Entrevistas

Entrevista a Avelino Fierro

Avelino Fierro (1956) es autor de "La vida a medias", dibujante y Fiscal de Menores en León.

[Fotografías © J.R.Vega]

«Rechazo la democratización mal entendida de la cultura, porque las manifestaciones artísticas exigen rigor y esfuerzo»

/ por César Iglesias /

“Un sacu pulgues”, así definiría mi madre a Avelino Fierro (Chozas de Arriba, León, 1956) y consideraría que para domar las inquietudes de aquel niño de los años sesenta valdría con un “¡estate quieto ya!” o, llegado el caso, un par de zapatillazos bien dados. La literatura médica discreparía hoy y le diagnosticaría TDAH, es decir, hiperactividad, con la condena de una pastilla diaria de Metilfenidato. Posiblemente Fierro no estará de acuerdo con este apunte, porque se define como un paseante tranquilo y quizá un hombre ocupado en los asuntos culturales. Pero ya es tarde para Avelino Fierro y la solución no está en la farmacia. El currículum da fe de este hiperactivo de libro (y del libro) y ocupa varias páginas, pero su amigo, el escritor Julio Llamazares, logró sintentizarlo en tres líneas: “Fiscal de Menores de León, escritor de diarios y de poemas, dibujante, melómano, lector empedernido, aficionado a la fotografía y a la pintura, coleccionista de libros y amigos, paseante, conversador, hortelano a ratos…”. A lo que hay que añadir una devoción inquebrantable por la generosidad y una inclinación desmedida por la travesura y la alegría.

Dice Avelino Fierro que es un “escritor por encargo”, pero todo indica que hay carpetas ocultas con versos, anotaciones, relatos… que muy bien no se sabe por qué mantiene ocultas. Sólo se han librado de la clandestinidad un puñado de haikus que han visto la luz en una edición no venal y hermosa. Aquella encomienda de un grupo de amigos, a los que les mandaba sus escritos como si fuesen cartas de amor, con sobre y sello, facilitó que venciese las reticencias a la edición, que se ha materializado en tres libros: Una habitación en Europa (2010-2012),  Ciudad de Sombra (2013-2014) y La vida a medias (2015-2016). Son tres volúmenes que responden a lo que la taxonomía literaria llamaría género diarístico. Son diarios, sin duda, pero Avelino Fierro ha logrado trascender el confesionalismo ramplón, la mera crónica de limpieza de bajos, para acercar a sus lectores a una manera de ver el mundo, también de leerlo y, sobre todo, de hacer un poco más llevadera esta existencia. Y en ello sigue, con su escritura de tarde de los viernes, que se asoma de vez en cuando por las ventanas del diario digital Tam-Tam Press antes de convertirse en libro.

La larga conversación se realizó en dos ocasiones, una parte de ella digitalmente. Pese a la animadversión que Avelino Fierro tiene por la dictadura de las tecnologías, en esta ocasión las rentabilizó para ser fiel a su sonrisa pícara y preparar una de sus travesuras. El texto que se reproduce a modo de segunda entradilla no fue escrito por este entrevistador, sino por el entrevistado, como si pretendiese ensayar nuevas posibilidades para paliar la agonía del periodismo. Pero la duda me corroe: ¿es posible que sea el autor de ese lead de la entrevista y, fruto de la envolvente fierrana, sea también yo ese personaje que una noche deambuló por bares y garitos del Barrio Húmedo de León con un jurista que devora libros, escribe, dibuja, acude a festivales de órgano en la catedral de León donde se interpreta a Bach y a Messiaen, pincha rock en fiestas con su amigo Edu o deambula por los contornos de una ciudad de provincias?

No fue demasiado difícil localizar a Avelino Fierro. A pesar de su fobia hacia los medios digitales -me habían dicho que no usaba teléfono móvil-, respondió rápidamente a la petición que le hice por correo electrónico, una dirección de correo que comparte con su mujer (“Tenemos digitales gananciales”). Fue más complicado fijar un día para conversar, porque pretextaba siempre problemas de agenda y cierto agobio laboral; decía que de las entrevistas siempre se arrepiente uno posteriormente…

Le remití las preguntas porque quería saber “por dónde irían los tiros”, cómo sería el “tono”… , pero le dije que la  entrevista en directo era un requisito imprescindible.

A las dos semanas me citó en uno de los lugares que frecuenta y que cita en sus diarios, la taberna El Cuervo. Me dijo que había aceptado porque había leído El Cuaderno cuando se editaba en papel y le había gustado. Venía con un ejemplar de cada uno de sus libros, varios libros de poesía y una carpeta llena de folios con anotaciones. “Son apuntes que he tomado de mis lecturas, si tengo que citar algo quiero que sea literal”.

Eran las 18 horas, y es la entrevista más larga que he tenido hasta el momento. Estuvimos trabajando y charlando bien las dos primeras horas, pero a partir de ahí las  idas y venidas a la barra del bar a por más bebidas y las interrupciones de los parroquianos que iban llegando hizo que aquello se extendiera extraordinariamente. Me iba presentando a sus amigos y conocidos: “Este es Tomás ‘Dios’”, le llamamos así porque está en todos las partes, en los bares y barrios de la ciudad, al mismo tiempo”. “Este otro es Tacho, es biólogo y abogado y nuestro negacionista oficial del cambio climático”. “Espera, que te presento un momento a Edu; le puedes preguntar por la letra de cualquier canción y te apuesto lo que quieras a que la sabe; hago con él algunas sesiones de DJ,s”.

También llegó un grupo de jovencitos de un partido de izquierda; se fue a hablar con ellos y tardó rato en volver. Llegó también Nieves, con su perrita, y Reyes con Merche, y una tal Elena, a la que dijo que hacía tiempo que no veía. “Bueno, estamos bastante tranquilos. Si estuvieran aquí, y vendrán en unos días para las fiestas, Jabuto, Cerebro, Julio, Yayo…, esto se complicaría, no podríamos acabar hoy”.

A las 12, sin mirar el reloj, me dijo que serían las 12, minuto arriba o abajo. “Es que acaba de entrar Pablo. Es como Kant, viene todos los días a tomar su carajillo a la misma hora”.

Se había acabado la cinta de la grabadora hacía un buen rato y la batería del móvil. “No te preocupes, vete escribiendo despacio, que te espero”. A la vez él escribía las respuestas a otras preguntas. Me proporcionó textos que traía ya fotocopiados. Una larga cita de Josep Pla . “Mira, esto es para la pregunta 19”. “Este otro para la 7, es que ya lo tengo dicho en la presentación del segundo libro”. “Me gustaría acabar con esta oda de Horacio; va bien para la 40, donde me preguntas si hay algo en la vida que no me interese. Es más bonito y menos trillado que el proverbio de Terencio.

De allí, con alguno de sus amigos, nos fuimos a otros bares y acabamos tomando copas y escuchando música en un pub, el Black Dog, donde atendía Edu, y donde iba llegando gente. “Casi todos salen en mis libros, son mis personajes; no todo va a ser  Baroja, Auden y las luces del crepúsculo”. “Hola López…”. “¡Coño, Davicín!”. “Fernando, Carmen, tomaros algo…”. “Isabel, el librito de Bobin que me regalaste en francés me está encantando”. “Edu, por favor, mira a ver si puedes poner el Like a Rolling Stone”…

Fui prudente al dejar mis cachivaches de periodista y mis libretas y apuntes en El Cuervo. Al día siguiente pasé a recogerlo todo a media mañana. El resto del día lo dediqué a tratar de reconstruir el puzzle de palabras, momentos y canciones de aquella noche. Me llevé uno de sus libros, uno de Tranströmer, lleno de subrayados a lápiz y dibujos (un paisaje helado, una barca cercana a un acantilado, una casa con unas gaviotas  y unos sembrados…). Era mi pequeño botín de guerra.


Pregunta.- Un amigo suyo, cuando le comenté que le iba a hacer una entrevista, me avisó: “Ten cuidado, inmediatamente querrás presidir su club de fans. Es un encantador de serpientes, buena persona y un sabio generoso”. ¿La gente hace cola para estar y hablar con usted?

Respuesta.- Tengo desatendido a mi club de fans y no sería difícil ocuparme algo de él: lo forman la presidenta y tres socios. Dice Zagajewski: “Cuidar del mundo: leer un poco, escuchar algo de música”. Añades “tratar bien a los amigos”, y te salen forofos como ese. Y no encanto a nadie ni a nada; sueño, sueño con serpientes…

P.- Ese es un verso de Silvio Rodríguez.

R.-Lo es. Me sigue gustando mucho y es parte de la banda sonora de nuestra casa.

