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Infraestructuras apocalípticas

Una larga reflexión de Laleh Khalili sobre las grandes infraestructuras: su degradación, sus injusticias, pero también la posibilidad de concebirlas de un modo igualitario y acompasadas al pensamiento decrecentista.

/ por Laleh Khalili /

Artículo publicado en Noéma el 23 de marzo de 2021, traducido por Pablo Batalla

En portada: presa de Itaipú (Brasil/Paraguay), fotografiada por Deni Williams

Temprano por la mañana el 7 de febrero de 2021, en las estribaciones del Himalaya indio, una repentina inundación masiva se abatió sobre la presa hidroeléctrica de Rishiganga, descargando un tremebundo aluvión de agua en el cauce del río Dhauliganga. Devastó pueblos, carreteras y puentes. Un mes después, se habían recuperado más de setenta cuerpos, pero al menos un centenar de personas seguía desaparecido. Más tarde, un grupo de científicos del Instituto Wadia de Geología del Himalaya sobrevoló la zona en helicóptero y comprobó que, al parecer, se había fracturado un glaciar en la cúspide de una montaña remota, provocando el bloqueo del caudal del río. El agua se acumuló y luego se desbordó, causando la inundación masiva río abajo.

Para gente que vive en ciudades anegadas de smog, cerca de infraestructuras hidráulicas cuyo envejecido hormigón se está degradando, a lo largo de carreteras en las que atruena el tráfico, colindantes con ingenios petroleros que llenan de hollín el aire y bajo zigzagueantes rutas de vuelo que dejan tras de sí estelas de vapor y las humaredas de los motores de reacción, las infraestructuras pueden ser mortales; más aún en la era del derretimiento de los glaciares y el permafrost.

Nos suelen asombrar las infraestructuras gigantescas: los puertos, los puentes. Pero casi nunca apreciamos la estética de las traídas de agua y el alcantarillado, invisibles a fuer de subterráneos; ni tan siquiera de las líneas eléctricas, los mástiles de telecomunicaciones y las antenas parabólicas, ellas sí visibles, pero poco notables debido a su ubicuidad. Estos servicios básicos son mobiliario de nuestra vida cotidiana, pero solo se hacen sentir cuando se descomponen, como cuando sale agua tóxica del grifo o se cae la luz después de un huracán. El cambio climático y sus efectos (las temperaturas erráticas, el tiempo tormentoso, la subida del nivel del mar) prefiguran hoy la destrucción de ambas. De las infraestructuras impresionantes y de las cotidianas, la ausencia de muchas de las cuales significará perjuicios graves para nuestra vida.

¡Bienvenidos a la era de las infraestructuras apocalípticas! Hace unos meses, el Gobierno conservador de Gran Bretaña emitía una licencia de apertura para una nueva mina profunda de carbón en el condado de Cumbria. En Estados Unidos, el de Joe Biden las emite para nuevas explotaciones petrolíferas en alta mar y en tierra, mientras muchas de las plataformas del mar del Norte son suspendidas. En el mismo país, Italia y otros lugares, la desintegración de puentes ha provocado decenas de muertes en los últimos años. Uno de ellos, en Calcuta (India), era nuevo de paquete. Los apagones y el racionamiento de la electricidad son una constante en muchos rincones del mundo, de California a Venezuela, pasando por el Líbano. La causa de parte de ellos es la privatización de los servicios públicos; en otros casos, la culpa es de la política punitiva a nivel global o nacional. En la India y China, la construcción de presas enormes durante las últimas dos décadas ha obligado a desplazarse a millones de personas; y en Etiopía, el proyecto de una, a construir en el Nilo Azul, no solo amenaza con afectar al flujo del río aguas abajo, en su curso egipcio, sino que incluso anuncia la posibilidad de una guerra del agua entre los dos países. En ciudades tan distantes como Beirut y Flint (Michigan, Estados Unidos), el agua del grifo no es potable.

