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Ficciones y monstruos

Una reflexión filosófica y política de Santiago Alba Rico sobre el nihilismo y el fanatismo, con el cuadro 'La monstrua desnuda' de Sebastián Carreño de Miranda como pretexto.

/ por Santiago Alba Rico /

Hace poco volví al museo del Prado a buscar un cuadro concreto que no encontré. Por el camino quedé enganchado, como siempre, en Patinir, El Bosco y Brueghel el Viejo y luego en la sala de Las meninas. Saliendo de allí, sentí de pronto una sacudida. Mis ojos tropezaron, en la pared de enfrente, con un retrato que no recordaba ―quizás porque estaba en otro sitio antes del cambio de disposición de 2010― y que corta bruscamente el camino de los visitantes que intentan alejarse de Velázquez (y que de algún modo se ven devueltos a él). Se trata de un cuadro de Juan Carreño de Miranda (1614-1685), pintor de corte de Carlos II, cuyo título, La monstrua desnuda, sincopa de manera cruel el estremecimiento visual. ¿Quién es esa monstrua? Se llamaba María Eugenia Martínez Vallejo, nació en Bárcena de Pienza (Burgos) con buenos augurios, carnosa y rechoncha, y sus padres, como es lógico, la adoraban. Padecía, sin embargo, una distrofia neuronal hipofisiaria que hizo que su desarrollo físico y mental se desviara de la ruta estadísticamente normal. Bondadosa y juguetona, se convirtió poco a poco en una monstrua, y ello hasta el punto de que su familia decidió ocultarla en casa para que los vecinos no se rieran de ella. Cuando la retrató Carreño de Miranda en 1680, la niña tenía seis años y pesaba ochenta quilos; su obesidad mórbida, según el cronista Juan Cabezas, «exhibe un vientre tan descomunal como el de la mujer mayor del mundo a punto de parir» y sus muslos «son en tan gran manera gruesos y poblados de carnes que se confunden y hacen imperceptible a la vista su naturaleza vergonzosa»; a pesar del enorme tamaño de sus pies, añade Cabezas, «se mueve y anda con trabajo». Rescatada por Carlos II de su reclusión vergonzante, María Eugenia pasó a formar parte de la así llamada gente de placer, esa colección de friquis de todo tipo (enanos, locos, mujeres barbudas) que los Habsburgo incorporaban a su corte como fuente de hilaridad y reflexión moral. Es difícil no sublevarse contra la insensibilidad de nuestros reyes, cuya omnipotencia nihilista propone al mismo tiempo, sin embargo, un dilema atroz: pues esta afición a las «extravagancias de la naturaleza», ¿no mejoró en realidad la vida de algunas personas que, de otro modo, hubieran sucumbido a la miseria y la humillación? ¿Los reyes malvados no les salvaron la vida? En la corte, los hombres de placer recibían una ración, tanto en especies como en dinero; eran tratados con cierta consideración y, en algunos casos, adquirían suficiente influencia junto al rey como para fungir de imprescindibles muñidores  y  ascender en la escala social. Entre estos bufones y albardanes, lo recordamos, se contaban numerosos enanos, piezas favoritas de las monarquías europeas que los ojeadores del rey, como ocurre hoy con los futbolistas, buscaban en los rincones más apartados de España (o incluso en Polonia, especializada en la fabricación de enanos). Velázquez pintó a todos los que pasaron por la corte de Felipe IV, aunque muchos de sus retratos se perdieron en el extraño incendio del Alcázar de Madrid en 1734. Los que quedan (los famosos del Calabacillas, el Niño de Vallecas, don Diego de Acedo y Sebastián de Morra, todos en El Prado) dan buena cuenta, en todo caso, del papel ambiguo que jugaban en los palacios de los nobles: señuelos viciosos de la atención torcida de los cortesanos, se convertían a veces en peones influyentes de las intrigas palaciegas.

