/ un dietario de César Iglesias /
Imagen de portada: Playa de Llumeres, de Federico Granell (Colección particular)
Aviso
Escribir sobre lo único que me interesa: lecturas, ideas, artes, músicas, pantallas, gentes… Una forma de alejarme del ruido y de las desolaciones de los días. También una manera de rendir cuentas a mí mismo de las tareas propias y ajenas, de los días realmente vividos, y así intentar huir de la indigencia existencial. He decidido ordenar y seleccionar estos apuntes, hasta ahora recluidos en cuadernos y en los márgenes de libros, y disponerlos bajo el techo del sustantivo asturiano Contracai. En mi lengua materna da nombre al muelle de tierra que ya está en desuso, pero también al paredón de retención que sirve de resguardo a las calles más próximas a los puertos ante los envites de la mar. Una esquina de mi Xixón lleva este nombre: allí siempre huele a salmuera y en los días turbios se siente bajo los pies cómo la vagamar roe las entrañas oscuras de la ciudad. Esta Contracai se quiere como lugar de refugio compartido frente a las inclemencias y las laceraciones, un espacio de registros de todo aquello que aspira a rastrear las manifestaciones de la decencia y la belleza.

10-06-22
Mi primera anotación es una fecha. La del cumpleaños de mis hijas. Ana lo celebra con nosotros, tras viajar desde su Dublín laboral y emocional. Marta hace ya más de dos décadas que no nos acompaña físicamente, pero siempre está presente en el corazón de la memoria y en esa eternización de la vida que son las imágenes retenidas en un papel o en una cinta de vídeo. Tenía cuatro años y casi seis meses cuando un hematoma subdural se la llevó. Siempre me hago esa pregunta: ¿adónde se fue? ¿dónde está? En mi fe encuentro explicaciones, pese a todo el interrogante persiste. Y golpea donde más duele. Sus cenizas se encontraron con la mar de Llanes en un mediodía de diciembre, en la playa de Barru, lugar donde hasta entonces conocimos ciertas formas de felicidad cotidiana, tal vez la única posible. Durante un tiempo fue impensable regresar a ese lugar, solo escapadas esporádicas para pisar la arena que abraza sus restos y recordar sus rizos rubios y la amplitud de su sonrisa. Príamo se convirtió en una presencia constante en mi vida. El rey troyano que clamó a Aquiles por un entierro digno para su hijo Héctor materializa la metáfora del dolor paternal, también la dignidad ante el tamaño de la pérdida que impugna la razón biológica. Las mujeres tienen a María de Nazaret, la madre de Jesús, la Dolorosa asaetada por los puñales del martirio. Ellas, como María, arrastran un sufrimiento eterno e interno, uterinamente desgarrador, víctimas de la tortura más cruel por la desaparición de la carne de tu carne. El abrazo de Atenas y Jerusalén no ha sido capaz de explicar esa orfandad inversa, ni dar nombre a esa herida que no sangra, que eterniza el sufrimiento. La cicatriz es imposible cuando las palabras se ausentan.

Boris Pahor, en el amor y en la muerte
Fallece Boris Pahor (1913-2022) y vuelvo a sus páginas del dolor. Anota en Necrópolis (Anagrama, 2010): «Sobre la muerte, como también sobre el amor, uno puede hablar sólo consigo mismo y con la persona amada con la que se ha fundido. Ni la muerte ni el amor soportan testigos». Pahor se ha ido en mayo y dedicó sus casi 109 años a prestar testimonio de un siglo excesivamente largo en su crueldad. Esloveno de Trieste, pasó su centenaria vida soportando la Bora, ese viento de furia norteña que conforma el carácter de la ciudad adriática. De ahí su resistencia de junco ante los malos vientos del fascismo, el nazismo y el estalinismo. Fue un niño de la Gran Guerra, testigo y víctima de la rabia de las ideologías del mal: sufrió persecución por ser miembro de la minoría eslovena y abrazar la dignidad de la militancia democrática. Fue uno de los millones de homo sacer (el ser humano excluido y, por tanto, objeto del crimen sin sanción, como apuntó Giorgio Agamben) que padeció la tortura y la muerte industrializada de un siglo, el Novecento, que en su condición extrema de maldad se extiende por este XXI. De ello dejó testimonio con su escritura de fortaleza humana, que le llevó a advertir que el terror no anida sólo en las doctrinas de Luzbel, también reside en la complicidad de los sumisos, de los indolentes, de los ajenos a la compasión. Culpable de sobrevivir, del que ha regresado del infierno concentracionario, Nahor no cedió al desfallecimiento y quiso perpetuar con su biografía y sus palabras el deber de memoria. Otros lo hicieron también, pero se les hizo insoportable la condición de supervivientes: Primo Levi, Jean Améry, Paul Celan… y tantos otros que buscaron alivio en la muerte voluntaria. La energía biológica de Boris Pahor atesora una metáfora: la necesidad de que algunos depositarios de la fortaleza de Job permanezcan en su puesto el mayor tiempo posible para alimentar las ascuas de la resistencia moral y cívica, para dar fe del amor y de la muerte.

