Creación

El jugador de damas, 9: «Silvestre»

Nuevo capítulo de una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia.

/ una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia /

El jugador de damas, 8

Ladridos lejanos

Me quedo encima de la piedra como la famosa espada de los celtas. No pienso, no me muevo, nada ocurre, ni una brisa que traiga molinillos de viento, ni una nube que adopte formas ocurrentes, ni un pájaro que venga a disputarme el territorio. Pronto, empero, empiezo a cansarme. El aburrimiento se acerca como la mano del joven Arturo para sacarme de aquí y llevarme al tráfago de la ciudad donde los golpes hacen saltar chispas pero al menos es divertido. Pero antes de levantarme me asalta una duda. ¿Por qué dije que Urbano Aparicio no tenía miedo de los perros? ¿No estaré escuchando, sin darme cuenta, los ladridos de un perro y por eso he pensado que él no les tenía miedo? ¿Era Urbano valiente? Sólo podemos saber ya lo que él mismo dejó escrito. En un soneto donde cambia el endecasílabo por el mucho más largo alejandrino se confiesa de esta manera:

Y lamentó las veces que su mala fortuna
le puso en el aprieto de demostrar su hombría
y el rabo entre las piernas no demostró ninguna.

Es suficiente para saber que no estaba demasiado contento con su valor. Puede que se refiriera a esa hipotética amada a la que no se atrevió a unirse, a alguna ofensa que se tragó cuando debería haber defendido su honor en un duelo o al pánico que le producían los dientes de los perros.

De algunas novelas, después de semanas de apasionada lectura, cuando pasa el tiempo sólo se recuerdan unas palabras o una situación. Del Dr. Fausto, de Tomas Mann, recuerdo que el protagonista va a una casa de campo donde hay un perro enorme y enfurruñado atado con una cadena que amenaza con romper para saltar sobre el desconocido y destrozarlo. Como la cosa más natural del mundo, el protagonista, en lugar de pasar deprisa apegado a la pared contraria de la caseta donde se encuentra semejante bruto, se dirige hacia él y lo acaricia. El perro acepta la caricia y el autor comenta que los perros respetan el valor. Yo estoy convencido de ello. Por eso los temo más. Porque sé que no puedo engañarlos con fingimientos. Ellos huelen las secreciones de las glándulas que fabrican el miedo. No creo, sinceramente, que Urbano Aparicio les tuviera miedo. Un hombre que teme a los perros me parece pusilánime y él tenía un alma grande. ¿Y yo? Diría que oigo un ladrido muy lejano. Todas las casas de ahí abajo tienen buenos perros guardianes. Normalmente disponen de verjas que no pueden saltar, pero un perro empeñado en ello puede escalar un muro, además, siempre hay algún descuido: una puerta mal cerrada, un barrote roto, un ángulo demasiado abierto. Como un prisionero en un campo de concentración, un perro loco puede llevar meses haciendo un túnel y haber escapado hoy. Juraría no obstante que los ladridos que no oigo (o no sé si oigo) vienen de arriba, de la montaña.

La trampa

Voy a reemprender mi marcha cuando por fin pasa algo tangible. Como llovido de un cielo sin nubes, un gorrión acaba de aterrizar delante de mí. Este pajarito es tan común en la ciudad, donde visita los balcones asiduamente, que extraña verlo en el monte.

Cuando yo era niño, antes de que la ornitología formara parte, en un lugar muy rezagado, de mis intereses y pudiera reconocer a otros pájaros por la forma de sus cuerpos o sus colores, para mí el gorrión era el único pájaro que existía en el cielo, igual que el Seat seiscientos era el único coche, porque ni conocía otras marcas de coche ni otros pájaros, excepto las palomas omnipresentes en los parque y las golondrinas que construían esos extraños nidos de barro que parecían panales.