P.- “Fiscal de Menores de León, escritor de diarios y de poemas, dibujante, melómano, lector empedernido, aficionado a la fotografía y a la pintura, coleccionista de libros y amigos, paseante, conversador, hortelano a ratos…”. Así le define su amigo Julio Llamazares. ¿Cómo tuvo el atrevimiento de titular su tercer volumen de diarios La vida a medias cuando la suya es una vida entera, completísima, excesiva, de una hiperactividad patológica?

R. En esa enumeración faltan cosas, bastantes. Esa lista se la colgaría a muchas de las personas que me rodean, que la llevarían con más mérito. ¿Cómo se puede vivir si no es con inquietud, con unos apetitos mínimos de tipo cultural y social, sin tratar de apurar la vida? La mayoría de las personas a las que trato sienten ese cosquilleo. Quizá somos más observadores, o sensibles, o hipertensos, o abrimos más los ojos. Ya lo dijo Borges: “He dicho asombro donde otros dicen solamente costumbre…”.

P.-  ¿Cómo se las arregla para llevar esta vida? ¿Duerme?

R.- Los días –aunque cada vez parecen pasar más deprisa– están repletos de horas. Hasta nos dejan tiempo para entristecernos con los crepúsculos. Y para escribir pequeños versos: “Entre dos luces, / el arroyo del tiempo. / La vida a medias”.

P.- Le ha caído el sambenito de ser un flâneur, un paseante de esa Ciudad de sombra del título de su segundo tomo. En su caso, un flâneur nocturno. Lo que más me gusta de ese Robinson Fierro de la noche de León son sus estampas de los barrios pobres (detesto el eufemismo con mala conciencia de humilde), donde lo urbano se abraza con lo rural.

R.- Sí, estoy un poco abonado a esos periplos nocturnos. Baroja hablaba de sus paseos por los extrarradios “desolados, zarrapastrosos y tristes” de la banlieu parisina. No voy en busca de ninguna especie de tipismo, sino de cierta calma. Y siempre pasa algo si sabes escuchar. Como en el verso de Philip Larkin: “Ahora llega la noche. Las olas se agitan tras los pueblos”. En Tomas Tranströmer hay mucho de eso: tiene buen oído, oye crecer la hierba o a las constelaciones piafar en sus establos o ve a las estatuas parpadeando por el sol…

P.- «Escribe de puta madre, dibuja de puta madre, sabe de música, tiene buen ‘pico’… Y de lo suyo digo yo que sabrá también». Así lo define Toño, su peluquero. ¿No cree que estas palabras deben ir en la solapa de su próximo libro, más que la selección habitual de frases de críticos literarios?

R.- Alguna vez me llegan halagos de ese tipo. Vienen siempre de buenos amigos. Pero ¿cómo vas a tener en cuenta esos cumplidos? Se te olvidan al rato, como si no se amarrasen bien a la piel. Además, no los apunto para la solapa de ningún libro porque no llevo nunca libreta de escritor. Igual es que tampoco tengo madera de escritor.

P.- ¿Lo dice por falsa modestia?

R.- Escribo, como tanta gente, desde que tengo uso de razón. Pero de ahí a ser considerado escritor, hay un abismo. Tengo tanta veneración y respeto por la buena literatura, por los buenos escritores, que en esa liga sé que no juego. Y no veas aquí falsa modestia. Es puro pudor. Como mucho, acepto lo de “plumífero”, que dijo Rafael Sánchez Ferlosio. Hay una especie de sacerdocio de la escritura de la que yo no me veo integrante. Ya quisiera.

P.- Leyendo sus libros se percibe que hay un anhelo poético en su escritura.

 R.- En anhelo se queda. Tengo esos haikus, que aparecieron un día entre los papeles, y con los que decidí hacer una edición no venal para regalar a los amigos; no están mal, pero de ahí a considerarme poeta… La poesía es la palabra, la palabra mayor. Y sé cuáles son mis limitaciones. Tengo cierto gusto por la escritura poética y, además, algo de sentido común; por eso sé que lo mío no llega. Miguel Galano dice que él puede contar con la pintura todas las anécdotas e intentar trasladar emociones, pero no puede explicar qué es lo que hace y por qué lo hace. Eso es lo que reclamo a cualquier manifestación artística: que me desate la emoción.

P.- Ante todo usted es un lector con lápiz. Para extraer la savia de las palabras, pero también para dibujarlas.

R.- Sí, mi lectura es “intencionada”, pero no deja de ser placentera. Trato de “sacarle punta” a lo que leo. Leo con lápiz, subrayo débilmente los hallazgos o hago llamadas al margen o pongo notas al pie. Esas cosas que saltan a la vista o te llevan a otras frases o a otros autores. A veces te vas sin nada de un libro, a veces llenas el cesto. Y en los libros de poesía, con tanto espacio en blanco, suelo dibujar al lado de un poema que me retiene, que leo un par de veces.

De esta manía, por ejemplo, es un verso de Salvatore Quasimodo, al que releí para inspirarme en un diario que escribí tras un reciente viaje a Sicilia: “ahora el otoño corrompe el verdor de los cerros”.

P.- Y, además, un escritor de viernes por la tarde. Sea cierto o no, es una actitud ética ante la tiranía diaria de la escritura de saldo.

R.- Cuando uno empieza, como yo, a escribir casi a los 60 años, la reacción en algunos es de extrañeza, o de cierta envidia. Alguien se te acerca y te cuenta que él tiene desde hace mucho su novela en el cajón, o que si yo me he atrevido a escribir también puede hacerlo él.

En la presentación del segundo libro quise gastar una pequeña broma a alguno de estos descreídos, les dije que les descubriría mi secreto, los trucos de mi taller de escritor. Les dije que José Luis García Martín escribe en el prólogo de Ciudad de sombra : “Dice Avelino que deja la pluma y ésta escribe sola”.Y que eso era rigurosamente cierto. Y continué: “Sí, me suelo aplicar a la tarea de escribir algunos viernes por la tarde, un par de horas. Podéis intentarlo, aunque no a todo el mundo le da resultado. Vamos a recrear el ambiente. Imaginad la luz del flexo en una habitación grande con muchos, demasiados libros. Un boli y folios viejos. Un ventanal desde el que se ven las lomas, los tejados del barrio, las nubes, los pájaros tardíos, la luz que se apaga (y, a veces, un poco de música). Y llega un momento en el que sucede algo extraño y la pluma comienza a deslizarse sola, suavemente, guiada por una mano invisible. Eso es lo que llamo el momento de la creación, del “segundo o doble carburador”.

La metáfora del carburador la empleo cuando voy a la montaña, para cuando en los primeros repechos uno empieza a sentir la asfixia y a ponerse colorado. Quien coincida a mi lado suele preguntarme ¿qué te pasa, estás bien? Le digo que sí, que no se preocupe, que funciono como el coche de mi amigo Fernando Gil, hace muchísimos años, que carraspeaba y se ahogaba como una pota, pero él siempre decía: “No te preocupes, espera un poco, vamos a coger velocidad y ya verás cuando entre el segundo carburador, todo irá de miedo, como una seda”

P.- ¿Qué le llevó a salir del armario literario a los 58 años?

R.- En 1989 leí El cuaderno gris, de Josep Pla. Me dejó anonadado. Esto lo cuento en el libro. Luego leí El gato encerrado, de Andrés Trapiello, y los diarios de García Martín. Y ese género se convirtió en una de mis lecturas favoritas. Yo llevé un diario, en un cuadernito como dios manda, en 1993. Y ahí quedó la cosa, hasta que llegó mi amigo Manuel Vicente González, al que llamamos Manolo Cerebro, futbolista, escritor y editor, y me obligó a escribir. Una habitación en Europa comienza con la frase “Este es un diario por encargo”. En todo el libro hay un tira y afloja; él me pide que le mande más folios y yo le digo que me deje en paz, que no me agobie, que no soy ningún escritor profesional.

A Manolo Cerebro le había enviado dos cuentos, dos historias reales en las que recordaba un viaje y una gran juerga en compañía de los amigos, y las escribí con cierto detalle porque no quería que cayeran en el olvido. El me pidió que le enviara más cuentos, hasta tener bastantes para hacer un librito. Le contesté que eso era imposible,  que le enviaría lo que se me fuera ocurriendo, anotaciones dispersas. Así surgió el diario. Bueno, y después de Manolo vino Eloísa Otero, la editora de la revista cultural digital Tam-Tam Press, que allá por la Navidad del 2012 o principios del 2013 me ofreció escribir. No sé por qué sabía que escribía, porque los textos que componen Una habitación… los mandaba, maquetados por mi amigo Alberto R. Torices, a unos cuantos amigos y sólo había publicado un par de cosas que me pidieron los del Club Leteo para su revista. Estos textos eran cartas de amor fotocopiadas, cartas de amor a la vida y a mi gente, pero no había ambición alguna de que algún día fuesen parte de un libro. No por ser un lugar común deja de ser cierto: hay gente que escribe para que lo quieran. Yo soy uno de ellos.

