Laberinto con vistas

Dinámica de fluidos

Un artículo de Antonio Monterrubio entre la ciencia y la filosofía, sobre cómo evolucionan las cosas.

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En el campo científico, tanto a ojos del público como de los especialistas, el paradigma de la permanencia son las leyes físicas, mientras que el del cambio son los procesos biológicos. La gravedad no esperó a Newton para hacer sentir a los cuerpos todo el peso de su ley. Había agujeros negros mucho antes de que, en un oscuro arrabal de una galaxia mediana del supercúmulo Laniakea, una osada especie de animales sospechara su existencia. La velocidad de la luz en el aire o el vacío era de 299792’458 km por segundo sin que a los fotones les importaran los esfuerzos humanos, de Rømer a Michelson, encaminados a medirla. Pero estas son simplemente las reglas de nuestro mundo particular, y no valdrían para otros posibles, presentes, pasados o futuros. Por lo demás, su perennidad es refutada por la cosmología. El universo que habitamos tuvo un comienzo, hace 13.700 millones de años, y antes, el espacio y el tiempo se antojan entelequias. Y no surgió de golpe, tal y como lo conocemos hoy. Existen cuatro fuerzas de la naturaleza a las que puede reducirse cualquier interacción: gravitatoria, electromagnética y nucleares fuerte y débil. Perfectamente autónomas, cada una va a su bola. Ahora bien, esto no fue siempre así. La gravedad se separó de las otras tres entre 10-43 y 10-35 segundos después del Big Bang. Entre 10-32 y 10-12, la nuclear fuerte se proclamó independiente, en tanto que la débil y la electromagnética permanecían unidas. Solo entre 10-12 y 10-3 se desacoplaron. No obstante, su aire de familia es tal que se habla de fuerza electrodébil. Terminaron siendo cuatro entidades distintas. Un proceso similar a la desintegración de la ex-Yugoslavia pero más rápido y, desde luego, menos sangriento.

Eso no es todo. También las partículas tienen historia. En la era hadrónica, entre 10-12 y 10-3 se constituyen los nucleones, o sea protones y neutrones, a partir de los quarks preexistentes. Entre 10-3 y 10-1 es el turno de los leptones, electrones y neutrinos. Eso sí, protones y neutrones van a tomarse su tiempo para dar lugar a núcleos. Esto sucederá entre el segundo 1 y el año 300 000. Y únicamente se formarán los del hidrógeno, incluyendo deuterio y tritio, los de helio y algunos de litio. Es la era de la nucleosíntesis. En el periodo corto a nivel cosmológico, inmenso en comparación con la vida humana que va de 300 000 a 1 000 000 de años, por fin topamos con átomos, aunque solo de hidrógeno, helio y litio. El universo se hace transparente y la radiación fotónica logra escabullirse a través de la materia compuesta por átomos. No es que la luz se hiciera, pero pudo verse. Comienza la era de las galaxias, que se originan en nebulosas primordiales mientras el universo sigue expandiéndose. En eso estamos. Y que siga. Cada estrella tiene su ciclo vital. Nace, crece, vive y muere. Incluso puede reproducirse, por así decir. Su gloria dura hasta que el combustible que alimenta su reactor nuclear de fusión se agota. Entonces las fuerzas de la gravedad reclaman lo que es suyo, y el astro pasa a mejor vida. Para estar sometida a leyes tan estrictas, la física ofrece abundancia de vicisitudes. Permanencia y cambio se alternan. Nada es desde siempre ni por siempre. El cosmos tiene una historia.

«Bien, pero las partículas elementales sí que nos dan una lección de permanencia, inaccesibles al tiempo y los acontecimientos». Veamos. Todas tienden a transformarse espontáneamente en otras de menor masa, lo cual libera energía ateniéndose a aquello de E = mc2. Si consideramos la masa del electrón como unidad, los otros dos leptones, el muón y el tauón, tendrían respectivamente 207 y 3600. Esto significa que el tauón puede desintegrarse rápidamente en electrones, muones y neutrinos. De hecho su vida media es de 3.10-13 segundos. A su lado una Ephemera es Matusalén. Los muones también se descomponen en electrones y neutrinos, aunque su longevidad es mayor, de 2.10-6 segundos. Ahora bien, tiene que seguir habiendo leptones, según marca la implacable ley de conservación del número leptónico. La moraleja es que para que el negocio siga prosperando, deben existir electrones. Teóricamente, uno pensaría que podrían decaer en neutrinos, de masa muy inferior. Pero no. Esto contradiría la ley de conservación de la carga eléctrica, ya que el neutrino carece de ella, y el electrón no.

Los bariones, formados cada uno por tres quarks confinados desde mucho antes de la COVID-19, tenderán asimismo a escindirse en otros de menor masa. La del neutrón es de 1838, la del protón 1836. Esas dos míseras unidades son fundamentales para la existencia del universo tal y como lo conocemos y habitamos. Un neutrón libre se desintegra en un protón y un electrón. De esta manera se conserva carga, número bariónico y leptónico. El neutrón tarda unos 12 minutos en decaer. Y ahora viene la gran pregunta. El protón, el más ligero de los bariones, ¿es acaso inmortal? Va cobrando fuerza la evidencia de que no. Solo que su esperanza de vida sí que es larga. Los límites de su semivida serían de unos 6’6.1033 años vía desintegración por antimuón, y 8’2.1033 si es por positrón. Alguna evaluación reciente la eleva a 1’29.1034 años. La edad de nuestro universo es del orden de 1’37.1010 años. Incluso quienes están acostumbrados al uso de la notación científica tienden a pensar, antes de reflexionar, que el penúltimo número es como tres veces y media mayor que el último. Pero en realidad es 1024 veces superior, o sea que la semivida de un protón sería 1 billón de billones de veces la edad del Universo. Así pues, sobre el papel, el protón no es inmortal, si bien está dispuesto a vender muy cara su piel. Esto se mueve, aunque lentamente. Donde hay permanencia hay cambio, y viceversa. Todo depende de la perspectiva, del momento y del punto de vista. Incluso las constantes no lo son tanto. La de estructura fina tiene un valor cercano a 1/137 a energías bajas. Sin embargo, a las energías a las que opera el LHC del Centro Europeo de Investigación Nuclear llega a 1/128. Depende pues del contexto en que se mida. Esta variación no es un misterio; puede visualizarse en términos de fluctuaciones del vacío cuántico (Eichhorn, Wetterich: Rescatar la gravedad).