Durante siglos, las innovaciones infraestructurales han revolucionado la producción, el comercio, el consumo y la guerra. El regadío hizo posible la agricultura en climas inhóspitos. Los ferrocarriles, los canales, las minas y los astilleros facilitaron el movimiento de mercancías y el funcionamiento del comercio capitalista y empujaron a los europeos a la colonización y el desplazamiento de los indígenas de tierras lejanas. Los británicos tendieron ferrocarriles en sus colonias africanas y asiáticas, pero especialmente en África. Los rieles conducían hacia el mar desde las minas del interior, a veces evitando completamente los centros de población; y cuando no se utilizaban para extraer materias primas, se convertían en conductos para el movimiento de tropas. Incluso hoy, las industrias extractivas de África, América Latina y Asia enriquecen a una minoría minúscula, residente con frecuencia en el extranjero, al tiempo que empobrecen y ponen en peligro a muchos lugareños. Tanto el canal de Suez como el de Panamá se construyeron con mano de obra forzosa o no remunerada, a costa de miles de vidas. Más tarde fue habitual que los gobiernos hicieran de la construcción de infraestructuras un premio o un castigo para las poblaciones insumisas de periferias y zonas fronterizas. Las infraestructuras que posibilitaron la agricultura industrial y la acumulación de capital también llevaron al despojo y la proletarización a escala masiva en algunos lugares, y al hambre en otros.

Pero la construcción de infraestructuras ha sido fundamental también para los movimientos revolucionarios y anticoloniales. La Revolución francesa fue aldabonazo del surgimiento de nuevos sistemas de educación, comunicación y transporte. Bajo el mandato de Henri Christophe, el Haití emancipado comenzó a desarrollar un sistema nacional de educación, hasta que la demanda, por parte de Francia, de brutales indemnizaciones para los antiguos esclavistas sumió al país insular en un pozo de deudas durante el siglo y medio siguiente. Por su parte, la Revolución rusa de 1917 sentó bases para la electrificación e integración de la vasta extensión euroasiática bajo su dominio. En China, la construcción de infraestructuras de transporte, educación, salud e industria sucedió asimismo a la revolución comunista. Tanto ese país como la Unión Soviética financiarían gran cantidad de proyectos infraestructurales para sus aliados del sur global. Del mismo modo, después de la Revolución iraní, el régimen islámico se preocuparía por reforzar las infraestructuras sanitarias y educativas del país, ampliando la distribución de electricidad y la construcción de carreteras en los confines de Irán. En el efímero movimiento poscolonial —pronto sobrepasado por los cleptócratas con patrocinio externo, las contrainsurgencias internas y externas y los conflictos calientes de la guerra fría—, las presas, las carreteras, los aeropuertos, los puertos, las plantas eléctricas y los sistemas de agua y alcantarillado devenían símbolos y manifestaciones concretas de la independencia nacional.

Sin embargo, incluso en el momento postrevolucionario, hubo segmentos de la población que se beneficiaron y otros que padecieron las consecuencias de las convulsiones infraestructurales. En lo que respecta a las infraestructuras agrícolas en países cuyas economías y medios de vida dependen fuertemente de la tierra, las políticas apresuradas y mal concebidas se ven exacerbadas por las sanciones externas y las divisiones políticas internas, que a menudo redundan en espantosas hambrunas. La decisión de qué infraestructuras se iban a levantar, quién las iba a construir y quién se beneficiaría en última instancia se tomaban con demasiada frecuencia sin consultar a las poblaciones que se verían más afectadas.

Más allá de las divisiones políticas, todas las infraestructuras comparten una característica: sus efectos perjudiciales para el medio ambiente. Las presas destruyen los ecosistemas ribereños y lixivian el suelo. Las fábricas de cemento y la electricidad a carbón contaminan el mundo entero. Los ductos del alcantarillado vierten a las biosferas ribereñas y costeras sensibles. Los yacimientos petrolíferos y los oleoductos emponzoñan vastas extensiones de tierra, filtrándose por las frágiles capas freáticas. Los centros de datos producen un volumen de dióxido de carbono y calor de escala colosal.

Aunque en los discursos sobre el desarrollo económico se hacen guiños a las «externalidades negativas» de la destrucción del medio ambiente, se sigue considerando a las infraestructuras como panaceas para la mala distribución global de la riqueza y los ingresos y como proyectos de crecimiento para las economías nacionales. Desde que el economista Walt Rostow escribiera Las etapas del crecimiento económico, han sido vistas como un paso fundamental hacia el desarrollo de una economía capitalista y el apaciguamiento de poblaciones revolucionarias. Más recientemente, el ex secretario del Tesoro de Estados Unidos, Henry Paulson, proponía «una nueva clase de activos compuesta por cosas como los suelos productivos, la polinización de cultivos o las cuencas hidrográficas», afianzando todavía más la financiarización del medio ambiente y de las propias infraestructuras.