En los tejados que constituían las vistas de la galería de mi casa, por estar ésta más elevada que las vecinas, los gatos perseguían a los gorriones. Yo también quería coger uno. No para comérmelo como los gatos. El ser humano no se conforma con comer, estar a salvo y hacer unas cuantas copias de sí mismo, ese es el objetivo de los demás animales. El ser humano quiere poseer todo lo que se encuentra a su alrededor para vestir un alma que nace y muere desnuda. Quería tener un mis manos un gorrión porque me parecía bello e inasequible, representante de un mundo mágico. Aun ahora creo que conseguir a Emilia sería alcanzar la felicidad eterna y eso me tiene confundido porque ya sé que la felicidad eterna no existe, que esta vida es un ringlero de sinsabores, desastres y torturas y lo mejor que nos puede pasar es morirnos pronto y descansar. Sin embargo alguien dentro de mí, más estúpido o más listo ¿quién sabe? piensa que tocando a Emilia, acariciando sus alas pardas, su cabecita frágil, podría ser feliz y alcanzar la inmortalidad. Con el tiempo he aprendido que la posesión consiste en lastrarse como un globo. Si no poseemos cosas, nuestro ser, que en esencia es un no ser, se puede evaporar. A más conciencia cobramos de que no somos nada más cosas ajenas a nosotros queremos tener, por eso tiene tanto éxito la sociedad de consumo que hemos creado. A falta de otra cosa somos lo que tenemos. ¿No decían los cazadores primitivos que se apropiaban del alma del animal muerto? Así surgen los tótem. Como no tengo ser me apropio de uno. Igual que pasa con la vestimenta. Como no tengo pelo mato un oso y visto su piel. Como no puedo volar quiero un gorrión para apropiarme de sus alas y volar lejos de esta terraza hasta un mundo fantástico. Quizá por eso quería un gorrión. Querer la felicidad eterna y querer que el ser transparente que poseemos se convierta en opaco viene a ser lo mismo.

El gorrión se impacienta. Está a punto de alzar el vuelo. Yo quería cazar un gorrión. Filosofías aparte, no tengo la menor idea del motivo. Lo quería y basta. Para ello compré una trampa, dos semicírculos de hierro unidos por un muelle. Los semicírculos se abren y el muelle se tensa, una varilla enganchada al cebo, una miga de pan, impide que los semicírculos vuelvan a juntarse, cuando el pájaro picotea el cebo desprende la varilla unida a él y los semicírculos se cierran con violencia atrapando al pájaro. Coloqué la trampa en la galería atada con un hilo y esperé. Todas las mañanas acudía a comprobar su estado, la examinaba por si tenía algún defecto porque no veía lógico que con la cantidad de gorriones hambrientos que pululaban por el tejado la trampa estuviera siempre intacta. Aprendí a esperar su inutilidad. Al cabo de una semana ya ni la miraba. Hasta que una tarde ocurrió lo que tenía que ocurrir. Fue todo tan rápido y tan preciso como un dardo que da en el centro de una diana. El gorrión llegó como una exhalación, como si tuviera prisa. No hizo ningún movimiento superfluo. Nada más tomar tierra a un palmo de la trampa dio dos saltitos rápidos y picó el pan. Tampoco la trampa hizo movimientos superfluos. Nada más sentir el pico se cerró nítida sobre el cuerpo como dos manos que palmean en el aire con la improbable pretensión de aplastar una mosca y (¡qué asco!) lo consiguen a la primera. El gorrión quedó abatido como un ciervo cuando le disparan a la cabeza. En la escena, todo menos yo (el pájaro, la trampa) tenía visos de intencionalidad. El gorrión quería caer en la trampa y la trampa quería atraparlo. Ante ese despliegue de voluntad ajena, la mía, la única en rigor causante de aquello, quedó en suspenso. Como un cazador exitoso debía recoger mi pieza. Sin embargo estaba inmóvil, petrificado en la galería. Ante mis ojos una terrible serpiente habíase tragado un hermoso e inocente pájaro. Había saltado con su boca abierta y lo había engullido. Y en cierto modo yo era esa serpiente. Sentí miedo y vergüenza. Una extraña perlesía se extendió por mi cuerpo. En un segundo cayó la tarde como dicen que las tinieblas cubrieron la tierra cuando murió Cristo. Mi madre estaba en la cocina, ajena a todo. Pasó un siglo en mi cabeza pero apenas unos segundos en el reloj hasta que me moví y arranqué el cuerpecito del gorrión de las fauces del bicho. Cuando lo liberé el gorrión estaba muerto. No tenía signos exteriores de violencia. Parecía Blancanieves en una urna de cristal esperando el beso del príncipe. Ya tenía el gorrión. Un genio maléfico me había concedido el deseo. Pero los genios maléficos siempre guardan una sorpresa desagradable. ¿Qué pensaba? ¿Que el gorrión saldría de la trampa dando saltitos y se haría mi amigo? Pues no. Recuerdo que la cabeza se le iba de un lado para otro. Quizá la trampa le había roto el cuello. Busqué un papel, lo envolví y lo tiré a la basura. Luego quité la trampa. No se lo conté a nadie. Esa noche sentí vergüenza y las noches siguientes indiferencia. Los gorriones seguían proliferando por el tejado. Ellos también cazaban y seguro que a ninguno le remordió nunca la conciencia. El ser por cuya causa la conciencia viene al mundo debe ser el fundamento de su propia conciencia, que diría Sastre.