La monstrua desnuda. Juan Carreño de Miranda, 1680

El termino monstruo está emparentado, como sabemos, con los verbos mostrar y demostrar; sirve, pues, para referirse a las personas cuya especial visibilidad, siempre de orden negativo, imprime en el cuerpo señalado un designio divino: un presagio común, una lección, una advertencia de futuro. El monstruo se muestra, no puede ocultarse, consiste en exhibir su des-mesura. María Eugenia, a la que las damas de palacio apodaron la monstrua con más admiración que desprecio, fue pintada en dos ocasiones por Carreño de Miranda, una vez desnuda y otra vestida. En el segundo retrato luce un impresionante vestido cortesano de color naranja y motivos damasquinados, de hinchadas mangas abullonadas, colosal como una campana derretida; la mirada de la niña es seria y casi solemne, como si fuese consciente de este prestigio prestado e inmerecido. En el segundo, su desnudez es completa, salvo por un artificial racimo de uvas que disimula su sexo; su mirada es aquí infantil, enfurruñada, ingenua, defensiva y vencida. No solo el nombre del cuadro desmiente la tentativa eufemística de hacerlo pasar por una alegoría de Baco; es esta mirada (que encierra en ese cuerpo-prisión otra infancia posible) la que nos habla de un ser vivo y concreto, inasimilable para un caso, un fenómeno o un mito. Carreño de Miranda no es Velázquez, pero es un pintor excelente, técnicamente hábil y, en este lienzo, particularmente vigilante. María Eugenia está ahí, delante de nosotros, obligada a mostrar el monstruo por toda la eternidad, vulnerable ante esta curiosidad nuestra que parece prolongar la de Carlos II y confirmar a la niña, ante nuestros ojos, cada vez que la miramos, como gente de placer. ¿No deberíamos salvarla, retirar el cuadro del museo, evitar que nuestra complacencia, ay, se traslade de la pintura a la realidad?

La respuesta es: tajantemente no. Ahora bien, la cuestión que no puede dejar de plantearse es esta otra: ¿qué es un retrato? ¿Qué clase de complacencia nos proporciona? ¿Tenemos derecho a ella? Ese cuadro nos reclama, por así decirlo, dos acciones simultáneas: estamos obligados a seguir pensando en la manera de aliviar el sufrimiento de las muchas María Eugenias que existen aún en nuestros días mientras reflexionamos, en paralelo, sobre ese extraño desplazamiento que llamamos re-presentación o, en sentido lato, ficción. ¿Qué ha trasladado Carreño Miranda al lienzo? ¿Qué ocurre durante ese traslado? No ha trasladado, desde luego, la idea abstracta de niña ni tampoco la alegoría del placer báquico. Los malos cuadros son aquellos que se agotan en el reconocimiento del objeto, al modo de pictogramas, o que explotan ideológicamente un símbolo emblemático evidente. Son malos retratos, por otra parte, aquellos que se mantienen tan fieles al original que toda nuestra admiración se reduce al hecho de señalar de inmediato el parecido: es igualita ―igualita― a María Eugenia Martínez, como si María Eugenia Martínez se pudiera parecer a sí misma. Los buenos cuadros, los buenos retratos, las buenas ficciones se aproximan más y se parecen menos a la realidad: fracasan ―digamos― en reproducir el objeto tal y como se presenta ante los ojos; y ese fracaso, en la medida en que fracasa, le añade algo que su presencia precisamente nos oculta y escamotea. Digamos que en la idea de niña hay muchas niñas que ella, la idea, no sabe que lleva dentro; niñas que hay que extraer de su cuerpo trasportando a la niña a otro lugar. O podemos decir también: en la niña María Eugenia hay al menos otra niña que ella, retozona y a ratos dichosa, no conoce; otra niña que tampoco conocían las damas de la corte que admiraban su tamaño descomunal (y quizás la tocaban, la manoseaban, la pellizcaban) mientras le regalaban bombones de chocolate. Es esa segunda ―o tercera― niña la que retrata Carreño de Miranda; es esa la que nos produce, desde la pared de El Prado, un placer desasosegante, un malestar placentero. Tenemos derecho, sí, a ese placer y a ese desasosiego. Tenemos derecho a esa niña eternamente desnuda en la pared. No debemos retirar la mirada. Nos conviene esta incomodidad extravagante, inseparable de un deleite que exige ser descifrado. La buena pintura clásica ―la buena ficción en general― siempre representa monstruos, incluso cuando pinta una flor o un paisaje. ¿Cuál de los retratos de Velázquez es más monstruoso? ¿Cuál nos muestra más inexactitudes? ¿Los de sus enanos y bufones? ¿Los de Felipe IV? ¿O ese del papa Inocencio X ―cuyo poder imponente obliga a bajar la mirada― conservado en la galería Doria Pamphili de Roma?

