Rescates

Ilsa Barea: un testimonio ejemplar

Álvaro Acebes Arias rescata la memoria de la autora de 'Telefónica', una novela ambientada en la guerra de España, a la que la nacida como Ilsa Pollak había llegado como periodista.

/ Rescates / Álvaro Acebes Arias /

George Orwell escribió en una ocasión que «la historia se detuvo en seco en 1936». El autor de 1984 estaba pensando en el ascenso de los totalitarismos en toda Europa tras del estallido de la guerra civil, pero la frase, en realidad, describe de forma certera el corte que hubo en las vidas de muchos tras el comienzo del conflicto. Hasta sesenta años tuvieron que esperar los 35.000 voluntarios de las Brigadas Internacionales para que se les reconociera su actitud en favor de la República y vieran cumplida la promesa que les hizo Juan Negrín de concederles la ciudadanía española. En 1996 quedaban unos trescientos supervivientes, octogenarios que chapurreaban un poco el español, empeñados en visitar los escenarios de antiguas batallas y en recordar nombres, fechas y canciones cuya memoria solo ellos conservaban. En los actos de homenaje no estuvieron el presidente del Gobierno, ni el del Congreso, ni tampoco, por supuesto, el Rey. Los primeros porque estarían atareados con otros asuntos mucho más urgentes que no les permitieron ni un minuto para saludar y estrechar la mano de aquellos abuelos y nuestro campechano monarca porque tendría alguna regata. Vayan ustedes a saber. Así las cosas, la visita de los voluntarios, discreta y descafeinada, se pareció un poco a la de esos familiares lejanos que vuelven a casa tras una larga ausencia y comprueban que su llegada, más que ser un motivo de alegría, incomoda un poco. Nadie dispone de tiempo para escuchar sus historias o compartir con ellos la emoción del regreso y, al final, lo mejor en esos casos es hacer de nuevo las maletas y salir de casa en silencio y sin molestar.

Se ha escrito mucho sobre los combatientes extranjeros que vinieron a España a defender la legalidad republicana, y no siempre desde el elogio. Cela, por ejemplo, encabezó su novela San Camilo, 1936 con la siguiente dedicatoria: «A los mozos del reemplazo del 37, todos perdedores de algo: de la vida, de la libertad, de la ilusión, de la esperanza, de la decencia. Y no a los aventureros foráneos, fascistas y marxistas, que se hartaron de matar españoles como conejos y a quienes nadie había dado vela en nuestro propio entierro». Algo así se volvió a escuchar en alguna emisora y en programas de televisión en 1996, pero, dejando a un lado el desdén que hay en las palabras de Cela, que, por otra parte, no son más que un comentario banal y distorsionado sobre de la realidad de los brigadistas en nuestra guerra, han sido muchos los esfuerzos que se han hecho en los últimos años por recuperar la figura de aquellos que desde distintas regiones del mundo vinieron a nuestro país en el 36. Los hubo más o menos convencidos y otros, para qué negarlo, que llegaron solo como excursionistas complacidos ante el espectáculo morboso de la masacre. Este fue, por ejemplo, el caso de Errol Flynn, quien solo estuvo en España unas cuantas semanas, las suficientes para organizar unas cuantas juergas flamencas y sacarse unas fotos. Es llamativo, sin embargo, que a menudo, y aparte de los archiconocidos Orwell, Hemingway, Ehrenburg, Malraux o Dos Passos, no se mencione el nombre de mujeres, como si solo ellos hubieran publicado memorias, novelas y diarios de sus experiencias bélicas. Ahí están Marta Gellhorn, Kitty Bowler, Josephine Herbst o Silvya Townsend, que trabajaron como corresponsales para periódicos británicos y estadounidenses, o la gran Gerda Taro, la creadora del mito Capa, y que moriría en Brunete con apenas veintisiete años. Al pensar en las fotografías de esta última y en su muerte prematura me viene a la mente ese impresionante relato de Juan Eduardo Zúñiga titulado «Ruinas, el trayecto: Gerda Taro», incluido en Capital de la gloria, y que comienza así: «Pasarán años y olvidaremos todo, y lo que hemos vivido nos parecerá un sueño, y será un tiempo del que no convendrá acordarse». Sí, así fue. Cuarenta años de olvido y luego una memoria menesterosa y mezquina. Que se lo digan a los brigadistas.