El gorrión me mira como si me conociera. ¿Y si es el espíritu del gorrión que maté con la trampa que ha vuelto para perdonarme o para vengarse? No creo en espíritus y, si creyera, no iba a creer en espíritus de gorriones. Lo más parecido a la creencia en espíritus que puedo admitir es un espíritu tipo hegeliano desplegándose en la historia de los pueblos y en su cultura, un espíritu como una superproducción que nos utiliza a todos como extras. Nada que ver con la felicidad eterna del alma individual que promete la religión. ¡Qué buena promesa si fuera cierta! ¡La felicidad eterna! ¡No es nada! A cambio de eso se podría pedir lo que se quisiera. Da todo lo que tengas a los pobres, coge tu cruz y sígueme. ¿Sólo eso? ¿A cambio de la felicidad eterna? ¿Quién no lo haría si de verdad lo creyese?

Preparando la defensa

En estas estamos el gorrión y yo cuando se oye un ladrido. El gorrión vuelve la cabeza hacia su izquierda. Yo vuelvo la cabeza hacia mi derecha. Así miramos en la misma dirección. El gorrión ha confirmado que no son imaginaciones mías. Se mueve inquieto y echa a volar.

Yo acabo de recordar que tengo muchos compromisos y la mañana avanza. Precisamente el cementerio está por el lado contrario a ese de donde vienen los ladridos y la urgencia de llegar allí se une a la urgencia de huir. Aún tengo que subir un poco más para luego descender. Los ladridos, inconfundibles desde hace un rato, se oyen más cerca y estoy empezando a considerar la posibilidad de echar a correr. Volar como el gorrión sería lo ideal, él ya se ha puesto a salvo, pero es imposible. Me podría subir a un árbol. Mierda de árboles. Los pinos son tan pequeños que el perro me mordería el culo. Y a juzgar por el vozarrón debe tener la alzada de un caballo. Trato de mantener la calma. Busco una rama de pino que me pueda servir de tranca. Me guardo piedras en los bolsillos. Me veo a mí mismo tirándole piedras y fallándolas todas. Entramos en el cuerpo a cuerpo. Trato de imaginar un resultado distinto a yo sangrando por todas partes, pero no lo consigo.

 Piensa, Jorge. Tú única ventaja es la inteligencia. Recuerda a los adiestradores de perros. Llevan el antebrazo izquierdo cubierto con una protección y allí es donde los perros muerden. ¿Cómo protegerte el antebrazo izquierdo? Si hubieras traído al menos un suéter. Pero tienes la camisa y el cinturón de cuero. No es muy ancho pero servirá. Y ramas de pino. No pierdas tiempo y energías en correr. Prepárate para la defensa. Y el ataque. Un buen jugador de damas debe saber defender y atacar. Coge ramas secas, colócalas longitudinalmente sobre tu antebrazo y sujétalas con la camisa y el cinturón. ¿Y si resultara que eres valiente después de todo? Coge una piedra larga y afilada a modo de puñal, esa misma servirá, y cuando muerda el antebrazo almohadillado atácale a la altura de los ojos. Esto es una chapuza. Las ramas no se quedan quietas. Piensa. ¿Y si metieras todo esto en una de las perneras del pantalón como la tripa de una longaniza sujeta la carne? Una pernera dentro de la otra y el antebrazo con todo eso dentro de las dos. Quedaría firme y mejor protegido. Las piernas y el paquete (Dios, no, el paquete no) quedan muy expuestas pero los perros, lo he visto en la televisión, hacen presa en el antebrazo y si uno no puede creer lo que ve por televisión el mundo se desmoronaría. Fuera pantalones, rápido, los ladridos se acercan. Así. Ha quedado bien. Si muerde aquí tienes una oportunidad. El impulso del salto. Piensa en el impulso del salto. Si es grande (que lo es) su peso puede tirarte al suelo y allí tener tu cuello a su merced. Es mejor tener detrás un soporte para no caer. Ese pino más grueso te guardará las espaldas. Ya estás preparado. ¿Y si fueras valiente? No apostaría. ¿Y si fueras más cobarde aun de lo que imagino y el miedo te paralizara? Alguien dentro de ti tiene que tomar las riendas de esta lucha. En tu código genético tiene que haber genes de los hombres de las cavernas, esos que se enfrentaban con piedras y palos contra los tigres dientes de sable. Para ellos ese perrucho no es nada. En algún lugar dentro de ti tienen que estar esos genes. Búscalos. Busca. Busca.

No. Yo no puedo luchar a muerte contra un perro asesino. Soy un profesor de matemáticas. Soy una persona civilizada. Me asusta enfrentarme a una cucaracha. Nunca me he visto en una de estas.

