La verdad del cuentista

Las vuvuzelas del Apocalipsis

Antonio Monterrubio escribe sobre la nación y el nacionalismo: no un 'plebiscito cotidiano' como quería Renan, dice, sino un 'propagandismo cotidiano' bien descrito por Deutsch: «un grupo de personas unidas por un error común sobre sus ancestros y una aversión común hacia sus vecinos».

/ La verdad del cuentista / Antonio Monterrubio /

Nada hay más fácil ni barato que esconder los intereses personales, de grupo o de clase entre los pliegues de la bandera. Decía Lord Acton, políticamente conservador pero inteligente, citando a Samuel Johnson, que el patriotismo es el último refugio de los canallas, y es difícil no estar de acuerdo con él. Está claro a qué excesos, abismos morales y tragedias humanas puede llevar. En la Europa de los años noventa, las guerras balcánicas lo demostraron una vez más. De la fuerza brutal que su impronta ejerce sobre las conciencias, incluso las más despiertas, da buena muestra lo ocurrido al estallar la primera guerra mundial.

No importó que la Internacional Socialista alertara del peligro, considerando que un obrero francés tenía más en común con un obrero alemán que cada uno de ellos con su respectiva burguesía. Los partidos socialistas corrieron a toda prisa en apoyo entusiasta de sus gobiernos desde el instante mismo del comienzo de las hostilidades y, a veces, con una retórica tan o más incendiaria que estos, lanzando así un baldón sobre el movimiento obrero. De nada valió la oposición a la guerra de figuras tan relevantes como Jean Jaurès o Rosa Luxemburg, que acabarían ambos asesinados.

Lo que ambiciona el nacionalismo es que una pretendida unidad nacional y una incuestionable unidad política coincidan exactamente, a semejanza del mapa y el territorio en el cuento de Borges Del rigor en la ciencia. Puesto que las unidades políticas en un punto histórico preciso son una realidad objetiva, hay que ajustar la población que vive en su interior a la homogeneidad que implica el concepto. Existen dos vías: ideológica y coercitiva. En principio, se trata de convencer a todos de que su esencia es la relación con esa nación que el Estado dice representar. Si la cosa no marcha, queda el recurso a la intimidación para encauzar a ciertas minorías, quizás nacionales de otra nación, o eventualmente expulsarlas y, si menester es, eliminarlas.

El sentimiento de integración y pertenencia supone un proceso de aprendizaje, un condicionamiento del sujeto desde la infancia. Lo saben también los nacionalistas sin Estado. De ahí su interés en controlar la educación y los medios de comunicación en sus áreas de influencia. La nación, lejos de ser un plebiscito cotidiano, conforme quería Renan, es fruto de un propagandismo cotidiano, que lleva a profesar máximas como «con la Patria, con razón o sin ella» y otras lindezas por el estilo. La única reacción que revela dignidad moral cuando ves a grupos de tus conciudadanos envueltos en banderas (o escudados en ellas) es la vergüenza ajena. Lo cual es extensible a toda horda exhibiendo sus colores.

Ese estrafalario guiñol trae a la mente un título del inolvidable Dario Fo: Gran pantomima con banderas y marionetas pequeñas y de tamaño medio. Quienes se llenan la boca cual hámsteres de nación o patria, los que sin venir a cuento cuelgan esta o aquella enseña en el balcón, así como los políticos e ideólogos que los jalean, deberían reflexionar acerca de la frase siguiente: «Una nación […] es un grupo de personas unidas por un error común sobre sus ancestros y una aversión común hacia sus vecinos» (Deutsch: El nacionalismo y sus alternativas). Se puede decir con más palabras y más alto, pero no más claro.

He aquí lo que anida en esos juegos de patriotas. Por un lado, una intensa devoción por antepasados imaginarios, una historia fantaseada o deformada, y unas grandezas discutibles o inexistentes. Por otro, la conversión de vecinos y forasteros en enemigos, para construir y sostener el frágil andamiaje de la ilusión identitaria. Bajo los oropeles de los estandartes al viento y el alarido de himnos y trompetas se adivinan realidades sórdidas. Ahí florecen la discriminación y el desprecio, crecen las semillas del odio y la violencia. Lo que se vende como instrumento de integración e inclusión es una cruel máquina de exclusión.

Sus cada vez más vociferantes defensores, a lo largo y ancho del planeta, se empeñan en presentar el nacionalpatriotismo como una teoría fabricada en mithril o en acero valirio, cuando es un endeble castillo en el aire. La prueba está en que, para ponerla en acción, movilizar multitudes, no apelan a la razón o la lógica, sino que buscan por medios arteros despertar las peores pasiones humanas. Luego, preparado el terreno, no vacilan en llamar a filas a los más viles instintos, al triunfal son de las vuvuzelas del Apocalipsis.

Quien conozca un poco de historia y tenga una mente medianamente templada es consciente de que la nación «pertenece exclusivamente a un periodo particular, e históricamente reciente. No es una entidad social más que en tanto que está ligada a un cierto tipo de Estado territorial moderno, el «Estado-nación», y hablar de nación y nacionalismo sin relacionar esas dos nociones con esta realidad histórica no tiene sentido» (Hobsbawm: Naciones y nacionalismo desde 1780).

Las naciones no son entes naturales; en el fondo, son producto del nacionalismo. Se toma un colectivo con una lengua más o menos común y unas características compartidas, y se establece un marco dentro del cual se los homologa y homogeneiza. En muchos casos, eso conlleva negar, relegar o directamente aniquilar otras variedades culturales o lingüísticas que pasan a ser un cuerpo extraño. Los ideólogos se encargarán de desarrollar la conciencia nacional de modo que, a pesar de su penetración desigual en diversas regiones, grupos sociales o clases, todas vayan dirigiéndose al redil de la adhesión al espíritu nacional.

Curiosamente, gentes que se tienen por modelos de racionalidad porque rechazan como paparruchas las creencias religiosas de otros, rinden culto y pleitesía a algo asimismo inconsistente, carente de lógica y falto de sustentación objetiva. «El hecho es que el Estado nace de la violencia y que el poder estatal no perdura sino por la violencia ejercida sobre un espacio. […] Sobre el espacio es como una nación proclamada soberana aparta cualquier otra nacionalidad y a menudo la destruye, como una religión de Estado prohíbe otra religión, como una clase en el poder pretende suprimir las diferencias entre clases» (Lefebvre: La producción del espacio).


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

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