Para no darle la razón al personaje de Zúñiga que dice esas palabras, las últimas investigaciones sobre la historia cultural de nuestra guerra, tan caudalosa como inagotable, van otorgando cada vez más protagonismo a estas mujeres opacadas por sus compañeros masculinos. Una de ellas se llamaba Ilsa Pollak, aunque cuando llegó a España lo hizo con el apellido de su primer marido, el revolucionario Leopold Kulcsar. Nacida en Viena en 1902 y de orígenes judíos, tuvo una intensa actividad en el movimiento obrero que compaginó con su labor de profesora en las montañas de Austria. La compleja e inestable situación política en su país, con constantes enfrentamientos en una izquierda que examinaba con lupa cualquier gesto que pudiera considerarse falta de disciplina ideológica y la feroz persecución de las fuerzas conservadoras lideradas por el fascista Engelbert Dollfuß, la llevó a la cárcel en un par de ocasiones. Fueron finalmente su carácter independiente, que la había convertido en una figura cada vez más incómoda para los comunistas por sus críticas al giro soviético que se estaba produciendo en Austria, y el conocimiento de varios idiomas, así como su deseo de combatir el fascismo de una manera más enérgica, lo que empujaron a Ilsa Kulcsar a tomar la decisión de ir a España cuando estalló la guerra civil y trabajar como periodista. Hizo el viaje en solitario. Su marido, metido desde hacía tiempo en toda clase de tejemanejes y cada vez más distanciado de su esposa, creyó que sería más útil haciendo de enlace desde Praga entre la embajada española y la austríaca. Así, en noviembre de 1936, con 34 años, recomendada por el embajador Luis Araquistáin y una larga experiencia en el activismo político, Ilsa llegó a Madrid.

La historia de Ilsa Kulcsar en nuestro país la contó ella misma en Telefónica, la única novela que escribió. En ese edificio, el más alto de España en aquel entonces y cuyos sótanos fueron empleados como refugio antiaéreo, se concentraba la red de comunicaciones del gobierno republicano, razón que lo convertía en uno de los objetivos predilectos de la artillería franquista. Mientras soportaban sus embates, decenas de corresponsales extranjeros se afanaban en las oficinas dictando artículos sobre lo que estaba ocurriendo en España. Cada uno de ellos era supervisado por el censor al cargo, Arturo Barea, quien, a pesar de que en un principio no recibió con gran entusiasmo a aquella pequeña austríaca que venía como corresponsal y que enseguida despertó recelos por la franqueza y contundencia con que se expresaba, se convertiría en su segundo marido. El relato de cómo se conocieron y de su relación forma parte de la trama de «La llama», la tercera parte de La forja de un rebelde. Ya ven, las cosas del azar.

Ilsa, ahora Barea, comenzó a escribir Telefónica en 1939, camino del exilio. La situación, a pesar de que la periodista se había ganado el respeto y la admiración de sus compañeros, se había vuelto imposible para la pareja, acusada injustamente de espionaje y de malversación de los fondos republicanos. En una habitación de hotel en París, mientras se turnaba a la máquina de escribir con su marido, que había empezado la redacción de su trilogía, y soportando todo tipo de penurias y estrecheces económicas, fue componiendo el relato de su estancia en España. Tuvieron que pasar diez años, no obstante, para que la novela se publicara. Entonces, el matrimonio ya vivía en Inglaterra, el lugar que Ilsa y Arturo Barea fijaron como su residencia definitiva después de la derrota republicana. Aún más tiempo tendría que correr para que el libro viera la luz en España (setenta años nada menos) y fuese reconocido como lo que es, una de las grandes y más desconocidas novelas sobre nuestra guerra, valiosa no solo porque introduce la perspectiva de una mujer, sino porque añade a esta la mirada del extranjero en torno al conflicto y el consiguiente choque cultural.

Telefónica narra el día a día de las personas que trabajaban en el famoso edificio y tiene como protagonista a Anita Adam, trasunto de la propia Ilsa, que al poco de llegar a Madrid empieza a trabajar en las oficinas de la censura. Allí conocerá al comandante Agustín Sánchez, encargado de dirigir la defensa del edificio, y con el que inicia una relación sentimental. Su historia se entrelaza con la de otros personajes que se mueven en el interior de este edificio-colmena y gracias a ello encontramos un ajustado retrato de lo que ocurría en la retaguardia a mediados de la guerra: los conflictos entre la prensa y los organismos censores, las tensiones y desacuerdos dentro de la izquierda sobre cómo encarar la defensa de la capital, la difícil convivencia entre militares y civiles y, sobre todo, la lucha cotidiana por sobrevivir en medio del hambre, las intrigas políticas y el miedo a los bombardeos. Todo ello descrito desde el punto de vista de una mujer independiente, resuelta y culta, que, más allá de algunos tópicos, lucha por que su voz se eleve por encima del machismo imperante y demuestra su capacidad para crear y perseguir sus propios intereses.