Sopla, Jorge, sopla. Así, seguido. Con un poco de suerte el corazón se te parará antes de que venga. Por lo menos será una muerte incruenta. Sólo llevas puesto los calzoncillos y los zapatos. El sol te da en todo el cuerpo. El perro ha dejado de ladrar. Igual se ha ido para otro lado. Es agradable estar así, semidesnudo, tomando el sol como un lagarto. Si te quedas quieto, si te relajas y dejas de respirar puede que le perro pierda tu rastro. Calma. Piensa en cosas que no tengan nada que ver con perros.

Hace un par de años no paraban de salir por televisión noticias sobre ataques. Fue tal la alarma social que se creó que el gobierno se vio obligado a actuar. Se publicó una lista de perros peligrosos y se hizo necesario por ley contratar un seguro que cubriera los posibles daños que causaran. Algunos dueños de estos perros se cabrearon y juraron que no pagarían tal seguro, antes abandonarían el perro en el monte con la esperanza de que entonces sí se volviera peligroso. Alguno de esos perros abandonados debe ser el que merodea por aquí. ¿Pero no te dije que no pensaras en perros? Demasiado tarde. El hijo de puta vuelve a ladrar y está muy cerca. Se oye detrás de ese recodo. No va más. Las apuestas están hechas. Odias a ese perro con toda tu alma. Grita. Prueba el filo de tu cuchillo en tu propio pecho. Sangre. Te sale sangre. Bien. Pinta tu cara con sangre. Te has vuelto loco. Si, te has vuelto loco de remate. Chupa la sangre, siente su sabor. Quieres la sangre de tu enemigo, comerte su corazón. Quieres partirlo por la mitad. Atácalo antes de que te ataque. Abandona el enroque del árbol. Avanza. Ahora estás corriendo con ansias de matar. El corazón te va a estallar en el pecho. Doblas el recodo gritando y allí lo ves.

Un día antes: Gloria

Suena el timbre. A Silvestre nunca le han gustado los timbres. Hay un despertador oculto en cada timbre y ahora suena el teléfono para despertarlo de un sueño.

—¿Silvestre?

—¿Sí?

—Soy Gloria. No voy a poder ir mañana contigo de excursión.

Y luego dice algo sobre su madre. Una excusa sacada de la página cincuenta y tres del manual de excusas, capítulo cómo librarse de un pretendiente cuarentón, pesado y calvo, que compró en la Calle Mayor por dieciocho con cuarenta.

—Está bien ¿Te llamo el domingo?

—Ya te llamo yo ¿vale?

No vale, pero no se lo dice. Se calla y apunta un fracaso más en su libreta de fracasos. Gloria era rubita y blanca como la leche. ¿Por qué piensa en ella en pasado como si hubiera muerto? Algo en la voz de ella sonaba a terminado. Le gustaba esa mujer grande con mentalidad de niña. Existe el retraso mental, cosa que no le ocurría a Gloria, pues era inteligente como la que más y hasta sabía un poco de italiano, y el retraso emocional. ¿Cómo definir a una mujer de treinta y cinco años que siente como si tuviera catorce? A Gloria le hubiera entusiasmado el paseo por el monte buscando minerales. Silvestre le hubiera explicado cada uno de ellos.

—Mira allí, es un trozo de pirita.

—Parece oro.

No le podría decir que a la pirita se la conoce como el oro de los tontos porque hubiera sido ofenderla.

—Se distingue del oro porque es más duro. El oro es muy blando, por eso tiene que mezclarse con otros minerales para lograr consistencia. La pirita viene de un nombre griego que significa fuego. De ahí viene también pirómano, el que tiene la manía de quemar cosas, especialmente bosques, piromancia, el arte de la adivinación por el fuego o piropo que es una variedad del granate, el granate es un mineral que a lo mejor encontramos luego. Piropo, que se compone de las palabras griegas fuego y vista, se denomina al requiebro que se lanza a las mujeres guapas, porque se supone que el que lo profiere tiene los ojos inflamados por la belleza.

—No me gustan los piropos.

—Bien, dejemos eso. Pirita tiene el nombre del fuego porque produce chispas al ser golpeada con el eslabón. Es bisulfuro de hierro. Pertenece a la clase de los sulfuros, o sea los compuestos de azufre, piedras del demonio. Lo digo porque el diablo, según la tradición, huele a azufre. Mira aquella piedra de color rojo. Es una variedad del granate.

—¡Qué suerte! —palmotearía Gloria.

—El granate es un mineral que pertenece a la clase de los silicatos. Los silicatos son los minerales más abundantes en la corteza terrestre. Se supone que el 95% de ella está compuesta por silicatos. Los silicatos son compuestos de silicio. El silicio es al reino mineral lo que el carbono al reino animal. Parece ser que en el momento de la creación el silicio y el carbono se dividieron los reinos como buenos hermanos. Como hermanos tienen también una característica común que los hace ser ideales para que a su alrededor se formen estructuras complejas. Los dos tienen valencia cuatro. La valencia de un átomo es su disponibilidad para crear enlaces con otros átomos. El silicio tiene cuatro electrones en su capa exterior, como necesita ocho para completarla puede alojar allí a cuatro huéspedes. Exactamente igual le ocurre al carbono.

