Cuaderno de espiral

Las mascotas

Pablo Luque Pinilla escribe sobre lo que está pasando con nuestras mascotas a modo de reflejo de cómo nos han ido las cosas.

/ Cuaderno de espiral / Pablo Luque Pinilla /

En abril de este año hice un viaje. Fue una invitación en forma de regalo, un desafío familiar y dos celebraciones. Mi cumpleaños y mi matrimonio, que también ha cumplido —y se ha venido cumpliendo— muchos años. El lugar elegido fue el hemisferio sur, donde acudí como a una mesa. Para sentarme en ella y disfrutar de la compañía de mis parientes chilenos. También para conocer un poco su tierra. A la altura del Trópico de Capricornio visitamos la zona de San Pedro de Atacama, el desierto, el altiplano andino y todo eso. Un poco más abajo, en el punto de inflexión de la zona verde del país, Santiago de Chile, donde viven mi tío, mis primas y sus familias. Un banquete meridional del que guardo un gran recuerdo. Uno de ellos en relación con el mercado de Los Dominicos, en Las Condes, una de las comunas más extensas de la capital chilena. Allí fuimos durante un día espléndido para hacer algunas compras, toda vez que no nos recomendaron, por insegura, la galería de productos artesanos a los pies de Santa Lucía, en el centro de la ciudad, como antaño hacían los viajeros avisados. Tras nuestras compras, después de recorrer multitud de tiendas buscando prendas, artesanías locales, minerales o recuerdos me distraje del grupo para demorarme en una pajarería que habíamos localizado al llegar. Mi primera impresión fue el olor a yacija y alpiste, a heces frescas y a pipas de girasol, y el estruendo de las aves en sus jaulas. Entre psitácidas y paseriformes —lo habitual en estos establecimientos—, el conjunto formaba una hermosa coreografía fragorosa, colorida y dispar que produjo en mí un efecto embriagador, casi hipnótico. Una sensación que me trasladó de inmediato a mi infancia, traspasada por mañanas de rastro y pajarerías de barrio, donde aprendí a conocer y amar a estos animales.

Mientras tanto, en España las tiendas de mascotas se preparan para aplicar la nueva Ley de Protección y Bienestar Animal. Entrará en vigor casi seguro a finales de 2022 y prohibirá la venta de especies domésticas en sus instalaciones, excepto los peces, que parecen librarse. Solo los criadores autorizados podrán hacerlo. La idea es evitar la adquisición compulsiva de cachorros, conejitos, pájaros, etcétera, para que, fruto de nuestra insensibilidad, no cundan los abandonos estivales, las plagas de especies no endémicas, y el carrusel de insensateces tan habituales como descerebradas. Reconozco que, si nunca acabó de gustarme ver perros, gatos, canarios, diamantes, ninfas o agapornis tras el cristal de determinados establecimientos en un entorno con ventilación artificial, ciclos de fotoperiodo interminables —propios de nuestros centros comerciales—, y sus ojos labrados por la impotencia, no tuve esa sensación, por lo general, en las antiguas pajarerías a pie de calle de mi niñez, con horarios comerciales que respetaban a las mascotas, jaulas sin cristales por las que el aire entraba y salía, y un ambiente de calma que no excitaba las compras irresponsables.