¿Podemos diseñar, financiar e integrar las infraestructuras en la vida cotidiana de sus usuarios de una forma que no sea ocasión del apocalipsis? Pensar en las infraestructuras a partir de una noción generalizadora, totalizadora, como si no pudieran sino ceñir las estructuras de acumulación de capital, como si siempre destruyeran nuestro ecosistema, como si siempre fueran mortíferas, ¿no afianza también esas mismas infraestructuras, haciéndolas parecer insuperables, llevándonos a pensar que la modalidad peculiarmente capitalista de la infraestructura es la única forma posible de vivir con ella y junto a ella? ¿Qué tal si comenzamos a imaginar una forma nueva de construir lo que necesitamos que no convierta inexorablemente los océanos, las costas, el suelo, el aire que respiramos y el aire que bebemos en activos con los que comerciar en los mercados?

La justificación típica que se esgrime para la construcción de infraestructuras es el crecimiento económico, por lo que un avance significativo hacia una vida infraestructural más justa pasaría en primer lugar por destronar al crecimiento como baremo del bienestar social y político. Como argumenta la historiadora Julie Livingston en Self-devouring growth, el imperativo de la ideología del crecimiento es «crece o muere; crece o sé comido —con la suposición implícita de que ese crecimiento se basa en el consumo desinhibido—». El dilema estriba en cómo proporcionar una existencia y un sustento dignos, salud, educación, servicios básicos, aire y agua limpios, sin engancharlos al juego de suma cero del crecimiento. El decrecimiento implicaría moderar el consumo de combustibles fósiles, detener el impulso constante a la financiarización de todos los aspectos de la vida y la contracción de los procesos que producen residuos. Nos reclama a todos que consumamos menos y de manera más reflexiva.

Las infraestructuras que tradujeran una ideología decrecentista incorporarían un ethos más redistributivo, participativo e igualitario. Y una estrategia de decrecimiento incluiría el bienestar ecológico como un principio inmutable de toda planificación y uso. Las infraestruras serían redistributivas; no enriquecerían a unos a costa de otros. El Banco Mundial recomienda la colaboración público-privada para la construcción de carreteras y otras infraestructuras de transporte, pero no se hace cargo de los costos a largo plazo para el erario público, ni de la habitual expatriación de los beneficios a favor de los conglomerados mundiales. Incluso en los casos en que los beneficios se quedan en el país, a menudo terminan concentrados en manos de inversores privados capaces de pagar la factura de los gastos a gran escala que requieren las infraestructuras, mientras que los riesgos asociados a las mal planificadas y mal construidas se socializan.

Las infraestructuras redistributivas velan por que los beneficios lleguen a la ciudadanía que los financia. En el estado indio de Goa, el Movimiento Goenchi Mati está haciendo campaña en pos de la minería de pérdida cero, que significaría redistribuir las ganancias en beneficio de los ciudadanos de la región. En Escocia, donde las escuelas y los hospitales fueron construidos con malas calidades por empresas privadas regadas de dinero público, la organización Jubilee Scotland cabildea a su vez contra el «chantaje de las compañías privadas para el acceso a los servicios públicos».

Con demasiada frecuencia las poblaciones y comunidades más perjudicadas por la infraestructura son las que tienen menos capacidad para determinar su diseño, su implementación y su uso. Las infraestructuras planificadas y de construcción centralizada funcionan sobre la base de estadísticas agregadas, determinaciones abstractas, planificación modular a menudo importada de otros lugares y principios generalizados que ignoran, si es que no pisotean, los contextos, las preocupaciones y las contingencias locales. La reconstrucción del centro de Beirut tras la guerra civil, por ejemplo, obedeció a esa clase de planificación centralizada, cuarteada en intereses privativos y sectarios, desprovista completamente de cualquier dimensión participativa o consultiva que atendiera a las personas más afectadas por ella. Muy poco opinaron los pescadores cuyo sustento depende del mar; muy poco los comerciantes que se vieron obligados a ceder sus títulos a la empresa paraestatal de reconstrucción o los ciudadanos comunes cuyos paseos por la zona quedaron al albur de cuidadores privatizados y securitizados del espacio. Un enfoque más participativo habría tomado en cuenta las preocupaciones de estas poblaciones no representadas.