Pero lo dicho, también soy un escritor por encargo. Es una encomienda que se cumple bien, con pocas –o ningunas– obligaciones, salvo la de rellenar algunos folios cada cierto tiempo. Y es una tarea que –descontando los agobios de lo artesanal, del oficio de escribir, la búsqueda de las palabras– me resulta cada vez más atrayente. Si escribes, vas mirando hacia tu interior, escudriñándote a ti mismo y, a la vez, ampliando tu visión del mundo con las palabras y las reflexiones de otros. Te vas aproximando a saber quién eres realmente.

P.- Lo de escritor por encargo me lo creo a medias. No es posible que un tipo que escribe como escribe, es decir, “de puta madre”, como asegura Toño el peluquero, y que ha logrado una escritura que da que pensar y hace pensar, no tuviese en los cajones media docena de libros.

R.- Soy parco escribiendo. Tengo, como todos, esos treinta o cuarenta poemas escritos a los veintipocos años. Comencé un diario en el año 93, una mañana optimista y luminosa de primavera (Charli, el periquito que teníamos en casa, se puso a piar al oír las Goldberg al piano) que se fue mustiando cuando acababa el otoño.

P.- ¿Por qué optó por el diario cuando le vemos con músculo suficiente para saltar a otros terrenos de juego?

R.- Me considero un lector, no un escritor. Y aunque Borges nos enseñó –no recuerdo ya quién decía esto– que el que puede pararse ante la literatura como un lector puede escribirlo todo, uno siente que no es poeta o que no tiene el don de la fábula. La poesía es el género con el que más músculo se hace para escribir. Ya lo decía Bradbury en sus consejos a los escritores jóvenes: “lea usted poesía todos los días, muchacho”. He relatado en mis diarios anécdotas de lo que es la composición poética, de Seferis o Gil de Biedma, dándole vueltas a un poema meses o años, sudando sangre. Tengo en casa una pequeña hornacina con una luz de aceite y una efigie de la Diosa. Soy adorador y hasta le ofrezco sacrificios. Así que, cuando oigo o leo en algún periódico algo de esos poetas “youtubers”, tan intrascendentes e insustanciales, me encorajino.

P.- Pero esos poetas superventas, los Marwan o Defred, son los que acercan la lectura a los desletrados. Harry Potter, añade Fernando Savater, ha hecho mucho bien.

R.- Vamos por partes. Que el fenómeno de los grupos de fans, como el que vivimos en los años ochenta con Los Pecos, se traslade al mundo literario no es malo si eso significa que los chavales se acercan a la poesía o a la literatura. Por algún sitio hay que empezar. Otra cosa es que se queden ahí. Es un mal menor, pero no tiene por qué ser un mal necesario. Y ese es el problema. Vemos cómo está la educación, cómo en los nuevos planes de estudio se expulsa a las asignaturas de humanidades. Empezaron con el griego y el latín, ahora la filosofía, y después irán a por la lengua y la literatura, que ya están arrinconadas. Debería ser una obligación, por decreto ley, que en las escuelas se leyese a los autores canónicos. Decía Joseph Brodsky que la democracia en esto de la literatura se confunde con la imbecilidad. Rechazo la democratización mal entendida de la cultura, porque las manifestaciones artísticas exigen rigor y esfuerzo, tanto al creador como al lector, oyente o espectador . Lo siento por los que dicen que da lo mismo leer a Cervantes que a Joanne K. Rowling, la madre de Harry Potter. Puedo parecer un  fundamentalista, pero las letras tienen sus santones y hay que pasar por ellos.

P.- Vuelvo a los diarios. ¿Optó por ellos al ser, tal vez, el género más de(s)generado, un cajón de sastre en el que se puede depositar un haiku, un ensayo sobre poesía, música o arte, un relato de una noche de parranda o la narración hermosa de esa mirada nocturna al sueño de su nieta Libertad?

R.- Sí, el diario es el recurso de los escritores sin género. Cuando me preguntaban en qué consistía mi primer libro yo decía que era una “miscelánea”, un género híbrido: pequeñas narraciones o cuentos, breves ensayos, literatura de viajes, esbozos de poemas, conferencias y cartas, también colaboraciones de otros. Y citas de muchos autores, sobre todo poetas. Y es el diario de un lector agradecido. Lo importante es leer. Y leer poesía la mejor gimnasia para la mente, la escritura, la vida. ¿Quién dijo aquello de “no leer poesía es como no enamorarse nunca”? Y para mí resulta –el escribir el diario– algo homeopático. Estoy tranquilo. Lo decía Blanchot: el interés del diario estriba en su insignificancia.

P.- García Martín, tal vez uno de los críticos más feroces y mordaces,  sostiene que lo suyo no son diarios, que lo suyo son cartas, misivas que escribe a mano, como un náufrago mesetario que envía mensajes en una botella.

R.- Martín es el lobo feroz con más entrañas de cordero que conozco. Es un amigo generoso, lo ha sido con multitud de jóvenes que querían escribir. Ese prólogo a mi segundo libro es hermoso y certero. Cuando leí las primeras líneas pensé que me iba a despellejar, porque en lo único que disentimos –aparte de algunas opiniones políticas que nunca le discuto– es en la influencia –nefasta, para mí– en la cultura y en la vida, de los medios digitales, ese ecosistema de tecnologías de la interrupción –como dice N. Carr–, pero luego decía que las entradas de mi diario eran “cartas de amor”, y ese es el tono inteligente y amable del resto de sus palabras. Acabo de recordar una ocurrencia, un aforismo que anoté hace mucho en un cuaderno: “Vuele la carta de amor como un ángel sin alas”. Esas cartas no sabes dónde llegan. Había alguien que hacía comentarios en el blog cultural en que se publica el diario antes de pasar a libro; no sé por qué pensaba que era un viejísimo profesor en el exilio, que viviría en México o por allá; resultó luego que era un vecino de mi barrio, que vive dos calles más abajo.

P.- García Martín compara su estilo con el de un buen cocinero: ofrece platos muy elaborados, pero también pone en la mesa comida cruda.

R.- No quiero sustraerme a lo crudo, a la realidad de los nombres propios. Los diarios se alimentan de la vida. Hay diarios muy literarios, unos son más ligeros, otros son más peñazos. Como decía Rafael Chirbes, un escritor se carga mirando y leyendo. Sea crudo o cocinado, hablo casi siempre de la belleza, que es lo que me lleva a escribir. ¿Por qué no ponerle nombre propio? Sea un árbol, o la nieve o la camarera que me sirve la cerveza. Habla Zagajewski del momento epifánico, que debe estar tanto en lo crudo como en lo cocinado, siguiendo con la terminología martiniana. Lo epifánico en mi caso está en la picaresca, que bebe de la más pura realidad. Pero lo importante, como decía Cervantes, es el toque, que no es otra cosa que cómo cuentas las cosas.

P.- De Una habitación en Europa a La vida a medias se aprecia un cambio. El tono, casi poético, pervive, fruto de las buenas lecturas y del compromiso con la palabra bien dicha, pero del confesionalismo inicial percibo que ha derivado hacia el tono más ensayístico. Es como si se hubiese iniciado como un poeta ochentero de la experiencia o figurativo y ahora se hubiese cambiado al bando de la poesía más reflexiva, casi metafísica. Es decir, le veo más Montaigne, con la lucecita de su biblioteca encendida en la noche leonesa.

R.- De la misma manera que no me releo –una nueva cita de Manuel Puig: “No vuelvo sobre mis libros porque me entran ganar de volver a reescribirlos”–, no reflexiono sobre lo que hago, ni tengo una “poética”. Puede que tengas razón, que ese cambio tenga que ver con la forma en que se me “encargó” escribir. El primer libro está compuesto por textos para amigos, que pensaba incluso que no llegarían a publicarse. Había más narración que reflexión, mucha improvisación; tenía que llenar unos cuantos folios y todo me valía. Después, puede que haya cambiado un poco el tono. Me digo: esto lo va a leer la gente, no puedo meter aquí cualquier cosa. Pero tampoco es que me ponga estupendo, o en “modo metafísico”, como dices. No le doy muchas vueltas al asunto, miro por la ventana y una nube que deja ya de empezar a distinguirse en la bóveda celeste –que muere–, puede desatar la escritura. Y es, como las historias bíblicas, poco especulativo lo que hago. Es un lenguaje carnal, la realidad atravesada de vez en cuando por la poesía, como ese cielo que veo, cuando escribo, surcado por las estelas que se deshacen de los aviones.