Contemplo los animales de mi pajarería transoceánica y todas estas cuestiones parecen brotar de golpe, poniendo a centrifugar mis entendimientos. Se disparan en mí, de esta manera, multitud de interrogantes cuya onda expansiva me trae hasta este artículo. Reparo en que si, según Aristóteles, al hombre le corresponde un alma racional por fundamento, al animal lo entendemos, mayormente, como portador de alma sensitiva, siguiendo en esto la denominación del macedonio. Sin suponer una apreciación sin fisuras —¿acaso alguna observación filosófica lo es?— me parece explicar bien al patrón que rige las relaciones hombre-animal doméstico tradicionales, en las que estos servían a nuestras necesidades de compañía y seguridad, control de especies nocivas en el hogar, y deleite de nuestra vista y oído. Aquellos perros en patios y jardines, gatos en casas de una planta y pájaros junto a macetas propiciaban una vinculación natural y armónica —sostenible, para los que ya no nos sigan— entre el animal y el humano. Sin embargo, de este paradigma ya apenas queda nada. La posmodernidad que nos ha visto crecer ha consagrado una ausencia casi total de jerarquías. Entre otras muchas cosas, ha transformado el papel reservado al hombre en relación con su entorno y con las demás especies. Lo que evidencia una aguda contradicción, porque cualquiera que haya bregado con mascotas sabe hasta qué punto es importante educarlas y lo nefasto que resulta tratarlas como a iguales. Resumiendo mucho, la cuestión ha de entenderse partiendo de la crisis de identidad posmoderna y en cómo esta ha reducido la conciencia a lenguaje. Y la persona a mero relato, en el que lo corporal como signo sustituye a la maltrecha carne conviviente con el alma, el espíritu o como cada cual tenga a bien llamarlo, engendrando la sociedad del simulacro de la que tanto hablara Baudrillard y que la virtualización encarna. Así, el hipertexto ha reemplazado a lo identitario, toda hora que la realidad resulta inaccesible, tal y como dijera Lacan, y vivimos la era de la interconexión rizomática —hipertextual—, donde la persona se descentraliza y diluye. De esta solo queda, por tanto, un cuerpo que satisfacer, como quería Nietzshe, y cuanto más icónico mejor. Se desposee así al individuo de cualquier aspiración de sentido personal y comunitario, lo que engendra seres humanos ateridos y angustiados. Esto conlleva una profunda mutilación afectiva, que también se revela en la relación que establecemos con nuestras mascotas. Para comprobarlo es tan sencillo como mirar el espacio exponencialmente creciente en los últimos años que en las grandes tiendas de animales y superficies se dedica a perros, gatos, conejos y cobayas en detrimento de las aves, por ejemplo, por cuanto todos estos mamíferos interactúan mucho más con el humano.  Y entre los pájaros, el destinado a las psitácidas –loros y similares—, especies cuyo éxito se basa en su curiosidad y deseo de relacionarse con el hombre, en perjuicio del dedicado a los fringílidos –los canarios y afines—, animales mucho más huidizos y cuyo valor habrá de buscarse en sus capacidades para hermosear el entorno a través de su canto, color y gracilidad.

Los tres o cuatro lectores que aún me siguen sabrán cuánto rehúyo los argumentos reaccionarios que en una lectura simplista de aquí pudieran deducirse. Estos argumentos —lo tengo dicho en algún sitio— no dejan de parecerme burdos tics posmodernos. Pues, defenestrada la razón —cuyo horizonte haríamos bien en recuperar más allá de las exiguas visiones racionalistas emergidas del premodernismo—, cualquier forma de pensamiento puede desecharse sin necesidad del trabajoso esfuerzo de revisarlo según todos los aspectos en litigio, ya que en la posmodernidad no existen unos motivos mejores que otros, sino que todos los puntos de vista gozan de la misma consideración. Se trata no solo de una mera advertencia filosófica —cualquiera con unos mínimos conocimientos comprobará cómo estas apreciaciones y referencias al pensamiento posmoderno son las de muchas clases o conferencias sobre el asunto—, sino también empíricas. Veinticinco años después de no tener pájaros, las Navidades pasadas me regalaron un canario. La búsqueda de lo necesario para su mantenimiento, unido a mi fervor por la nueva criatura que me acompañaría, me llevaron a hacer un periplo tan encendido como innecesario por los establecimientos de mascotas, donde fui comprobando abrumado todo lo que aquí se narra.