Lo que quiera que sea el arte y, en sentido lato, la ficción, solo puede ser descrito de forma sinestésica: nos inflige un placer, nos dona un dolor. Es siempre otra cosa que su propio presente; representa una y otra vez, por así decirlo, su propia representación. El filósofo Blaise Pascal, que nació después, pero murió al mismo tiempo que Velázquez, se sintió siempre interpelado por esta diferencia misteriosa que, discípulo de Port Royal, perturbaba su antibarroca teología. En el número 40 de sus Pensamientos se diría que está mirando el retrato de un enano velazqueño cuando escribe: «qué vanidad que la pintura despierte nuestra admiración por su semejanza a cosas cuyo original no se admira». Pascal dice vanidad, pero esta vanidad le intriga y le irrita hasta tal punto que constituye, de hecho, el objeto mismo de su pugnaz, atormentado, irresuelto debate filosófico: pues tiene que ver con los peligros tenaces de la imaginación, que a veces ―escribe― nos dice la verdad y que hay que concebir, en consecuencia, no como fantasía sino como re-presentación material de ideas motrices en el espacio. Vanidad quiere decir monstruosidad; monstruosidad quiere decir poder; el poder de la pompa real, por ejemplo, pero también el de los trampantojos jesuíticos de las nuevas iglesias del Barroco. En el pensamiento 678, inscrito en la serie titulada Figuras, Pascal se ocupa de nuevo de la ambigüedad perturbadora de la pintura: «Un retrato nos trae ausencia y presencia, placer y desagrado. La realidad excluye ausencia y desagrado». ¿Por qué nos atrae ―por qué― la representación de un objeto cuya existencia real nos deja indiferentes o la de un acontecimiento que preferiríamos que no hubiese ocurrido? No queremos a María Eugenia Martínez desnuda ante la corte de Carlos II; pero queremos a María Eugenia desnuda en el cuadro de Carreño de Miranda. Ahí María Eugenia está por fin presente y ausente, razón por la cual ―podríamos decir contradiciendo a Pascal― se revela ahora más real de lo que lo fue nunca en 1680, viva y sin ropa en el estudio del pintor, con la carne un poco de gallina a causa del frío y de la vergüenza. Pascal, en cualquier caso, ha sondado con desasosiego el enigma de esta diferencia. Lo extraño, sin embargo, es el modo en que distribuye las cartas, pues creo que, al contrario de lo que él sostiene, es la así llamada realidad la que entraña una ausencia ―la normal ausencia de lo que vivimos directamente― mientras que solo la representación es verdadera presencia. De cuerpo presente, lo recuerdo, solo están los muertos; es decir, los completamente ausentes. En cuanto al desagrado, proviene justamente de esta dislocación o doblez o disforia que acompaña al placer de una inesperada presencia surgida casi en paralelo a la realidad. Este casi es crucial. Pues constituye el istmo sin el cual María Eugenia se perdería en la sequedad de un pictograma o en la nube de una alegoría; lengua de tierra entre dos continentes que el espectador (y no digamos el crítico o el filósofo o el historiador) deben recorrer una y otra vez, recordando que no hay autonomía de la ficción sino respecto de un mundo que la ficción fracasa felizmente, dolorosamente, en repetir. Solo porque hay un puente entre los dos mundos, y porque está un poco roto, podemos reconocer en la ausencia concreta de María Eugenia su verdadera presencia.