—Mira este, parece un cristal azul. Es precioso. Lo he encontrado yo sola.

—Buen ojo, señorita. Este se llama celestina, del latín caelestis, celeste, debido a su color azul cielo. Es sulfato de estroncio. Se utiliza para obtener sales de estroncio, que tienen aplicación en la fabricación de tubos de televisión y pantallas de ordenador. Celestina se llama también el libro de Fernando de Rojas. ¿Lo has leído?

—Sí, en el colegio.

—Creo que el personaje se llama así porque facilita el encuentro entre los dos amantes y esa misión de fomentar el amor es una misión celestial.

—Más bien era una alcahueta indecente ¿no?

—Sí, bueno, dejemos eso. Mira este cristal violeta. Es otro silicato, una variedad del cuarzo, la amatista. Su nombre procede del latín amethystos, que quiere decir «sobrio», ya que antiguamente se creía que este mineral evitaba la embriaguez. Me imagino a los romanos con polvo de amatista en el bolsillo cuando venían de una fiesta por si los paraba la policía y los hacía soplar.

—¿Ya entonces te podían quitar el carnet?

—No sé. Supongo que conducir una cuadriga borracho debe ser peligroso, algo debían hacer. Yo nunca he conducido borracho. De hecho, como sabes, no bebo.

—No me gustan los borrachos —diría Gloria.

Silvestre pensaría que ella ha escogido vestir santos a desnudar borrachos, pero no lo diría, no fuera a ofenderse. Y hubieran seguido buscando minerales.

Un día antes: Gulimia

Silvestre no bebe. Lo que ella no sabe y él se guarda de decir porque pertenece al pasado es que comía compulsivamente. En su casa todo giraba en torno a la comida Los niños eran buenos si comían y malos si no comían. ¡Cuántas veces le hicieron fiestas a Silvestre! Primero porque su madre tenía que reforzar la teta con buenos biberones, después por acabar con el plato de papilla y pedir otro. Más tarde porque los bocadillos no eran nunca lo suficientemente grandes. Cuando entró en la adolescencia, no hacía otra cosa que comer. No salía, no iba con chicas, sólo comía. Incluso a sus padres eso empezó a parecerles raro. Decían que tenía gulimia, palabra que no existe pero que debería existir porque viene de gula que es un vicio reconocido por la iglesia como pecado. Naturalmente querían decir bulimia, que es como se llama realmente esa enfermedad, aunque los antecedentes de esa palabra sean aún más chocantes que los de la otra pues viene del griego bous, que significa buey y limos que significa hambre, literalmente tener un hambre de buey, a lo mejor porque los bóvidos, al alimentarse de hierba, alimento poco nutritivo, tienen que estar todo el día comiendo.

En un test de inteligencia que le hicieron en el Instituto, Silvestre sacó un coeficiente bastante elevado. Sin llegar a ser un superdotado, tenía una inteligencia muy superior a la media. Más tarde aprendería a hablar inglés perfectamente en un año mediante uno de esos cursillos con cintas y libros que mucha gente se compra pero que nadie hace. En aquella época, no obstante, el suspenso era la nota habitual en sus exámenes y a duras penas acabó el primer ciclo de estudios. Afortunadamente, aunque a trancas y barrancas, hizo el bachiller elemental, que luego le habría de servir para acceder por oposición a la plaza de cartero que ahora ocupa. La oposición la preparó en unos meses y la aprobó con la mejor nota.

Pero a los veinte años lo podemos imaginar en su casa. No es muy alto, pero sí muy gordo. Está comiendo pan con chocolate. Se ha abierto media barra de pan y ha metido dentro una tableta entera. No estudia ni hace nada salvo comer. Ha perdido el pelo casi por completo y ese casi es lo peor porque los cabellos que quedan en su cabeza son como viudas y huérfanos que le reprochan cada mañana haber dejado morir a sus parientes. Por eso se mira poco al espejo. Él sabe que su vida no tiene sentido, nunca ha tenido una verdadera amistad y, ni que decir tiene, jamás ha disfrutado de los placeres de Venus. Cuando se ha comido el bocadillo, siente un pinchazo en el estómago. Es bastante fuerte. Está sudando. Se muere y no le da cuidado. Piensa: me estoy muriendo y me alegro. Me alegro de morirme. Pero enseguida pasa y recuerda una bolsa de magdalenas en la cocina. Se ve a sí mismo levantándose y hurgando en la despensa, ve en su imaginación cómo las encuentra, rompe el plástico del envase y empieza a morderlas, ese sabor sutil del huevo y el aceite le sube directamente por las narices hasta el cerebro. Entonces ocurre algo inesperado. Dice no. Solamente dice no. Se emociona, se le llenan los ojos de lágrimas. ¿Era así? ¿Sólo esto? ¿Una cosa tan sencilla como decir no? ¡Imbécil! ¿Estás aquí perdiendo tu vida y la solución era un sencillo monosílabo de mierda?