Mucho se ha analizado ya sobre qué es lo que está teniendo lugar después de la posmodernidad, cuya defunción parece certificada desde hace algún tiempo. En general, se acepta que la búsqueda del sentido y la identidad vuelven a cobrar relevancia. Y en que deseamos reescribir un nuevo desenlace para el ocaso del modernismo, fallecido con dos guerras de dimensiones planetarias y el fracaso rotundo de las ideologías autoritarias durante el siglo pasado. Sea como fuere, cualquier intento de reescritura nacería periclitado si este nuevo puente entre el modernismo y nuestra era tratara de hacerse desde los presupuestos más rancios del primero. A saber: la hegemonía a ultranza de lo subjetivo; la obstinación en el yo autorreferencial; la novedad por la novedad como argumento per se, que entroniza infantilmente lo nuevo y lo joven; el elitismo discriminador; el desprecio por la razón, que bien haríamos en entenderla —ya lo hemos dicho— desde una categoría mucho más completa que la formulada en el racionalismo ilustrado; y tantas otras cosas que de nuevo encontraremos recogidas por los tratadistas.

Si de algo me alegro de mi encuentro con aquellos animales chilenos es de que me impulsaran a reflexionar sobre asuntos tan mollares. Y de que despertaran en mí la ilusión porque pasen otros veinticinco años para que, rodeado de algunos pájaros —uno tiene a veces esos sueños de jubilación—, yo pueda contarles qué está pasando con nuestras mascotas a modo de reflejo de cómo nos han ido las cosas. 


Pablo Luque Pinilla (Madrid, 1971) es autor de los poemarios Greenwich (44º Premio Ciudad de Irun de Poesía, Algaida, 2021), Cero (con ilustraciones de Fromthetree, Renacimiento, 2014), SFO (con fotografías de José Luis R. Torrego, Renacimiento, 2013) y Los ojos de tu nombre (Huerga & Fierro, 2004), así como de la antología Avanti: poetas españoles de entresiglos XX-XXI (Olifante, 2009). En Estados Unidos publicó la versión bilingüe inglés-español de SFO (trad. Korbin Jones, Tolsun Books, 2019). Fue el creador y director de la revista de poesía Ibi Oculus (2008-2018, Ed. Encuentro) y junto a otros escritores fundó y dirigió la tertulia Esmirna (2007-2012).  Ha publicado poemas, críticas, prólogos, estudios, artículos y entrevistas en diversos medios españoles y ediciones bilingües italianas, y participa de la poesía a través de encuentros y recitales, entre ellos el ciclo El Latido que celebrara el Instituto Cervantes de Roma.

5 comments on “Las mascotas

  1. Francisco

    En tan preciso y precioso escrito encuentro la falta de algún comentario que lo redondee, haciéndolo quizá una especie de guía para «modelnos» hiperadaptados. En primer lugar la glosa sobre el deletéreo efecto de la moda sobre una mayoría huérfana de la razón en su penoso discurrir por la existencia, obediente a las tendencias, que justifican compras y abandonos así explicables. En segundo lugar la inevitable y generalizada percepción de lo propiamente humano, el sentimiento entrelazado con la razón, impuesto y dócilemente aceptado a través de un engendro presuntamente educacional y machaconamente mediático, que ha desarrollado un afecto artificioso hacia las mascotas, que yo siempre he considerado como amigas y acompañantes en el plano de la existencia y la convivencia, no de la esencia. Gracias por su bellamente enristrada reflexión.

  2. Otro acierto más de tu escritura, Pablo. El tema da para mucho, pero no siempre desde la sensibilidad, como es el caso de tu reflexión. Para mí, por razones de la vida que no vienen al caso, mis (nuestros) animales son parte ya de la familia. Y es que la familia moderna ha crecido mucho, y también por esa parte. Un abrazo.

    • ´Sí, te entiendo perfectamente. Cuando era pequeño crecí rodeado de bichos, tanto en mis veranos en el campo como en la casa familiar. Si se acierta a tratarles de forma adecuada, pasan a ser algo importante de la vida y las familias.

  3. Pingback: Las mascotas — El Cuaderno – Jessica Corona

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