P.- Confío en que cuando haga sus obras completas el título sea “Caro diario”. Ya sus entregas en el diario digital Tam-Tam Press se titulan “Querido diario”. Es que a usted le veo un poco Nanni Moretti, un flâneur mod con vespa. ¿Tiene moto?

R.- Las imágenes que tenía en la cabeza cuando me pidieron que publicase una página en el Tam Tam Press fueron los diarios de los adolescentes, sobre todo de las chicas, de color rosa y con un candadito que protegía ese cuaderno al que iban a pasar los delirios, en el que iban sedimentándose sobre todo los berrinches y deseos del primer amor. En realidad esos diarios íntimos, de un único escritor y lector, son la mayor formulación del diario. Recuerdo que Gombrowicz se preguntaba para qué escribía un diario: si era para él mismo no tenía sentido enviarlo a la imprenta; y si era para el lector, tampoco, porque hablaba como si hablara consigo mismo.

Y recordé, claro, el título de la película de Moretti. Bueno, “Querido diario” no me gusta mucho, es evidente y ramplón; pero ahí se ha quedado. Pensé que me cansaría, que sería cosa de dos días, y llevo más de cien entradas. Podría llevar más si mi editora digital, Eloísa Otero, me azuzara algo, pero nunca me exige; sabe que no soy nada profesional; a veces pasa un mes sin que le envíe nada.

Ah, y lo de la moto. Cuando fui a estudiar cuarto de carrera a Oviedo compartí piso con cuatro amigos. Uno de ellos, Tomás, tenía una Ossa de cross sin matricular. Pero él salía por la ciudad con ella, aunque estuviera prohibido. Un día –estaría yo empastillado o deprimido– hice un pequeño viaje con él. Tomás es daltónico y no distinguía el color de los semáforos, y aunque yo le avisaba, le daba igual. Nos metimos hasta el parque de San Francisco a espantar a los patos. Aquello acabó con motoristas de la Policía Municipal tras nosotros, pero les dimos esquinazo en una calle con escaleras donde no se atrevieron a seguirnos. Son experiencias que te traumatizan para siempre. Como una borrachera de “Sol & Sombra”. La moto, nunca más.

P.- Ha ido construyendo un personaje, es decir, el Avelino Fierro paseante, hipocondríaco, lector, comprador compulsivo de libros, amante de Olivier Messiaen y de The Smiths, experto en barras de bar, jurista madrugador, padre y abuelo de familia, viajero atento… y también ha perfilado otros muchos personajes de su entorno. Su vida, llamémosla provinciana, da mucho de sí. Habrá quienes duden entre si existen dos Avelino Fierro: el ciudadano leonés y el personaje. ¿Es parte del juego?

R.- Uno remonta el vuelo sobre la vida gris y las rutinas gracias a ese deseo de ser otro. Nadie puede estar totalmente conforme con lo que es; y si lo está, es un simple.

Julio Llamazares, en una reseña sobre Ciudad de sombra, mi segundo libro, dice de manera hermosísima, que mis peregrinaciones nocturnas llevan a la peripatética disolución de mi espíritu en las sombras de una ciudad medieval que cada vez se parece más a la que describo. Que me he convertido ya en un personaje de la ciudad y en un creador de mi imagen pública.

Uno pasea mirándose hacia afuera, pero hay momentos de introspección  en que no se sabe bien dónde uno está o quién es uno mismo. Hay un texto de Pessoa en el Libro del desasosiego en el que habla de un paseo por la ciudad y de que se “despertó” en medio del puente asomado al río, y en ese momento sabe que existe con firmeza después de haber querido ser otro durante mucho tiempo. “Ha sido un momento, y ya ha pasado”, dice, cuando empieza a ver con normalidad de nuevo.

P.- Cuando cita a tal o cual autor, principalmente versos, veo que es una estrategia del poeta enmascarado para evitar dar a conocer sus versos. Antes le decía que le veía últimamente muy Montaigne, pero un Montaigne muy poeta, que camufla los endecasílabos en la prosa diarística. ¿La poesía es lo único que le alivia?

R.- La poesía está bastante entre mis libros, cito a muchos poetas. Pero no sé si está en mi escritura; ojalá sea verdad lo que dices, que fluye de manera casi natural en lo que escribo. Tú, que eres poeta, puede que lo percibas mejor que yo.

P.- Perdone, yo no soy poeta. Como usted dice, esos son palabras mayores. Escribo algunas cosas, que en ocasiones se ponen el traje de la escritura estrófica.

R.- Bueno, hay que tener códigos verbales para entendernos y explicarnos. Pero volvamos a lo de la poesía. Sí busco poner algo en mis textos que los eleve del ras del suelo, que haga que titilen o aleteen un poco. Un ejemplo puede ser una de las últimas entradas del diario, sobre un viaje a Sicilia. Llegábamos a Madrid y estaba lloviendo muy levemente. Hacía meses que la sequía lo estaba achicharrando todo. Yo redacté algo así como “afortunadamente llueve de nuevo sobre la ciudad”, saludando la vuelta de las nubes preñadas. Pero me pareció ramplón, y le di un par de vueltas, para dejarlo así: “Llegamos a mediodía al aeropuerto de Barajas. Es dieciocho de octubre. La torre de control se refleja en tímidos charcos sembrados como indecisiones en el pavimento gris. Gotas de lluvia tibia y delicada cuchichean en el cielo de Madrid”.

P.- Los autores tardíos en publicar creo que responden a un perfil casi patológico aún por determinar por la literatura médica: la del autoexigente o la del Bartleby de turno que se plantea: “¿para qué escribir, o al menos publicar, habiendo tanto y tan bueno escrito?”. ¿Cuál es su caso?

R.- Ya te digo que soy escritor por encargo, que es algo a lo que me han obligado. No tengo temores ni vergüenzas ni me como las uñas dándole vuelta a las frases. Escribo muy poco –los viernes, ya sabes– y sólo si me apetece. Pero es cierto que siempre anda planeando por ahí, a poco exigente que sea uno consigo mismo y con la escritura, la frase de Borges que cita Pligia en El último lector: “La certidumbre de que todo está escrito nos anula y nos afantasma”.

P.- Se publica mucho y malo, sobre todo novela y esa estafa que llaman de la autoayuda. No se lo pregunto, lo afirmo. ¿Me corrige?

R.- De esa afirmación tuya no cambiaría ni una coma. “La costumbre del siglo es que se imprima mucho y se lea nada”; eso ya lo afirmaba Leopardi.

P.- En su santoral hay días señalados en rojo para Josep Pla, Ramón Gaya, Gaziel y George Steiner. ¿Qué encuentra en ellos?

R.- ¡Uff, estamos hablando de los maestros! Los tengo siempre presentes, y procuro tenerlos a mano, remansados y embalsados como en el fondo de un pozo. Ahí se echa el caldero con una soga y se recoge el agua; de ahí va manando todo. Creo que a los cuatro les rindo homenaje citando sus textos al final de mi primer libro. Por cierto, de Pla y Gaziel se siguen consiguiendo primeras ediciones por dos pesetas, se ve que ni los catalanes leen a sus autores.

Si te parece oportuno –obras son amores…– podemos citar aquí algo de Pla que ya copié en el primer libro.

“Así que llegáis a Pisa percibís ese aire de mansa resignación que tienen las ciudades ante las cuales el camino de la historia se ha desviado. En tiempos lejanos el mar bañaba las costas de Pisa; hoy una vasta extensión de campos –de un verde acre, como suele ser la vegetación toscana- separa la ciudad de la onda azul. El mar ha ido huyendo de la ciudad, y hoy, para divisar las velas a lo lejos, se ha de subir a las azoteas más altas. En Pisa aún lo lamentan. Las mañanas de cielo claro, cuando entra la brisa del mar y todo infla un poco sus carrillos, Pisa parece reanimarse y un toque de carmín tiñe su frente ebúrnea y pálida.

Los muelles del Arno son provincianos; pero la ribera de este río ciñe las curvas de la ciudad de Pisa con garbosa elegancia. ¿Quién podría dibujar esa gracia? No es una gracia de insinuación y ensayo, sino decidida y acabada. Es una curva segura, incisiva, de una majestad dulce y serena. La naturaleza está sometida sin apenas esfuerzo…”.