No sé nada de pintura y he citado el cuadro de Carreño de Miranda con el propósito de explorar más bien la relación entre la monstruosidad y la ficción. Veamos. Uno de los monstruos favoritos de Felipe II fue Brígida del Río, llamada «la barbuda de Peñaranda», de la que Sánchez Cotán hizo en 1590 un conocido retrato en el que aparece de cuerpo entero, ya con cincuenta años, provista de una poblada barba gris, casi bíblica, y ataviada con camisa de gorguera blanca y un vestido marrón más rústico que elegante. Brígida fue famosísima en su época; formó parte de la gente de placer de la corte real, pero también ―eficiente autoemprendedora, como diríamos hoy― explotó ella misma su hirsutismo, cobrando por exhibir su rareza en distintas ciudades de España. La nombran Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache y Cervantes en el Quijote. También la evoca Sebastián de Covarrubias, capellán de Felipe II y autor del Tesoro de la lengua castellana, en su obra de 1610, los Emblemas morales, una de cuyas figuras, en efecto, le está explícitamente dedicada. El encabezamiento cita a Ovidio («neutrumque et utrumque», «ninguno y ambos») para abordar el «hermafroditismo» de Brígida lejos de todo escándalo moral o deleite morboso, en unos versos que cabe casi interpretar como un tolerante anticipo del mundo queer: en ellos se denuncia más al espectador hechizado y horrorizado que al objeto irregular de su atención. Los versos dicen así:

Soy hic et haec et hoc. Yo me declaro
soy varón, soy mujer, soy un tercero
que no es uno ni otro ni está claro
cuál de estas cosas sea. Soy terrero
de los que como a monstruo horrendo y raro
me tienen por siniestro y mal agüero.
Advierta cada cual que me ha mirado
que es otro yo si vive afeminado.

Aunque el último verso, inspirado en Cicerón, según el testimonio del propio Covarrubias, se podría interpretar, forzándolo mucho, como condena moral del «afeminamiento», su lectura inmediata no parece sugerir tal cosa. Interpela más bien a ese otro yo ―yo soy siempre otro― que todos llevamos dentro; y reconoce la existencia, desde luego, de ese tercer sexo que el Barroco a veces aceptaba mejor que el siglo XXI. Ahora bien, no me interesa aquí la cuestión de género sino en cuanto que símil fecundo de lo que ocurre cuando nos desplazamos de la realidad a la ficción: de la Brígida real, digamos, a la verdadera. Si aplicamos el razonamiento de Covarrubias al arte y la literatura, podemos decir que la ficción no es ni un sexo ni otro sino un tercero; no es ni la idea ni la realidad sino otra cosa; en algún sentido más interesante y más viva. Lo que solo es idea es ideología y no duele; lo que solo es realidad es pictograma y no hace gozar. Necesitamos, pues, esa otra cosa como fuente autónoma de goce incómodo y como puente confuso para pensar un desorden que se nos entrega inerte, sin vida, sin perspectiva, en la experiencia directa de su presencia mundana. La realidad es mentira. La ficción es verdad. Su autonomía asegura la verdadera complejidad del mundo, de la que aprendemos todo lo que ocurre en él. Aprendemos, de entrada, eso: su complejidad misma.

Ni la rueda ni la escritura ni las vacunas, el gran descubrimiento de los humanos, el que nos define como humanidad (constreñida en ese 2% que nos separa del chimpancé), es la ficción: esa disforia narrativa, hemos dicho, que nos permite distinguir entre la vida y la conciencia, entre la inmanencia y el relato, entre el lugar donde pasan las cosas y el lugar donde las vivimos y las pensamos de verdad. No es una frivolidad ni un divertimento. Si suprimimos la ficción, suprimimos con ella la realidad; si suprimimos la distancia entre las dos, nos quedamos sencillamente ciegos.