Gabriel Ferrater, más allá del mito
Gabriel Ferrater (1922-1972) fue un desastre. Neurótico, alcohólico, mujeriego, endeudado, un tipo que vivió siempre a salto de mata: acabó la carrera de filología cumplidos los cuarenta y seis años y nunca tuvo trabajo estable. Para nada el yerno deseado. Pero fue también un esmerado matemático, un metódico gramático, un venerado profesor de cafetería, un sabio crítico de arte y literatura, un lector voraz y políglota y, sobre todo, el gran poeta que se empeñó en airear las culturas hispánicas de la última mitad del siglo XX y que, con solo tres libros, revolucionó la poesía en catalán y, en sintonía con su camarada Jaime Gil de Biedma, la de las otras lenguas hispánicas.
De ahí al mito sólo hay un paso. Ferrater es algo más que un personaje. Así lo abordó Justo Navarro en su librito F. (Anagrama, 2003), atrapado por su escritura y sabiduría, pero también por una vida que concluyó por decisión propia veintitrés días antes de cumplir los 50 años, como el mismo poeta de Reus había anunciado con una década de antelación. Pero es el filólogo, ensayista y columnista Jordi Amat (Barcelona, 1978) quien ha logrado, con este Vencer al miedo (Tusquets, 2022) que tengo en mis manos, oxigenar de mitologías a una figura que hizo de la blasfemia intelectual su herramienta para poner en hora a la cultura catalana y española con la Europa civilizada de la postguerra. Amat nos ha entregado un relato de no ficción fiel a sus empresas de ensayista, acreditado en obras como Las voces del diálogo: poesía y política en el medio siglo (2007), La primavera de Múnich: esperanza y fracaso de una transición democrática (2016) o el singular El hijo del chófer (2020), el retrato del pujolismo y la corrupción en Cataluña de la mano de un tipo tan siniestro como el periodista y abogado Alfons Quintà.
Es conocida la atracción de Amat por los españoles que alternaron la militancia democrática, el activismo cultural y la creación intelectual. «Nuestros padres fundadores», como le gusta decir al propio autor para referirse a una generación —algunos jóvenes belicosos, muchos niños de la guerra— que se les hizo insoportable el hedor y el terror del franquismo y decidieron hacer lo posible por cambiarlo. Ferrater fue uno de los más aventajados, más intelectual que político, y con una biografía de leyenda. Pese a ser consciente de que el personaje «se te resbala de las manos», Jordi Amat es responsable de un trabajo ejemplar y documentado, escrito con precisión de cirujano, sin renunciar al latido del buen narrador. Las primeras cien páginas son de referencia para cualquiera que quiera acometer una biografía y ese retrato de una familia y de una sociedad adquiere un valor que por sí solo justifica el libro.
El miedo y la incertidumbre de la guerra civil pronto encontró aposento en la casa de los Ferraté (Gabriel añadiría una r final a su apellido). Era una de las familias de burguesía liberal, catalanista y modernizadora de la entonces pujante Reus que sufrió las consecuencias del golpe anticonstitucional de Franco, los cambios de ciclo económico y las erróneas decisiones empresariales del patriarca. La decadencia se consumó cuando Ricard Ferraté suscribió una póliza de seguros que cubría el suicidio y meses después puso fin a su vida con la esperanza de dejar bien situados a viuda y tres hijos. A partir de ahí, a lo único que los Ferraté dejaron de temer fue a la muerte. No sólo el poeta abandonó este mundo por mano propia y con anuncio previo: también lo hizo su madre y su hermano Joan, profesor y poeta también, merecedor de otra biografía, que resumió con una de sus frases a esta familia de tragedia: «Vencer el miedo sería lo mismo que suicidarse».