¿Cómo queda uno después de leerlo? Soy lector y quedo embobado; y escribiendo uno se esfuerza para conseguir algo parecido. En las artes, al igual que en otros productos del espíritu o de la inteligencia humana, hay que admitir algunas supremacías, mal que les pese a algunos. Por cierto, acaban de publicar unos textos inéditos de Pla, que fueron escritos a la vez que sus Notas dispersas. El editor les ha puesto un título que me gusta: Hacerse todas las ilusiones posibles y otras notas dispersas.

P.- Echo en falta que no cite a Miguel Torga, el doctor Correia da Rocha. Por actitud literaria, pero también personal, les encuentro muy cercanos.

R.- Tengo una biblioteca abarcable, pero los libros están en doble fondo en algunos estantes. Sé que tengo un volumen de los Diarios de Torga que publicó Alfaguara allá por los 90. Julio Lamazares me lo ha recomendado y ha hecho alguna referencia al autor portugués cuando ha hablado de mi escritura. No sé, no puedo opinar; sé que lo ojeé hace tiempo, pero es uno de mis libros “perdidos”.

P.- También le veo muy próximo emocionalmente a otros cultivadores contemporáneos de diarios, caso del citado García Martín, Andrés Trapiello… Pero hay uno, también autor tardío y que después de tres volúmenes, ha anunciado que echa el cierre: Iñaki Uriarte. Sólo que, a diferencia suya, él es un hombre que ha hecho del no hacer nada, de estar tumbado en el sofá, todo un sistema filosófico.

R.- A Uriarte lo he leído hace poco. Tengo los tres volúmenes y he leído solo uno. Andan los otros dos perdidos, igual se han ido de parranda con el de Torga. Bien, lo he leído con gusto. Y ojalá tuviéramos más rentistas como él, oblomovianos, ironistas e inteligentes. Se confiesa lector de ensayos biográficos y diarios más que de novelas, porque aquellos le hacen saber mejor lo que es una persona. Es muy agradable su lectura. Pero a su diario le falta algo, no engancha, no tira de uno –como decía mi amigo V. Velázquez, tirando con sus propias manos de la pechera hacia adelante–. En el blog de Andrés Trapiello recuerdo haber leído que un amigo suyo, un tal M., le manda un correo electrónico analizando ese segundo tomo de los diarios, y le dice que le he decepcionado, que no va más allá de ser una conversación de club náutico, cauta y un poco banal.

P.- ¿Es la provincia un género literario?

R.- Si se lo preguntas a alguien como yo, que dedica sus libros diciendo algo así como “estos escritos de provincia”, o “de este escritor provinciano”, estaré tentado a decirte que sí. Aunque ni la ciudad ni la provincia aparecen nunca nominalmente en mis escritos, una de las aspiraciones de todos los que escribimos es universalizar nuestro pequeño mundo, nuestros Macondos o Celamas. Por esta geografía nuestra se habla de literatura del Noroeste, de Poniente, y cosas así. No creo que sirva para mucho nombrar los lugares de tu biografía. En lo que escribo aparece más una ciudad que la “negra provincia”. Pero lo importante es crear un espacio simbólico, que sirva para trascender lo concreto o lo temporal. Y da igual que sea una ciudad, una región o una esquina de tu biblioteca o habitación.

P.- Hay un verso espléndido del irlandés Patrick Kavanagh (“De disputas de aldea hice la Ilíada”) en el que nos viene a decir que todo el universo es representable en el escueto escenario de una aldea. O aquella otra ya conocida frase de Torga: “Lo universal es lo local sin paredes”. ¿Esa es la labor de la escritura más verdadera? ¿Su León, que nunca menciona por el topónimo, “es el rincón con mirador que le abre el mundo?

R.- Te he contestado ya. Pero recuerdo ahora un párrafo de un escrito que redacté para la presentación de mi primer libro en mi ciudad. Vamos a buscarlo.

“Podría haber escrito algo sobre el juego de bolos, algo autóctono, que también vende: los hay que compran todo lo que gira alrededor del leonesismo. Uno querría tener ese sentimiento, pero no soy capaz, a mi pesar: el libro discurre en gran parte por las calles de esta ciudad, pero su nombre no aparece nunca; para eso ya tenemos a concejales, dulzaineros, las cunas del parlamentarismo y el Santo Grial. Siempre he tenido presente la frase de Durrell, “amas una ciudad cuando amas a uno de sus habitantes”. Y aquí está mi gente, mis queridos amigos. Pero no tengo el gen del localismo ni la líbido del nacionalismo; esos pretextos utilizados tantas veces para el inmovilismo, hablar del pasado para que nunca llegue el futuro. En el libro hay paseos por la ciudad, recorridos por la provincia, viajes por la vieja Europa. ¡Por favor, que el mundo es ancho y ajeno, y ameno!”.

P.- ¿Qué les dan de comer en casa para que un territorio como León, con poco más de 600.000 habitantes, tenga tantos y tan buenos escritores? Se habla de los filandones y la narratividad oral, de las escuelas de la Fundación Sierra-Pambley, de los seminarios…

R.- No tengo ni idea. Igual se debe a que no siendo una provincia boyante en nada –no hay riqueza, ni industria, y la gente la abandona ante la falta de expectativas– hace que la gente se refugie en el ensueño y en la fabulación. Esa tradición del filandón oral la han recuperado algunos escritores, Luis Mateo Díez y otros. Fulgencio Fernández, buen amigo y periodista en La Crónica de León, también organiza y participa en esas charlas alrededor del brasero.

Yo presenté Una habitación en Europa en la Fundación Sierra Pambley, el edificio señero de la Institución Libre de Enseñanza que queda en la ciudad. Esa me parece la tradición a la que teníamos que habernos acogido hace más de un siglo en todo el país.

Pero esa idea en la que insistes de la literatura como algo influido por el territorio… No sé. ¿De verdad crees que se pueden poner puertas o cercas al campo de la creación? La influencia para un escritor de diarios como yo es, desde luego, evidente: Si escribo de mis días aparecen en mis escritos los personajes de mi ciudad, sus calles. Si hablo de mis lecturas, aparece mi biblioteca. Si del paisaje, los tejados y las lomas y el cielo que veo desde mi ventana.

Si escribe Andrzej Stasiuk, aparece una iglesia ortodoxa derruida y las viejas construcciones soviéticas, todo mezclado con sus personajes Józek, o Kósciejny, que levita y se aparece a sus amigos después de muerto.

Julio Llamazares escribe del pueblo de su nacimiento, anegado por el agua de un pantano, o de su infancia en la cuenca minera leonesa. Pero luego escribe sobre su ciudad de residencia, Madrid. Uno anda siempre entre esos lugares, es de donde nace y de donde pace. Pero lo importante es contar bien, me da igual el territorio, la comarca de El Señor de los Anillos, o esa ciudad con lluvia ácida de Blade Runner.

Borges le saca más partido a una mirada sobre un estante de su librería o la Enciclopedia Británica que a la geografía de su país. ¿Hay una literatura europea? Yo leí Amsterdam, de Ian McEwan y me pareció una novela de un europeo para muchos europeos cincuentones de clase acomodada. ¿Hay una idea de Europa? Steiner tiene un librito con ese título; habla de las diferencias ontológicas entre un pub inglés y un bar irlandés y sus mitologías; afirma que no habría literatura irlandesa sin los bares de Dublín. Pero los pubs no son cafés, y de ahí pasa al Deux Magots y al Florian. Y dice que Europa ha sido y es paseada. Que la cartografía de Europa tiene su origen en las capacidades de los pies humanos, ya sea el viajero un peregrino a Compostela o un promeneur.

Participo algo de esa idea. Mi poética del viaje es muy modesta. Intervine en un congreso sobre literatura de viajes y todos los ponentes llevaban tiempo teorizando sobre Ulises y sobre los viajes interplanetarios; yo llegaba, como mucho, a los arrabales de mi ciudad. La literatura se puede hacer con las luces y los personajes que ves una tarde de invierno al cruzar la calle o a la vuelta de la esquina. Y la poesía puede tener el ritmo de tus pasos. Ya sabes que eso lo explicaba bien Claudio Rodríguez. En fin, no sé dónde vamos a llegar si seguimos hablando de esto…

Al final, lo que he querido decir –y es lo que decía Andrés Trapiello en un volumen de conversaciones con poetas que editó Renacimiento–, es que la literatura nos sirve para ser un poco mejores, para dar de nosotros lo mejor que tengamos. Para hacer que el tiempo no sea tan breve ni tan cruel. Qué más da sobre lo que escribas o desde dónde escribas.