Del mismo modo, esa sensación de innovación sin respiro que acompaña a cierta visión de la evolución debe ser matizada. Cada vez es más aceptada la hipótesis que pusieron en circulación Gould y Eldredge del equilibrio puntuado. A ella se fueron adhiriendo prestigiosos biólogos evolucionistas, incluido Ernst Mayr, el patriarca de la síntesis moderna, el modelo estándar en la actualidad. La idea básica, corroborada por los indicios del registro fósil, es que los grandes cambios evolutivos ocurren de repente y en un corto periodo, mientras que el resto de su tiempo de existencia las especies permanecen en tranquila placidez, sin modificaciones de importancia. Es lo que se llama estasis, y ese es su estado corriente, por más que el público lego y no pocos especialistas prefieran el éxtasis de las transformaciones.

Un ejemplo de los saltos bruscos y veloces que dan lugar a nuevos géneros y especies, lo tenemos en las diferencias genéticas entre humanos y chimpancés. Las fundamentales se localizan en pequeñas porciones del genoma. La secuencia FOXP 2, que facilita la formación de sonidos consonantes y vocálicos, posibilita el lenguaje. La HAR 2 –Región de Aceleración Humana 2– dirige la actividad génica de la muñeca y el pulgar. La destreza manual para elaborar herramientas fue básica en la evolución de los homínidos. La HAR 1 activa el cerebro y parece imprescindible en el desarrollo de un córtex amplio. La ASPM controla el tamaño del cerebro, que se ha triplicado a lo largo de la carrera de los homínidos. Otras regiones favorecen la digestión del almidón o la lactosa, ventajas alimentarias que contribuyeron al progreso de los humanos (Investigación y Ciencia, núm. 394). Unos pocos retoques, pero de un alcance extraordinario. Todo sucede en un momento evolutivo, y luego permanece estancado millones de años. HAR 1 corresponde a un fragmento de 118 bases, o sea letras, que entre el gallo y el chimpancé únicamente presenta 2 variaciones, cuando entre este y el hombre son 18. Este hecho y sus notables consecuencias han excitado la imaginación de los que oyen campanas, aunque no saben descifrar su sonido. Así se ven referencias al gen de Dios o a genes extraterrestres y otras memeces que no merecen mayor comentario. Dejémoslos con su delirio de convertir la secuencia HAR 1 en la versión 2.0 del monolito de 2001: una odisea del espacio. El caso es que también en biología, cambio y continuidad no solo coexisten, sino que tienen su propio tiempo y su propia dinámica. El río a veces fluye rápido y estruendoso, en otros paisajes marcha lenta y majestuosamente. Son conceptos relativos, y no absolutos. Todas las especies existentes en el planeta comparten un mismo código genético, lo cual implica que todas derivan en última instancia de un solo organismo. Sería aquel que contenía ya las bases de la vida que florece a nuestro alrededor. Su denominación parece un homenaje a Suzanne Vega, ya que su nombre es LUCA (siglas en inglés de Último Ancestro Común Universal). De él procederían arqueas y bacterias, y probablemente de una fusión de estas, los eucariotas. Data de cuando la tierra tenía apenas mil millones de años de edad (Gabaldón: El origen de las células). Esa vida que creemos tan cambiante tiene robustas, antiguas y permanentes raíces.

En el fondo asistimos al eterno debate entre Heráclito y Parménides, que sigue sin resolverse porque es irresoluble. Cada uno hablaba desde un extremo del mundo griego: el primero desde Éfeso, sobre la costa jonia de Asia menor, el segundo desde Elea, en la costa occidental del sur de Italia, la región conocida como la Magna Grecia. Para Heráclito, la realidad no es más que devenir, nada es estable. «Lo frío se calienta, lo caliente se enfría, lo húmedo se seca, lo seco se vuelve húmedo». En ninguna parte hay permanencia, que diría Rilke. Las cosas más sólidas, duraderas e inconmovibles están constantemente sometidas a mutación. Y es bueno que así sea, ya que «hasta el brebaje se corrompe si no es agitado». James Bond no estaba muy puesto en filosofía cuando exigía un Martini mezclado y no agitado. Las argumentaciones heraclíteas desembocan en una firme conclusión: no sirve establecer un elemento único como principio permanente de todo, pues la esencia de la realidad es el cambio. «No es posible penetrar dos veces en el mismo río, ni tocar dos veces una sustancia perecedera en un mismo estado». En cuanto a Parménides, se muestra convencido de que este no ha lugar. «El ser es y no puede no ser; el no ser no es y no puede ser». Este intento de construcción de una ontología lo es a su vez de una epistemología. Para él, las condiciones del ser y del pensamiento se superponen, y deberíamos entender que solo cabe pensar el ser y el no ser es impensable. A pesar de sus doctrinas presuntamente antagónicas, ambos coinciden en la necesidad de apartar los velos de la apariencia y las opiniones para acceder a la verdad. Y también en el empeño de no confundir lo que podemos llegar a conocer sobre las cosas con lo que estas realmente son.


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Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

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