Al día siguiente empieza a dar paseos. Se pone a sí mismo un régimen. Cada vez que le asaltan las ganas de comer dice no. Ahora ya sabe el método y se está haciendo experto en aplicarlo. Sus paseos lo llevan cada vez más lejos y más alto. Descubre que ama los montes, que se siente bien en ellos. Estudia los minerales. Se afilia a grupos excursionistas. Los primeros amigos. Los primeros fracasos amorosos. Y cada vez que siente deseos de saltarse la dieta dice no.

Un día antes: fracasos

Es viernes 31 de mayo del segundo año del nuevo siglo y Silvestre siente que no ha avanzado nada desde aquella tarde en que reprimió el deseo de comerse la postrera bolsa de magdalenas y empezó con ello la segunda parte de su vida, segunda parte tan estéril como la primera. Cuando uno se vence a sí mismo debería de haber delante un público que lo aplaudiera. Debería de recoger inmediatamente beneficios. Pero ni mucho menos. La primera mujer de la que se enamoró no le correspondía porque era calvo. La segunda porque estaba enamorada de otro. La tercera porque era cartero y eso le parecía poco. La cuarta porque en la primera cita lo vio aparecer con unos pantalones de pana horribles (¡de verdad que eran horribles!) La quinta por no ser menos que las otras. Llega un momento en que a uno se le queda una cara de rechazado que no puede disimular y precisamente por eso ninguna mujer lo quiere. Y en esas llegas a los cuarenta y ya está. Todo el mundo piensa que si a los cuarenta estás soltero o eres homosexual o eres raro. Y las medallas por haber vencido la bulimia y haber salido a flote son el frío y la soledad. El silencio y la soledad. Le dan ganas a uno de volver a comer porque de todas maneras ¿qué más da? Hacía años que no sentía tantas ganas de sepultar su fracaso bajo una montaña de bocadillos. ¿No le gustan las montañas? Pues una montaña de bocadillos.

—Me comería cien perritos calientes —le dice a Jaspe, su perrita. Ella lo mira como diciendo que no se comería un calvo con pelos en la nariz por todo el oro del mundo. Es pequeña, pero tiene carácter.

—Yo te llamaré ¿vale? —le ha dicho Gloria. Eso no es exactamente una negativa y, aunque lo fuera, su vida de montañero es mejor que la de comilón. No, nada de comer. Mañana sábado irán él y Jaspe al monte a recoger lo que han sembrado. Un héroe griego sembró los dientes de un dragón y nacieron guerreros. Él esperaba que de su siembra naciera, sino la admiración, al menos el entretenimiento de Gloria; por eso había diseminado estratégicamente por todo el recorrido previsto trozos de minerales de su colección. Esos minerales le eran bien conocidos, el mismo los había arrancado de los montes durante veinte años. Había pasado la noche fuera de casa para nada.

Empieza a preparar su refacción nocturna. Cocinar lo relaja. Pesa las verduras y la carne, el pan y la fruta. Quien ha sido una vez bulímico lo será siempre. Lava los platos después de usarlos y los coloca ordenados en la platera. El orden de fuera es un estímulo para el orden de dentro. En la radio de la cocina los locutores, pagados de una u otra forma por el gobierno, inventan malas noticias para que la gente, al oírlas, se conforme con sus mezquinas y encerradas vidas; pero Silvestre no las escucha del todo y, naturalmente, no las cree. Pone la radio para sentirse acompañado.

Un día antes: Jaspe

Jaspe, en el salón, dormita en su lado del sofá y mira de vez en cuando la televisión, amo y perra separados por un largo pasillo que es recorrido con prisa por esta última cuando el primero grita: la cena. Los dos degluten en silencio. Terminadas las noticias continúa un programa deportivo. La radio es un programa deportivo interrumpido de vez en cuando por noticias. Silvestre prepara la basura y conduce a Jaspe al retrete de la calle. Siempre la resulta un poco humillante ponerle la correa, aunque a ella parece no importarle. Por pudor y limpieza aguanta la caca hasta que llegan a la zona arbolada bajo el puente, al final del parque. En esa zona las farolas han sido apedreadas y, como a través del ojo de una cerradura, se intuye el firmamento. Acá, en la tierra, el perro de otro paseante huele las feromonas sexuales de Jaspe y se encabrita. Es grande y su amo tiene que empujarlo con brío. Se marcha y vuelve la tranquilidad. Lo que llamamos tiempo, que no es más que el destensarse el muelle que previamente hemos tensado, va transcurriendo. Ya de vuelta, ven una película en la televisión y cada uno se va a su cuarto.