P.- Ahí está la maravillosa colección Provincia que dirigió Antonio Gamoneda y en la que salieron un puñado de libros extraordinarios en la segunda mitad del siglo XX. Le cito sólo cuatro: Descripción de la mentira, del propio Gamoneda, Primer y último oficio, de Carlos Sahagún, Sepulcro en Tarquinia, de Antonio Colinas, y La lentitud de los bueyes, de Llamazares. Y hay muchos más títulos claves, pero esa colección es una referencia, más cuando había algunos a los que las estridencias culturalistas de los novísimos nos provocaban arcadas. Por cierto, uno de ellos, Félix de Azúa, sé que es buen amigo suyo.

R.- Esa selección de cuatro libros de la colección me parece acertadísima. Yo habría elegido los mismos. Hace poco releí algunos poemas de Carlos Sahagún porque me lo recomendaba mi amigo Antonio Manilla. Añadiría los libros de Gil-Albert y José Antonio Llamas. Tengo los cien primeros títulos y algún otro, pero la selección ha decaído bastante. Y, a la vez, leía a los novísimos: me deslumbró Arde el mar, de Gimferrer. Aquello era más una selección que una antología. Sabes que estaban los “seniors” y los jovencitos, “la coqueluche”. Y las dos tendencias, la más culturalista y la estética más pop, del cine y los medios de comunicación. Hace nada, Guillermo Carnero ha publicado Regiones devastadas, que está bien. Aunque la antología de aquella época que a mí me influyó como lector, es la de José Batlló en El Bardo. Mira, otro libro –y no pequeño– que se me ha deslocalizado en la biliblioteca; no sé dónde está. Y yo no presto libros. Si alguien me pide uno lo busco, lo compro y lo regalo. No quiero perder amigos.

Hablas de Azúa. Es un buen amigo; una persona educadísima e inteligentísima. El día que lo conocí, ya en su barrio céntrico madrileño –se había jubilado, creo, y huía del acoso y la tontería nacionalista catalana, ¡mira que tocarle las narices a él, que era uno de los bastiones de la cultura barcelonesa; eso sólo puede venir de la más acendrada burrez e ignorancia!– estuvimos mi mujer, Mar, y yo con él en un jardincillo próximo a su casa, una mañana de domingo. Hablé poco. Mar y él conversaron bastante y hablaron de los pájaros que revoloteaban por el jardín. Le llevé a firmar mis libros de su poesía. Al final nos hicimos una foto, “cogiéndonos del brazo como los del veintisiete”, dijo él. Si no te gusta su poesía, lee su Aprendizaje de la decepción o su Diccionario de las artes y lee la voz “poesía”.

P.- Lo haré. Volvamos a la patología literaria leonesa. Citamos la colección Provincia, pero ahí esta esa tradición revistera: Espadaña, Claraboya, Cuadernos Leoneses de Poesía y un buen puñado de ellas más que han tomado el relevo.

R.- Tengo ejemplares de esas otras revistas de las que hablas. Dejé algunos para una exposición que se hizo en el MUSAC.

Esta es una ciudad como esas del Norte que dice Juaristi en sus versos: “burgo frío del norte en que demora su partida el invierno, plazas enjalbegadas por la nieve y un letargo levítico bajo el sol macilento. Viento estepario…”.  Somos diez veces menos que su Bilbao en todo, hasta en la carbonilla.

Pero se han venido haciendo cosas, las inquietudes provinciales se mueven. El año pasado vino a pasar unos días a la ciudad mi amigo Manolo “Cerebro” –él es de aquí, de un barrio, de Puente Castro, pero vive desde hace tiempo en Badajoz–; estuve con él en tres actos culturales a los que tenía que comparecer un poco obligado: en el café Ristán, en el que tocaba mi hija con sus amigos del jazz; en el Gran Café, donde se presentaba un fanzine en el que colaboraba con un cuento; en la presentación del libro de otro amigo… “Me quedan –le dije– ,que yo sepa, otros cuatro actos culturales de cierto interés, pero ya está bien: vamos a tomarnos unos vinos en El Cuervo”. Él lamentaba la muerte de Ángel Campos Pámpano, su amigo, poeta y traductor de Pessoa. “Cuando él vivía –decía– había muchos más actos culturales en Badajoz”.

P.- León, no sólo literariamente, se reclama la Provincia con mayúsculas. ¿A qué responde? ¿Hay algo en el inconsciente etimológico, de ser el lugar de los vencidos?

R.- Ay, yo no participo mucho de esas reivindicaciones localistas; ya te lo he adelantado. Aunque creo que te puedo señalar varios puntos en ese memorial de agravios, y defenderlos y justificarlos.

Sobre eso te contaré una anécdota que viene algo a cuento. Hace un par de años Nicolás Miñambres me invitó a participar en una mesa redonda sobre literatura de viajes. En ese acto, algunos me debieron de ver como un leonesista claudicante. ¿Y sabes por qué?. Pues porque lo organizaba una fundación pagada por la Junta de Castilla y León y, a decir de algunos, antileonesista. Yo me enteré el mismo día. A la salida había un grupo de gente con banderolas dando voces. Recuerdo algún cántico: “Escapa, ladrón, fuera de León”, refiriéndose a un escritor que no participaba en la mesa, pero que estaba entre el público. Y uno que tenía un gran vozarrón, pero era incapaz de hacer rimas, dijo varias veces: “Estómagos agradecidos”. Me dieron ganas de acercarme y decirles que no cobraba nada y que ni siquiera íbamos a tener la cena que nos habían prometido en su día.

Había estado el día anterior escribiéndome por internet con mi amigo Andy, que escribe para las Lonely Planet. Es australiano y estaba en Buenos Aires en ese momento. Le pedía que me contase algo del utillaje del escritor viajero y de sus métodos. Me hablaba de sus cuadernos de la marca “Quill-Fat Little Notebook”, de 400 páginas y tapas de plástico negro; de los mapas, hoteles y de su portátil; del hablar con la gente, que le parecía lo más importante –decía que en Argentina, si preguntaba a veinte personas tendría veinte respuestas distintas, pero ningún “no sé”–; de los taxistas y de las mejores sandalias o calzado según para qué zona… Acababa de llegar de otro viaje a la punta de Catamarca… Yo pensaba en él –puro cosmopolitismo– mientras afuera estaban aquellos –puro catetismo– gritando.

P.- Hay un cuento de Antonio Pereira, espléndido como casi todos los suyos, que se titula “Las ciudades de Poniente”, en el que marca un territorio donde la geografía de la fantasía es la que fija las fronteras; desde Grajal de Campos hasta las costas gallegas y portuguesas y desde las tierras de Salamanca hasta los acantilados asturianos. A algunos, más en estos tiempos de banderas excesivas, nos gustaría ser ciudadanos de la República de Poniente, donde se hablan y se escribe en cuatro lenguas (el castellano, el astur-leonés, el gallego y el portugués) y en el que hay diferentes comarcas literarias maravillosas: la Cabila del propio Pereira, la selva de Esmelle de Cunqueiro, la Vetusta de Clarín, el Pilares de Pérez de Ayala, la Tagen Ata de Méndez Ferrín, el Paniceiros de Xuan Bello, la Pesicia de González-Quevedo, la Poladura de Xandru Fernández o la Calle Feria de Tomás Sánchez Santiago, entre otros muchos territorios de la fabulación. ¿Pediría ese pasaporte?

R.- Entre unas preguntas y otras sobre este asunto, llevamos más de media hora. Da la impresión de que te obsesiona. O lo tienes muy trillado o estás haciendo una tesis.

P.- En ello andamos. Pero siga.

R.- No, no pediría ese pasaporte. Esas fronteras son, más o menos, las del Obispado de Astorga, que llegaba también a Portugal. Acabaremos vistiendo hábitos o apuntándonos a cualquier secta de escritores. Me sigue sonando esa reivindicación –aunque sean territorios de la imaginación– a banderas y fronteras.

Pereira siempre quiso salir de su pueblo, Villafranca. Tiene un cuento en el que quería ser el conductor del autobús que pasaba por allí; luego empezó a coger trenes de más largo recorrido para ver mundo y saber de las vidas imaginadas o reales de los otros pasajeros. Y acabó viajando por el mundo o escribiendo cuentos con exteriores localizados en Helsinki o Acapulco, o en Moscú, donde cuenta que tuvo una relación íntima con una rusa a la que no pudo olvidar. Era un tipo encantador. Te podía hablar de las hojas de los árboles de Papalaguinda o inventarse unos veraneos y una niñez regalada, rodeado de niñeras, en Estoril. Hablando de Astorga, yo tengo dedicado su libro Los brazos de la i griega. Era un día de otoño del 88. Yo acababa de comprar el libro y lo encontré paseando con un amigo en la plaza frente al edificio de Botines. Dijo que mucho más importante que él era su amigo y le pidió permiso para mencionarlo en la dedicatoria: se trataba de Germán Gullón, el profesor y crítico astorgano.