La fascinación siempre fue del brazo de aquel Ferrater delgado, pelo tempranamente canoso, gafas oscuras y de genética elegancia: una mixtura entre la distinción de Cary Grant y el canallismo de Jean Paul Belmondo. A su atractivo físico se sumó una mente privilegiada no solo para las letras, también para la lingüística y las matemáticas, con don de lenguas, voracidad lectora y una capacidad de trabajo insólita para alguien con una vida laboral en el alambre pese a las ofertas de editoriales, universidades y organismos internacionales. El otro rostro, o tal vez el mismo, el del hombre atormentado, obsesionado por las mujeres jóvenes (tres serían esenciales en su vida: Helena Valentí, Jim Jarrell y Marta Pessarrodona) y acorralado por la neurosis y el alcohol.
Amat pone en su sitio a los adictos al malditismo de leyenda, para quien Ferrater es uno de sus héroes. Pese al lado salvaje que frecuentó el de Reus («ni cuando parece que podría dar estabilidad a su vida, Ferrater tiene paz de espíritu», escribe), su protagonismo es el del gran poeta que contribuyó con otros autores a fracturar la tradición líríca catalana y española con tres libros escritos en su lengua natal y reunidos en abril de 1979 para su versión en castellano con el título Mujeres y días (Seix Barral), desde 2018 disponible en Austral en las ejemplares traducciones de tres gigantes: José Agustín Goytisolo, José María Valverde y Pere Gimferrer. El Nobel irlandés Seamus Heaney también cayó capturado por aquellos versos de amor y desdicha y así lo reflejó en el prólogo de Women and days (2004).
La lectura de aquel tomo con casi todos los poemas de Ferrater causó una conmoción a los adolescentes letraheridos de la Transición similar a la que provocó Gil de Biedma con Las personas del verbo (Seix Barral, 1975, 1982). A ambos autores, también al asturiano Ángel González, se les debe la paternidad de una de las tradiciones más feraces y excesivamente epigonal de la poesía de las lenguas peninsulares de los últimos cuarenta años, la bien catalogada como figurativa (José Luis García Martín) o la erróneamente denominada de la experiencia. «Dejemos ahora a ellos que hablen,/ a los vástagos de lo que entonces nos dijimos./ Tus poemas y los míos como una antigua broma nuestra», son versos de Gil de Biedma dedicados a su colega de Reus y con dardos para su descendencia literaria.
Ese mismo seísmo lo había provocado Ferrater décadas antes. No solo con la publicación de su primer poemario, Da nuces pueris (1960), que puso contra las cuerdas a los patriarcas de les lletres, titanes del XX como Joan Maragall, Carles Riba, Salvador Espriu, Josep Carner, J. M. Foix, Joan Oliver o Joan Vinyoli; también con el misil que lanzó en noviembre de 1953 desde la canónica revista Ínsula, un tótem de la literatura española. Con su artículo «Madame se meurt…» clavó un puñal en el corazón de la intelectualidad patria al afirmar que el empeño desde la Generación del 98 hasta las de la posguerra de homologar las literaturas españolas con las de Europa había fracasado. El otro estaba reservado para los de casa, cuando apuntó que la cultura catalana agonizaba y no por la represión franquista, sino por la hegemonía de la lírica que arrinconaba otras expresiones literarias. Amat da cuenta de cuál fue la artillería de réplica a Ferrater. «Un terrorista intelectual», espetó Espriu.