Las desigualdades en la construcción de infraestructuras brotan de formas preexistentes de prejuicio social que conducen a una asignación arbitraria de beneficios y perjuicios. La configuración sectaria de la política libanesa redunda a menudo en que la satisfacción de necesidades básicas se vea perjudicada por las disputas interconfesionales, y sean los líderes de las distintas comunidades quienes decidan a placer sobre la prestación de servicios públicos críticos a la ciudadanía. Como consecuencia, los servicios públicos se han deteriorado y los ciudadanos solo pueden paliar estas carencias de manera fragmentaria, si es que pueden permitírselo. El suministro de electricidad en el Líbano se ha tornado tan errático que ha surgido toda una floreciente industria de venta de acciones de generadores privados. El agua del grifo no es potable en Beirut debido a la salinización del agua y a lo poco fiable de los sistemas de filtración. En consecuencia, hay que comprar agua potable, servida a menudo en poco sostenibles envases de plástico. Las infraestructuras de recogida de residuos de todo el país suelen ser víctimas de conflictos comunales y políticos que provocan el amontonamiento de basura en las esquinas de las calles o su arrojamiento al mar en barrios carentes de la influencia política que les permitiría impedirlo.

Las innovaciones financieras y tecnológicas producen otras formas de desigualdad infraestructural. Cuando los Estados abdican de su papel en el establecimiento y cuidado de las infraestructuras de telecomunicaciones, los proveedores privados ocupan ese nicho. La oferta de servicios bancarios, de pago y de préstamo posibilitada por la aparición de nuevas tecnologías financieras a través de los teléfonos móviles parasita estas redes. Mientras que los proveedores de servicios de telefonía móvil —muchos de ellos ubicados en el Norte global— cosechan pingües beneficios, las tecnologías financieras devienen en espacios no regulados vehículos para nuevas formas de acumulación de deuda, y exacerban las desigualdades de género, urbanas y rurales.

La falta de regulación en torno a la electricidad provoca nuevas fisuras sociales en lo que respecta a las infraestructuras. Algunos de los mayores consumidores de electricidad del mundo hoy en día son centros de datos, y los más derrochadores de todos son los mineros de criptomonedas. Sus financistas buscan por el mundo lugares con energía barata, poca regulación ambiental o financiera y fiscalidad laxa. Algunos fantaseaban con la puesta en práctica de una utopía libertaria al estilo Ayn Rand en Puerto Rico después de que el huracán Maria arrasara la isla. Un empresario de criptomonedas afirmó con despreocupación que, aunque el huracán había sido «realmente malo para el pueblo de Puerto Rico, a largo plazo es una bendición, si la gente es capaz de mirar más allá de eso».

Es difícil imaginar cómo recuperar algunas infraestructuras, tales como prisiones, muros fronterizos, bases militares o cadenas de suministro de armamento, porque son emanación de fuerzas violentas cuya misión es mantener el orden de las cosas. Pero alguna gente lo está intentando. A menudo se trata de grupos indígenas. Así, por ejemplo, los siux estadounidenses que protestaron contra la construcción del oleoducto Dakota Access a través de sus tierras tribales; los wet’suwet’en de Canadá, que han construido campamentos para bloquear un oleoducto, o la nación shuar, del Amazonas, que se ha movilidado contra la expansión de la perforación extranjera de petróleo en Ecuador. En Perú, la comunidad kukama lucha contra la contaminación de sus tierras por parte de las compañías petroleras.

No puede ser que los planificadores privaticen los beneficios obtenidos de las infraestructuras mientras exigen inversiones públicas y socializan los riesgos. Para que la infraestructura funcione, para que sirva a la ciudadanía y administre cabalmente el aire, el agua y el suelo del mundo para las generaciones del porvenir, debe planificarse a través de procesos más abiertos, igualitarios y militantes del medio ambiente.


Laleh Khalili es profesora de política internacional en la Universidad Reina María de Londres.

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