¿Y Cunqueiro? Parece no haber salido nunca de Mondoñedo, pero habla de la danzarina Tu-Lai y de sus movimientos supremamente elegantes porque tenía la “inclinación de la tercera caña de bambú”. Lo cuenta como si fuera su tío abuelo y viniera a visitarla a China. En uno de sus libros –no sé si en Viajes imaginados y reales o en Los otros caminos– tiene un capítulo entero dedicado a inventar países. Me agrada que menciones en esa relación a Xuan y a Tomás, buenos amigos míos y excelentes escritores.

P.- Mi obsesión sobre este asunto, llamémosle geografía de las fábulas, es sólo literaria. Pero le confieso, también, que la reacción de los españolazos ante el desquicio de los catalanazos o de cualquier otra perversión nacionalista, me deprime. Más cuando todo sirve para ocultar la regresión social, ética y democrática que soportamos la mayoría de los ciudadanos españoles. Tal vez la topografía literaria sea sólo un consuelo.

R.- A los insoportables españolazos, como los he venido soportando desde la más tierna infancia los puedo llevar, mal que bien, pero los puedo llevar. Me he acostumbrado a su paletismo. Pero, ¿ahora contra hay que luchar? Contra la ignorancia, me dijo un buen día mi amigo Benjamín Rivaya, asturiano y profesor de Filosofía del Derecho. Yo soy más crudo: hay que luchar contra el catetismo y contra los personajes que se dedican a esquilmar a sus conciudadanos. Soportar al españolazo capullo, como al catalanazo de turno, es parte de este empobrecimiento social y cultural que vivimos. Pero lo que más me molesta es la insolidaridad de todos estos tipos que levantan banderas para enmascarar la corrupción y su egoísmo enfermizo.

P.- ¿Qué hay de lo suyo con Gamoneda? Pocas veces le cita y cuando lo hace habla de “nuestro huraño Premio Cervantes”.

R.- ¿Dónde he escrito eso de “huraño”? No lo recuerdo. Puede que haga referencia a esa imagen suya, de gesto hosco. O es ya la expresión de resignación de la vejez, de la que también habla y escribe en sus últimos poemas. Pero es persona amable, que no sabe decir que no a nadie.

Es difícil citar a Gamoneda, salvo que lo hagas por su primer libro en prosa, sus  memorias –está acabando, por lo que sé, el segundo–, o por sus poemas más figurativos. Me gusta –y he regalado varios ejemplares de una edición inencontrable ya– León de la mirada, un libro del que él parece haber abjurado.

De su etapa posterior, ya te digo que es difícil citar. Sí hay versos en Lápidas: “el crepúsculo acude a las desiertas pupilas (sombra de las higueras, serenidad de la hierba, profundidad del aire atravesada por vencejos)”. Yo le llevaba a firmar sus libros cuando trabajaba para la Diputación y todavía tenía su despacho en la Institución Fray Bernardino de Sahagún. Después no sé qué ha pasado. Él llega a la librería de nuestro  amigo Paco, “Alejandría”,  cuando yo acabo de irme; o llego yo y él acaba de irse. Es un misterio. ¿Los dioses no quieren vernos juntos?

P.- Hablemos de su biblioteca. Todas tienen su historia. ¿Cuál es la de la suya?

R.- A los 17 años empecé a dejarme caer por el “barrio italiano”. Lo llamábamos así porque había dos bares, el Nápoles y el Venecia. Iba a la librería de mi amigo Johny, “Pisa”. Ahí empecé a comprar libros. Mi imagen de siempre es la de alguien con un libro bajo el brazo. Siempre he comprado más de lo que he podido leer, aunque mi intención es reformarme; me lo vengo proponiendo desde hace cuarenta años.

En aquella época había un florecimiento editorial, en cantidad y calidad. Compraba aquellas colecciones de la editorial Tusquets, Cuadernos marginales y Cuadernos ínfimos, y la serie de Lumen, Palabra menor. Y la teoría política, en los Cuadernos de Anagrama, y también las colecciones de poesía, El Bardo u Ocnos. Y eran importantes las revistas: Triunfo, El Viejo Topo, Cuadernos del Norte, Camp de l’Arpa. En Alianza conseguí a buen precio –me los proporcionaba un amigo que trabajaba en Editorial Everest– todo Borges, Kafka, Hermann Hesse, Pavese…

P.- ¿Cuál es la biblioteca ideal? Y no me salga con la de Alejandría ni la de Babel de Borges.

R.- ¿Una biblioteca? La mía. Está hecha a mi medida, llevo muchos años construyéndola. Y creo tener buen gusto en los materiales que elijo para esta otra casa de la vida, en la que te refugias, te cobijas de la intemperie y del tiempo que no cesa. En ella hay mucha poesía, libros de arte; pocos –salvo los de los amigos– de narradores actuales. Como escribió Borges, hablando de Dino Buzzati y los escritores contemporáneos, “son demasiados y el tiempo no ha revelado aún su antología”.

P.- Es un escritor de viernes por la tarde. ¿Tiene la misma disciplina, es lector de horas tasadas? ¿Es un picaflores?

R.- Vamos a ver. Lo de la escritura es rigurosamente cierto: tengo unas obligaciones que cumplir, un encargo; el viernes es el único día que me viene bien; escribo ese día y no todos –ya te dije que mi editora no está encima de mí, no es nada exigente–; a veces  escribo algún amanecer; con esa luz también acude la Musa. Habrá gente que escriba a mediodía, pero no puedo imaginar que lo haga si no es por obligación, es periodista, o   ese tiempo le viene bien para no hacer otros recados. Pero a esa hora, como decía un manual de fotografía: a las doce del mediodía, deje la cámara y váyase a tomar unas gambas. Pero siempre recuerdo la frase de Umbral en La noche que llegué al Café Gijón: “Nunca he creído en los escritores de domingo”.

Hay también una frase muy chula de Kafka-Piglia sobre las analogías entre guerra y literatura. Kafka descubre al general vacilante y perplejo en medio del combate en la batalla de Borodino “Todo el día estuvo en una hondonada caminando de un lado para otro y sólo dos veces subió a una colina”. Bueno, yo soy Napoleón: durante toda la semana no hago nada, pero los viernes al caer la tarde subo a la habitación de arriba, a la biblioteca, levanto la persiana, vienen la luz y los pájaros tardíos; escribo.

Leo un rato antes de la siesta y otro rato antes de dormir a la noche; eso, a diario. Y busco huecos en otros momentos. Unos días tengo suerte, otros no. Y puede que sea un “picaflores” en otros asuntos (aunque no sé bien qué quieres decir con eso). Me explico: cuando me pongo a escribir una entrada del diario, por ejemplo, sobre un viaje que hice a Lisboa con mi mujer y unos amigos, “picaré” en Pessoa, en los textos del catálogo de pinturas de mi amigo Miguel Galano –cuya exposición íbamos a ver– y en las notas y etiquetas y posavasos y facturas de los restaurantes, que están en el cuaderno de viaje que acostumbramos a hacer.

Leo con lápiz. Nunca leo en cafeterías. El mejor lugar para leer es mi biblioteca: una frase te lleva a otra, un poema a otro, tienes una duda y vas al Larousse. Pero creo que siempre disfruto. Umbral habló de la “casta lujuria de leer”. Leo menos de lo que quisiera, leo siempre, no leo más en verano.

P.- He visto en fotografías de su biblioteca que se amontonan libros y cuadros. ¿Cómo lleva su familia tener un Diógenes en casa?

R.- Tampoco es para tanto. Y no les queda otro remedio. Muchas de esas cosas están conmigo desde siempre, antes de que llegase mi familia. Muchas de ellas están ya raídas, pálidas por el polvo, desportilladas, con puntos de óxido en sus entrañas, inocentes, tristes… Han cuidado siempre de mí, ahora empiezo yo a cuidar de las más viejas y solitarias.

P.- Poesía, ensayo, aforismos… pero le veo reticente a la novela. ¿Hay mucha narrativa de saldo? ¿Ha expulsado de su biblioteca la novela?

R.- Poesía, toda. Aforismos no hay. Novela, la justa. Siempre tengo a mano la frase de Pla: después de los 35 años, leer novela es un síntoma de primitivismo muy acentuado.

P.- La pintura, el dibujo sencillo, es otra de sus tareas. ¿Ese trazo a lápiz está sólo reservado para ilustrar sus libros?