Más allá de las provocaciones, tan del gusto de Ferrater, el comando que formó con Gil de Biedma sirvió para orear la poesía estabulada en la retórica y la artificiosidad de las tertulias de café con leche. No fue necesario recurrir a los malabarismos de las vanguardias, sino adentrarse por las sendas del realismo lírico, donde la cotidianeidad y el coloquialismo acompañan la reflexión moral, en sintonía con la contemporaneidad de otras culturas vecinas. Venerar a Ausiàs March no implicaba ser ajeno a Hardy, Frost, Auden, Pavese o Larkin. El premio Cervantes Joan Margarit proclamó su fe ferrateriana: el poeta de Reus fue la «cabeza de puente desde la cual la poesía catalana entrará, plenamente normalizada, en el último tercio del siglo XX». Palabras que es obligado extender a las escrituras poéticas en todas las lenguas hispánicas.
Su sabiduría no solo quedó en sus libros: también hubo reseñas de arte, restos de un dietario quemado, traducciones, notas para ediciones y, sobre todo, clases magistrales, alguna en la Universidad, la mayoría en bares con un gin-tonic en la mano hasta altas horas de la madrugada. De todo ello poco queda, aunque la secta ferrateriana persiste en su empeño para recuperar el legado oral de una de las mentes más inteligentes de las letras españolas. Jordi Amat ha vencido el miedo a la leyenda y ha logrado con su retrato acercarnos a un Ferrater entero, como dijo Margarit en tres versos: «al joven viejo sustituido por el mito/ hecho con alguna verdad/ y la ceniza de tantas elegías».
Wilco: «Amo mi país, estúpido y cruel»
Un verso puede contener todo un mundo. Y uno de ellos está en Cruel Country (dBpm/Anti, 2022), el nuevo álbum de Wilco, los seis de Chicago que han dado cierto sentido al rock contemporáneo y se han convertido para quien esto firma en el fenómeno más importante e influyente de las últimas tres décadas de la llamada música moderna. Desde sus inicios en el folk independiente, la banda liderada por Jeff Tweddy (Belleville [Illinois], 1967) ha logrado que el concepto de canción pop siga teniendo un lugar en el ámbito de la creación artística con los mismos paradigmas que lo hicieron Bob Dylan, The Beatles o The Byrds. No es casualidad que surjan estos tres nombres: la banda estadounidense ha logrado que el legado de los pioneros perviva entre los dominios de la vacuidad con tres apuestas: defender la melodía, blindar la conmoción de la poesía y arriesgar en la experimentación. Esa fidelidad ha tenido resultados: doce discos de estudio ejemplares y conciertos donde la verdad creativa se ofrece sin máscaras.
Hace veinte años Yankee Hotel Foxtrot se convirtió en la crónica musical del estadounidense conmocionado por los atentados del 11-S y en un álbum donde Wilco asentó una manera de ver y cantar la realidad y conjugó el ruidismo comedido con la armonía de la balada. Ahora, con este Cruel Country, avanza hacia los territorios de la misma desolación americana, dos décadas que acumulan tantos daños: la guerra de Irak, la Gran Recesión y la crueldad cotidiana de la derecha cromañón con los más débiles. Lo ha hecho con 21 canciones dominadas por los versos de la herida y la sencillez musical, donde el cruce de guitarras y las atmósferas de la steel guitar de Neels Cline llevan al oyente hacia una geografía de la emoción melancólica de los paisajes johnfordianos sin olvidar que los horizontes de la barbarie ya no son de grandeza, pero sí extremadamente amplios. «Amo mi país, estúpido y cruel», un solo verso, todo un mundo.

César Iglesias es licenciado en filología española por la Universidad de Oviedo. Ha trabajado desde 1982 como periodista en diferentes medios de comunicación (Cadena SER, La Nueva España y La Voz de Asturias) y en gabinetes de comunicación de instituciones públicas. Es autor de la plaquette Las casas pechadas (Trea, 2011) y de los libros Lengua del duelo (Trea, 2016), Piazza del bacio (Trea, 2016), en colaboración con el artista plástico Federico Granell, Suena la nieve (Isla de Siltolá, 2019) y Carta de marear (Heracles y Nosotros, 2020).
Luis Cernuda escribió unos versos en los que coincide con Wilco en la definición de su país:
la existencia española, llegada al paroxismo,
estúpida y cruel como su fiesta de los toros.
Me asombra la coincidencia. Los lazos invisibles que lo unen todo.