Como en el caso de la obra de Arturo Barea, la novela de Ilsa parte de unas experiencias reales y autobiográficas, pero, a diferencia de lo que ocurre en aquella, los hechos y los personajes están mucho más ficcionalizados y dejan entrever una sensibilidad observadora muy aguda. Cierto es que estamos ante una obra que fue escrita con la urgencia de una exiliada que quería ofrecer un testimonio acerca de lo ocurrido en España, pero Telefónica atesora indudables méritos. Para empezar, es un texto vibrante que sorprende por su estructura, con constantes cambios de perspectiva y el uso de distintas voces narrativas para reflejar ese bullir humano que hay en el interior del edificio, pero también por la manera en que se recrea la tensa atmósfera que se vivía en Madrid con el frente a apenas un par de kilómetros. Fíjense, por ejemplo, en cómo se detalla el asedio sobre la capital: «La calle ardía. Bombas incendiarias. Desde allí arriba vio que solo eran llamas, se dijo que los adoquines no podían arder, pero no pudo quitarse de encima la sensación de pánico que la paralizaba. Era como ese sueño infantil de un fuego que se acerca cada vez más mientras uno no se puede mover. Más allá de la hilera de casas se alzó una llamarada, y luego más llamas en tres lugares distintos. Y una y otra vez el estremecimiento sordo de las explosiones y el tintineo de todas las ventanas. El ruido de los motores aumentaba y disminuía, aumentaba y disminuía. Se acercaban, se alejaban, se acercaban. La Telefónica temblaba». Uno no conoce, con la salvedad de los cuentos de Juan Eduardo Zúñiga y la novela de Juan Iturralde, Días de llamas, descripciones comparables de un bombardeo. A pesar de que la autora finalizó su novela cuando Madrid ya se había rendido, el final de Telefónica es esperanzador. La ciudad aún resiste y las noticias sobre la destrucción y el peligro fascista empiezan a conocerse en el exterior. Duele leer esas páginas y saber, sin embargo, cómo acabó todo. ¿Se trataba de una advertencia acerca de la amenaza que se cernía sobre Europa y sobre las consecuencias de la cobardía de las grandes potencias democráticas?

Después de ver publicada Telefónica, Ilsa Barea se dedicó a la traducción y trabajó junto a su marido en programas radiofónicos para la BBC y en la elaboración de varios libros que abordaban distintos aspectos de la cultura española y daban cuenta de lo sucedido en la guerra. Varios de ellos solo los firmó él. Tras la muerte de Arturo Barea en 1957, Ilsa permaneció unos años más en Inglaterra y luego regresó a Austria, en donde retomó su labor docente y escribió artículos sobre asuntos políticos y sociales. Murió en Viena el 1 de enero de 1973. En el mundo de los sindicatos obreros todo el mundo conocía a aquella mujer inteligente, seria y menuda que se crecía ante los micrófonos mientras daba sus conferencias, destacando entre tantos oradores masculinos. Es imposible saberlo, pero pocos seguramente estaban al tanto de que durante el tiempo que estuvo en Madrid se la conoció como «Ilsa, la de la Telefónica».


Álvaro Acebes Arias (León, 1990) es licenciado en filología hispánica y profesor de Educación Secundaria. Doctorando en la Universidad de León con una tesis sobre la obra del escritor Rafael Chirbes, ha realizado además estudios sobre los distintos cauces de la narrativa española, con especial interés en figuras como Belén Gopegui, Marta Sanz, Isaac Rosa o Ricardo Menéndez Salmón. También ha participado en revistas, medios literarios y en organizaciones culturales como el Club Cultural Leteo de León o el Seminario Permanente Claudio Rodríguez de Zamora.

0 comments on “Ilsa Barea: un testimonio ejemplar

Deja un comentario

Descubre más desde El Cuaderno

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo