leemos: «Tú y yo y los alféizares. ¿Todos los hombres que se acercan a ti acaban asomados contigo al borde del abismo? […] ¿Soy yo el que va por el pretil hasta tu mano, o tú que buscas, piel funámbula la mía» (p. 15). La amada es aquella que revela nuestra pulsión de muerte, la que nos encamina por el desfiladero que inconscientemente ansiamos. En una de las mejores piezas del libro, la mantis religiosa emblematiza esa unión entre la religio amoris, lo erótico y lo tanático:
«Está la amante envuelta en velos segregados por un sentimiento más sublime que la compasión. La mantis en la sal juega a ser fiel con el amado muerto, y la Virgen, en el oro, huye en la fe de un aura impuesta. Las dos aman sin límite la carne evaporada de sus cuerpos, dueñas las dos de un ancho espíritu. Condenadas a rezar, las dos dividen con las manos toda pálida conquista (p. 52).
Otro poema que me parece central es el número 36. En el paratexto se cita la Madonna de Edvard Munch. Más que un ejercicio ecfrástico o descriptivo, Jiménez Arribas se sirve del óleo del artista noruego —una figura femenina de enorme magnetismo, orlada por un remolino de negros y granates— para concentrar en torno a él una estética de la devastación y la esterilidad. Por eso pinta sobre esa figura libremente, con su pincel barroco, y la ve como «ebria de sombra y de lisergia, adelantada al rock y al punk», es decir, símbolo de la transgresión de los sentidos, del éxtasis y de la perdición. El hablante poemático certifica así la creación de un mundo póstumo: «De ahí me vienen tus secretas añoranzas, el no pintar lo que se ve, sino lo que se vio, la ya perdida humanidad, el mundo seco» (p. 46). Pienso en otro cuadro de Munch que sigue un cauce distinto: Cenizas (1894). La figura masculina es solo una mancha oscura que se ovilla a la izquierda, mientras que la mujer —ojos angustiados y manos en la cabeza— ocupa el lugar central, en medio de un edén que se ha transformado en un bosque siniestro e infernal.
Sin embargo, a diferencia de lo que sucede en Munch, el personaje femenino evocado en las páginas de Lisergia es mucho más ambivalente, una fuerza que concentra el dolor y la claridad, de ahí que se recurra a la antítesis para representar su fuerza y su vibración en uno de los poemas finales: «Debajo de la piel te late el pulso, destello blanco de la sangre oscura» (p. 58). Estos dos endecasílabos encastrados en la prosa son un ejemplo de cómo Jiménez Arribas apuesta por una sintaxis que busca cierto equilibrio armónico en las imágenes y sus pliegues, al contrario de lo que pudiera anunciar el título del libro. En Lisergia la «alucinación» apunta más al propio devenir de la memoria —sus duelos y rugosidades, sus cavidades y sus vértigos— que a una apelación a lo visionario y a su probable desbordamiento. Para que el lenguaje alcance allí donde la imagen (la pintura) no puede llegar es necesario la contención y la renuncia. La imagen no puede hacer preguntas; el lenguaje sí.

Carlos Jiménez Arribas
Bartleby, 2023
62 páginas
13,30 €

José Antonio Llera es profesor de literatura española en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado los libros de poesía Preludio a la inmersión (1999), El monólogo de Homero (2007), El síndrome de Diógenes (2009) y Transporte de animales vivos (2013). Ha estudiado el humorismo hispano y la poesía española contemporánea, asuntos a los que se ha acercado con enfoques interdisciplinares y comparatistas en libros como El humor verbal y visual de La Codorniz (2003), El humor en la obra de Julio Camba: lengua, estilo e intertextualidad (2004), Los poemas de cementerio de Luis Cernuda (2006), Rostros de la locura: Cervantes, Goya, Wiseman (2012) y Lorca en Nueva York: una poética del grito (2013). Editó el epistolario inédito de Miguel Mihura y una antología de artículos de Wenceslao Fernández Flórez. Colabora habitualmente en Cuadernos Hispanoamericanos.
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