Un día antes: Chullo

Silvestre duerme en una cama de matrimonio de metro y medio de ancho. Se la compró grande imitando a los pájaros que hacen el nido y se colocan dentro esperando a la hembra. Más que en ninguna otra parte se siente chullo en esa cama. Chullo es un adjetivo que sólo se utiliza en el Ecuador y designa aquello que usándose en número par se queda solo, por ejemplo: un guante al que se le ha perdido su compañero o un pendiente. Le gusta ese adjetivo. Prácticamente es lo único que conoce de Ecuador junto a su capital, Quito, porque cuando niños jugaba a adivinar las capitales de los países. ¿Qué otra forma hay de nombrar ese calcetín que todos guardamos en la mesita de noche con la esperanza de que alguna vez aparezca el del otro pie? Se puede decir desparejado, pero no es lo mismo. Es un calcetín chullo. Así se siente Silvestre en esa enorme cama.

Hace tres semanas que no se masturba para que el deseo no derramado le haga soñar con Gloria y dentro del sueño prodigarle caricias tan vividas que le arranquen una polución nocturna como cuando era joven. Hasta ese punto no había llegado con ninguna de las otras, lo cual le induce a pensar que está enamorado de verdad. Ansía desnudar su cuerpo grande y grave de una albura rosácea y, a falta de un modelo mejor para imaginarlo, lo asemeja a una de las tres gracias de Rubens, la rubita de la izquierda, a la que, ciertamente, se parece mucho. Tiene toda su cara de ángel y también todas sus voluptuosas curvas. Gloria tiene miedo de los hombres y, si vamos a juzgar ese miedo por las cosas que Silvestre desea hacerle, no es un miedo del todo infundado.

Un día antes: la colección

La cima de su vida la alcanzó hace seis años cuando un periódico de Murcia, gracias a la reputación de erudito que había logrado en el mundillo de las piedras, le encargó la dirección de una colección de minerales. Durante dos años, años que permaneció en excedencia como cartero, se dedicó a recorrer los cabezos, sierras, ramblas, macizos, cresta y altos de la región de Murcia sacando fotos y extrayendo minerales. Con cada diario se regalaban dos fichas, una con la descripción de un lugar de interés geológico y sus respectivas fotos y otra con la descripción de un mineral que, además de la foto, siempre más bella que el original mismo, era acompañada por un trozo de la piedra descrita. Al final, una caja compartimentada y sendos ficheros remataban una extraordinaria colección de sesenta piedras que, aunque para Silvestre eran completamente distintas, para el profano se asemejaban bastante. Aunque estaban las piedras que parecían piedras y las piedras que parecían cristal. Otras, muy pocas, parecían metálicas. Algunas presentaban coloraciones mohosas. Fue la gran obra de su vida. Pensaba sinceramente que había contribuido a que la gente fuera más sabia, que conociera mejor y estimara más el mundo que los rodeaba y, por lo tanto, fuera más feliz. En su candidez se imaginaba a todos los que habían conseguido la colección estudiando una a una las fichas y aprendiéndolas de memoria. Sentirían ganas de visitar esos lugares que ahora conocían. Mirarían y tocarían las piedras como si fueran algo divino, dios dentro de la cosa. Esas piedras, así lo veía él, que profesaba una especie de panteísmo, eran dios. Su nombre no aparecía en ningún lugar, pero un nombre es lo de menos.

Un día, al bajar la basura, se encontró una de sus colecciones en el contenedor y despertó de su sueño. ¿Qué hace una familia normal con una caja grande con sesenta piedras y ciento veinte fichas en dos ficheros? El día de la compra mira cinco minutos la piedra, trata de leer la ficha del lugar, pero las palabras le parecen demasiado técnicas (“Los materiales que aparecen representados en la vertiente norte de la pequeña península de Escombreras pertenecen al complejo alpujarride y son calizas y dolomitas del triásico superior, mientras que en la vertiente sur aparece representado un tramo formado por cuarcitas, filitas y calcoesquistos negros del triásico inferior.”), un rollo impresionante cuando ellos a lo que van al monte es a disfrutar del paisaje y el aire puro; también, por amortizar, intenta leer la ficha de la piedra (“la barita es sulfato de bario con simetría rómbica. Su nombre procede del griego baros, pesado, en alusión a su elevada densidad 4´5, muy alta para un mineral no metálico”) y a lo mejor caen en la cuenta de que de esa palabra griega, baros, viene barómetro, lo que mide el peso de la atmósfera, bueno, algo es algo. Y al cabo de un tiempo más bien corto, cansados de encontrar la caja en todos lados como el cuerpo encuentra incesantemente y sin buscarlo el órgano dolido, acaba tirando las piedras porque no son más que piedras sin ningún valor. Esa es la realidad.