Ese es, a mi juicio, el peligro que nos acecha en la nueva crisis de civilización en la que estamos sumergidos. La disforia narrativa ―la distancia que llamamos ficción― afronta hoy, como otras veces en la historia, una doble amenaza. La primera consiste en confundir la realidad con la ficción; en tratar la realidad, es decir, como si fuera de juguete; se llama nihilismo. La segunda consiste, al revés, en confundir la ficción con la realidad; en tratar la ficción como si fuera de carne y hueso; se llama fanatismo. La combinación de nihilismo y fanatismo es al mismo tiempo síntoma y pábulo de un derrumbe catastrófico que no deberíamos aceptar como un destino inevitable.

Aclaremos de entrada que hay un nihilismo antropológicamente normal enquistado en la inmanencia misma de nuestra condición mortal; nihilismo que los humanos debemos sacudirnos con la mente, con la atención y con la voluntad. Todo lo recibimos, sí, en el cuerpo; es decir, en el «aura de la costumbre y no de la novedad», según las palabras de Walter Benjamin. Nada nos conmueve, nada nos espanta, nada nos hace gozar verdaderamente. Que recibamos la experiencia en el cuerpo quiere decir que nuestra mente llega siempre con retraso a ella, que nunca estamos completamente ahí cuando nos suceden las cosas, que mientras nos ocurren ―el entierro de nuestra madre, el beso de nuestra amante― las estamos ya recordando y solo porque las recordamos ―filtración espontánea de una primera ficción o de una sombra de ficción― nos dicen algo, aunque siempre tarde y como amortiguadas por nuestra presencia material delante del objeto. Se trata, si se quiere, de un nihilismo apotropaico: la inmediatez compacta, sin grietas, del acontecimiento nos protege de la realidad, y ello de tal manera que tanto el dolor como el placer entran siempre atenuados en nuestra vivencia sincrónica. Lo que hacen, por tanto, las ficciones narrativas, cualquiera que sea su género, al igual que los sueños nocturnos, es suspender después la profilaxis; nos dejan de pronto expuestos, desprotegidos, sin costumbre desde la cual recibir el tsunami del mundo. Ahora sí estamos ahí, cuando la cosa ya ha pasado, ante el fantasma, digamos, del objeto que nos perdimos en su primera comparecencia. El mundo no nos hace pensar, los relatos sí. Quiero decir que aprendemos mucho menos de lo que nos pasa que de lo que nos cuentan; o de lo que nosotros mismos contamos sobre el mundo. La experiencia es siempre pobre, gelatinosa, soportable. Ni Hitler es tan terrible ni el ángel tan hermoso. Es por eso que necesitamos la ficción (incluyendo el pensamiento): porque sin ella no podríamos reconocer ni siquiera la penumbra que rodea a todos los cuerpos.