R.- ¡Huy, esto sería interminable, como cualquier pasión! Es un fuego que no he conseguido apagar desde la adolescencia. No lo practico demasiado, porque soy consciente de mis limitaciones, pero me gustaría ser un genio. Por cierto, Dore Ashton, que ha muerto hace unas semanas, decía que solo Picasso merece el calificativo de genio. Esta autora tiene un libro precioso, Una fábula del arte moderno. En uno de sus capítulos, Rilke contempla en casa de unos amigos, en 1915, el cuadro Los saltimbanquis, de Picasso. De ahí saldrá la Quinta Elegía.

Por cierto, esa expresión “dibujo sencillo” me gusta poco.

P.- No se ofenda. Hablo de la ‘línea clara’ de la escuela franco-belga o de los dibujos limpios de Ramón Gaya.

R.- Sigamos. Yo ilustro cada entrada del diario para su publicación digital con un dibujo. Unos son más acabados, aunque no paso nunca de la primera versión. Otros están hechos cinco minutos antes de enviarlos con el texto. Pero “sencillos” hay pocos o ninguno.

Para un diario en el que resumía una conferencia que dicté sobre los males de la humanidad por el abandono de las Humanidades, aproveché un dibujo que recordé que estaba en un libro de poemas de Mark Strand. Era un globo terráqueo “triste”, girando en su órbita, hecho en dos minutos. Pero fue un hallazgo; es una de las ilustraciones de las que más orgulloso me siento. Tanto, que en aquella conferencia que duró hora y media, fue la única imagen que estuvo en pantalla, cuando resulta que el público esperaba que proyectase un “power point” o algo similar.

Mi vida ha girado siempre al lado de la belleza, de la pintura, de una canción, de un poema, de un perfil de mujer… No soy nada original en eso, soy como todo el mundo. Cuando he querido fijar algo en un texto, en un dibujo, nunca me he sentido demasiado satisfecho. Hace poco lamentaba en un diario la pérdida de unos cuadernos de dibujo de mi juventud; ahora pienso que no se ha perdido nada. Lo mío no tiene nada de sublime.

P.- Su admiración por ciertos artistas plásticos es conocida. Ha citado en varias ocasiones a Carl Gustav Carus, y le supongo entre los admiradores de Friedrich o Turner, entre otros. Pero también de contemporáneos, como el gran Miguel Galano. Por cierto, el mundo de Galano es muy de esa República de Poniente de la que hablamos.

R.- Recuerdo haber citado a Carl Gustav Carus porque había leído un par de libros suyos. Es esa literatura romántica del entusiasmo y del aprecio tan extendido por la pintura de paisaje del XVIII. Uno de ellos –ahora no recuerdo el título, ese en el que viene el viaje a la isla de Rügen– lo leí a la vez que a Tranströmer. Me parecía que los poemas “costeros” o “acuáticos” o sobre el deshielo ilustraban bien esos textos de dos siglos antes. Por ejemplo: “Tormenta nórdica. Es el tiempo en que / los racimos de serbas maduran. Despierto en la oscuridad, / oigo a las constelaciones piafar en sus establos, / en las alturas, sobre los árboles”. Son los últimos versos de Archipiélago otoñal, subtitulado “Tormenta”. Por supuesto: yo hice en esa página del libro un dibujo a lápiz, un árbol en un acantilado y , al fondo, el mar que empieza a embravecerse. Tú dirías que eso es un “dibujo sencillo”.

Carus, Friedrich y Turner me gustan más bien poco. Está mejor Galano. Galano pinta bien las brétemas cunquerianas; también pinta bien la nieve, como los románticos. Yo le escribí el texto para un catálogo de una exposición suya en la galería gijonesa Cornión -me quedó bastante guapo- y me regaló un cuadrito de una tormenta de nieve. En aquella exposición había un cuadro precioso, de formato ovoidal, que compraron unos amigos, “Nieve en Penouta”.

P.- ¿Cuándo veremos una exposición de sus dibujos?

R.- Ya hice una, hace tres años, en las navidades. Los dibujos que están en el libro Ciudad de sombra y algún otro, los enmarqué y los colgué en el bar de Chisco, el Santomartino, en la plaza de ese mismo nombre, en la trasera de la basílica de San Isidoro. El cartel era el mismo que habíamos hecho para el libro, pero anunciando la exposición. Se vendieron todos –puse precios asequibles–. Y el importe lo destiné a comprar material escolar para centros de protección de menores. Allá fui yo como un rey mago con unos sacos llenos de lápices, libros, folios, pinturas, escuadras y cartabones.

Una amiga, Ruth Miguel, compró uno, unas calaveras chiquitas; me di cuenta luego de que era una fotocopia; ya sabes, un dibujo de urgencia para una entrada del diario que se ve que fotocopié de un libro y lo amplié. Me disculpé con Ruth y le hice otro, original y más historiado. Yo me quedé con tres: un autorretrato, de torso desnudo y afeitándome en la ducha, y otros dos que había sacado de un álbum de hacía veinte años.

P.- ¿Y poemas? Y no me valen esas plaquettes que regala a los amigos.

R.- Escribí los habituales poemas, bajo la fiebre creadora del paso de la adolescencia a la juventud, hace cuarenta años. No hace mucho, los encontré. Incluso he publicado uno en el diario. Lo consulté con mi amigo Manilla; me dijo que estaban bien, que “había poeta”. Hice como que me lo creía y ahí lo dejé, puesto en el diario, mutilando el último verso.

La poesía es una cosa demasiado seria para dejarla en manos de cualquiera. Ahí sí que se siente la “ansiedad de la influencia” de que habla Harold Bloom. Steiner tiene también hermosas y oscuras palabras sobre la intuición poética en un texto sobre Hölderlin. Y Gaya habló del “runruneo metafísico”. A mí me gusta lo que dice Álvaro García en un prólogo a Auden: “limpieza de mirada y conciencia del oficio”. Saber ver lo que importa y hacérnoslo memorable.

La poesía es algo perfectamente serio. Y hay, mariposeando alrededor de ella, mucho cantamañanas. El último premio Adonais es Alba Flores, una profesora de un instituto de Bembibre que tiene 25 años. Decía en el periódico que ella no leía mucho a esos poetas que ahora venden muchos ejemplares, refiriéndose a los escritores ñoños de “youtube”. Aplaudí al leerlo.

P.- Y después, la música. Sé que tuvo o tiene mucho que ver con las jornadas de órgano de la Catedral de León, sus hijos son músicos y hace ascos a pocas cosas. Incluso se lanza a pinchar discos en noches de juerga para los amigos.

R.- No sé si ponerme más serio con la música que con la poesía. Decía Lévi-Strauss que la invención de la melodía es el supremo misterio del hombre, aunque a mí me gusta más citar a Nietszche cuando dice aquello de que la música es lo único que nos acerca a la trascendencia.

Y alrededor de la música también hay mucho cantamañanas. Hace poco compré el primer libro de J. Rodhes, para una amiga porque estaba empeñada en ello, y me quedé –porque sé que no le gustan– con el fajín publicitario. En él, varios literatos de este momento y algún actor saludaban enfervorizados ese libro y a ese autor. Un tipo que vende humo y una biografía de víctima, y que en una entrevista dice que es ridículo que la música clásica se tome demasiado en serio.

El Festival de Órgano es un lujo, va por 34 ediciones. Sale adelante gracias a Samuel, Fernando y Marta, tres entusiastas. Como el Purple, el Leteo o el Magistral de Ajedrez, son acontecimientos que ponen a León en la órbita cultural internacional. Pero están muy desatendidos por los responsables políticos o las instituciones. Cada ciudad de cien mil habitantes tendría que tener por ley cien enfermeros para el cuerpo y una orquesta de cien músicos para el alma. Pero no es así. En eso me da mucha envidia tu ciudad, Oviedo, que mantiene dos orquestas estables. No quiero seguir hablando de esto, me pongo de muy mal humor, se me sube la bilirrubina.

P.- ¿Hay algo de la vida que no le interese?

R.- Ya sabes, “el arte es largo y la vida, breve”.

Me gustaría acabar esta entrevista –estoy agotado– y responderte copiando la oda de Horacio, tantas veces citada incompleta, en esta traducción que a mí me gusta.

 

No te preguntes, Leucónoe,

            -¿cómo saberlo?- el fin

            que los dioses nos tienen reservado

            ni consultes los augurios

            Mejor será aceptar lo que llegue,

            ya nos conceda Júpiter muchos inviernos

            o este, que al Tirreno maravillosa

            bate contra las pertinaces rocas,

            sea el último.

            Compréndelo, bebe el vino y refrena

            tus esperanzas a unos breves pasos.

            Mientras hablamos, el tiempo huye

            cruel. Aprovecha el instante

            y no confíes en el que haya de venir.


 

 

 

 

 

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

3 comments on “Entrevista a Avelino Fierro

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