Ocurre que en nuestros días ese nihilismo antropológico radical se ha visto reforzado como consecuencia de la sustitución de las cosas por mercancías y de las experiencias por imágenes tecnológicas. Las mercancías nos escamotean la experiencia del uso, del envejecimiento, de la individualidad como vínculo entre seres irreemplazables. La inmediatez sin cuerpo de la percepción tecnológica impone, por su parte, un horizonte orgánico de imágenes rapidísimas, indiscernibles entre sí, respecto de las cuales no podemos establecer ninguna distancia, y ello hasta el punto de que se vuelve ontológicamente imposible distinguir, en las pantallas, una Guerra de una Olimpiada de una Boda de un Golpe de Estado de un Tsunami de un Meme de una gala de los Óscar. Si a veces lo conseguimos es porque sigue habiendo un mundo fuera en el que se lee, se pinta, se hace música, se narra, se razona; un mundo de árboles lentos y piedras detenidas al borde del camino; un mundo que, en cualquier caso, va ocupando un tiempo cada vez menor y menos decisivo de nuestras vidas. La descorporización, la velocidad y la falta de atención concomitante, esas nuevas espontaneidades de la mutación antropológica neoliberal, inscriben la indiferencia en la raíz de nuestra percepción inmediata. Si todo es ficción, ya no hay ficción: el nihilismo, que ha suprimido la realidad, no permite tomarse en serio, por eso mismo, ninguna representación. Si los bombardeos de Gaza ―pongamos― no nos dicen nada no es porque nos hayamos vuelto insensibles (o porque no podamos hacer nada contra ellos) sino porque comparecen fugazmente en la pantalla, entre un meme mordaz, una pirueta deportiva y un vídeo musical que nos dejan también indiferentes. No hay ni verdad ni mentira. Todo es gente de placer. Todos somos gente de placer. Todo es igualmente Nada. Y esa Nada, en la que flotan corriente abajo los «hechos alternativos», es el caladero de votos del nuevo fascismo.

Ahora bien, este «nuevo fascismo» adopta también la forma del viejo fanatismo, entendido aquí como el «horror a las representaciones», cuya sospechosa continuidad respecto de lo real las volvería igualmente peligrosas. Para el nihilismo los bombardeos sobre Gaza son un meme más; para el fanatismo, al revés, cualquier imagen de ficción contiene el potencial destructivo de un bombardeo. La ficción, lo hemos dicho, solo sirve, que no es poco, para establecer esa distancia en la que es posible todavía distinguir la realidad de la verdad, el autor de su obra, la María Eugenia desnuda en el estudio del pintor de la María Eugenia desnuda en las paredes del museo del Prado. Es decir, sirve para diferenciar dos espacios autónomos y discontinuos (unidos por un istmo): uno donde no deberíamos correr riesgos (la casa, el hospital, el trabajo) y otro donde no solo no podemos evitarlos sino que debemos permitírnoslos e incluso buscarlos y provocarlos (el amor, el arte, los libros, los museos). Pues bien, el fanatismo no es capaz de percibir esta diferencia; es literalismo y puritanismo. Ha habido siempre algo ingenuo y paradójico en la tentativa religiosa de trasladar a la ficción la seguridad ideal que se busca en el exterior, pues el que censura una obra de arte o le impone patrones morales (o políticamente correctos) está sobrevalorando el poder de las representaciones como determinantes de la conducta humana. Hasta donde yo sé (si hablamos, por ejemplo, de literatura) solo en dos casos se ha podido establecer una correlación entre una ficción y una acción: me refiero a Las penas del joven Werther, que habría producido una «epidemia» de suicidios juveniles, y a Los amores de Ginebra y Lancelot, cuya lectura en común habría inducido la lujuria adúltera de los famosos Paolo y Francesca, tal y como describe Dante en el canto V del Infierno. En el primer caso, parece más sensato incluir tanto la obra de Goethe como los suicidios juveniles de la época entre los productos del zeitgeist del romanticismo alemán. En el segundo, es obvio que el libro que sostienen entre las manos los amantes, y que une sus cabezas, se limita a servir de excipiente a un deseo previo que, por lo demás, en otro momento de la historia se habría juzgado bello e inocente. El control, persecución, purificación de las ficciones, de carácter ideológico o religioso, presupone la ilusión muy optimista de que se puede salvar el mundo desde el arte y la literatura. Sabemos que hay alguna (pues están unidas por un istmo), pero es imposible establecer una relación fehaciente de efectividad mecánica entre la ficción y la realidad, ni para bien ni para mal; algunos creemos, en todo caso, que el mejor de sus efectos, siempre inconmensurable, es el que se deriva de la distancia misma; y que los riesgos de mantenerla siempre abierta son mucho menores que los de cancelarla. Paradójicamente, en efecto, cuando se quiere salvar el mundo desde el arte y la literatura, se matan el arte y la literatura, convertidos en puros pictogramas del mundo real o en alegorías planas de un mundo ideal. El problema del arte moral no es que sea moral: es que no es arte. El problema de la literatura políticamente correcta no es que sea políticamente correcta; es que no es literatura. Un buen cuadro, un buen poema, una buena canción no han salvado nunca a un niño; salvan solo la ficción, esa distancia en la que los niños, sin embargo, sufren y juegan y se vuelven, por eso mismo, indispensables.

Como en todos los períodos de crisis, la iconofobia fanática va ganando adeptos no solo en la derecha, donde la religión ha pretendido siempre amordazar o administrar la autonomía de la ficción. Hoy también ocurre en la izquierda, en el feminismo, en el ecologismo. Nos sentimos tan inseguros, tan en peligro, que tenemos miedo de toda ambigüedad o confusión y nos aferramos a la oligosemia de los signos, condenados por nuestro literalismo a la presencia pura sin espejos ni sombras. El fanatismo, de derechas o de izquierdas, no cree en los desplazamientos que describen los versos de Covarrubias o las angustias de Pascal. Una mujer es una mujer, Kevin Spacey es Frank Underwood, la María Eugenia Martínez del Prado es la María Eugenia Martínez desnudada en 1680 en el estudio de Carreño. Para el fanatismo iconofóbico, las representaciones, en efecto, no son ausencias verdaderas sino extensiones inconsútiles del presente malvado que hay que combatir; o ladrillos dóciles del mundo que hay que construir. El literalismo fanático es en realidad mucho más peligroso ―no sé― que la pornografía o los videojuegos violentos. En el terreno del arte, hemos visto denunciar, por ejemplo, un hermoso cuadro de Balthus de 1938, Thérèse soñando, como una incitación a la pedofilia. O hemos visto cómo la razón fanatizada por su propio dolor se vuelve literalmente ciega: en 2019, en efecto, el justísimo movimiento Black Lives Matter pidió cubrir en San Francisco una maravillosa serie mural pintada en 1936 por el ucraniano Viktor Mijailovich Arnautov, discípulo de Diego Rivera, y así lo reclamó porque en ella aparecía George Washington y porque en ella aparecían hombres negros, sin percatarse de la relación incriminatoria que el artista establecía entre el padre fundador de los EEUU y el esclavismo. En literatura, por otra parte, hemos visto prohibir cientos de libros en las escuelas de ese mismo país en nombre de la moral tradicional (de Stephen King a Margaret Atwood, de Toni Morrison a Tolstói, de Aldous Huxley a Marjane Satrapi); y hemos vistos las sedicentes revisiones sensitivas de las obras de Roald Dahl y Agatha Christie. El literalismo puritano, de derechas y de izquierdas, se ensoberbece en la ilusión religiosa de poder corregir el destino de la humanidad corrigiendo o silenciando las palabras y las imágenes que revelan la verdad amarga de su fiereza y su dolor.

La pregunta, en todo caso, es pertinente. ¿Qué hay que salvar? Dos cosas. Hay que salvar el mundo, con todas sus María Eugenias dentro, y hay que salvar al mismo tiempo las María Eugenias pintadas, escritas, musicadas o, lo que es lo mismo, la diferencia entre el mundo y la ficción y todos sus istmos confusos y desasosegantes: esa diferencia enigmática, en fin, que nos protege del fanatismo y el nihilismo, las dos viruelas que amenazan, en tiempos de oscuridad, con oscurecer completamente la luz de todas las ventanas.


Santiago Alba Rico es escritor y ensayista. Estudió filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Fue guionista en los años ochenta del mítico programa de televisión La bola de cristal y ha publicado más de veinte libros sobre política, filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños y una obra de teatro. Ha colaborado y colabora con distintos medios de comunicación (Público, Ctxt, Ara, eldiario.es, El País, entre otros).

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