—Toda Gloria me es esquiva —piensa. Y se ríe él mismo de su juego de palabras. ¿Qué hay ahí en esa cama tan grande sino él? Está tan solo que siente una especie de éxtasis, un estado extrasensorial, como si la soledad fuera una droga alucinógena.

No tiene sueño y como nadie puede arrebatarle su imaginación proyecta en su mente la película de su excursión con tanta fuerza que la realidad tiene necesariamente que verse influida. Intuye algo así. Enloquecido por la soledad presiente que su construcción mental acabará deformando el futuro a su favor mucho más, infinitamente más, que la realización concreta de lo planeado.

Un día antes: la Ofita

Quiere que ella encuentre la piedra. Pasea una y otra vez por donde está sin percatarla, si de verdad fuera una serpiente le mordería. Está ahí, a sus pies. Justifica su actitud de león enjaulado asegurando que le da en la nariz la presencia de algo, como si las piedras oliesen. Sólo le falta decirle: mira Gloria, ahí, ¿es que no lo ves?

Por fin la encuentra. La ha vuelto a encontrar ella sola. Da palmadas y se alborota. Un mechón de pelo rubio se escapa del pasador de mariposa que lo ciñe y besuquea las mejillas de la triunfadora. Es una piedra muy bella, blanca con anchas serpentinas verdes que la abanderan. El entusiasmo arrebola a la mujer que viste como una ninfa y Silvestre tiene que contenerse para no besarla. Incluso la imaginación tiene sus límites. Si besara a la Gloria imaginada debería imaginar acto seguido que ella huye. Parece mentira que una hembra tan opulenta pueda correr como una gacela.

—Esta piedra se llama ofita, del griego ofis, serpiente, por estos trazos color verde que la surcan. ¿Ves? Parecen serpientes fósiles. A lo mejor es la serpiente que tentó a Eva en el paraíso, mira, tiene toda la cara.

Él la mira esperando una sonrisa y, efectivamente, ella sonríe. Eso es un refuerzo para su discurso. Se envalentona.

—La serpiente en muchos pueblos es símbolo de resurrección porque muda la piel. También se puede comparar con el miembro viril porque este vuelve una y otra vez a levantar cabeza como si resucitara después de haberse muerto.

—No me gustan esos ejemplos —dice ella con cara mohína. Silvestre comprende que ha ido demasiado lejos. Es una suerte que esto sólo ocurra en su cabeza.

—En fin, dejemos eso. ¿Sabes por qué las piedras tienen diferentes colores?

—¿Tiene algo que ver con el sexo?

—No, palabra.

—Bueno, si es así explícamelo.

—Un átomo tiene diferentes capas. Cuando un fotón acaricia un electrón lo excita y hace que suba a cierta altura, unos suben más y otros menos, dependiendo de su naturaleza. Cuando la excitación llega a su punto máximo, el electrón desciende a su órbita estable eyaculando en el descenso un chorro de luz cuya frecuencia depende de la potencia adquirida. A distintas frecuencias distintos colores. En resumen, el color es el orgasmo de los electrones.

—Canalla, me prometiste…

—Yo no tengo la culpa, las cosas son así.

Él solo, en la cama, se ríe de su agudeza. Ve delante de sí a Gloria vestida como una deidad campestre con gasas que lo transparentan todo. Le da la calentura. Una serpiente amenaza con escupirle en el ombligo pero, más fuerte que Eva, la domina. Espera. El sueño no puede tardar. ¡Si ella supiera cuánto la amo! Son las doce y media, técnicamente sábado, cuando coge el autobús para el país del sueño. El país del sueño no está lejos, no hace falta coger un avión o un barco, no hay un cielo ni un mar que lo separe de él, está, como si dijéramos, a la vuelta de la esquina.

Un día antes: la estatua de mármol

Llega inmediatamente y sin más preámbulo se presenta en casa de Gloria. Es una casa unifamiliar con jardín y un amplio cobertizo que ella barre con una escoba. El suelo está lleno de serpientes. No oculta el asco que le dan pero, por lo visto acostumbrada a su presencia, realiza su labor entonando por lo bajo una cancioncilla. Cuando ve a Silvestre se detiene.

—Todos los días lo mismo —dice—. Serpientes tratando de entrar. Si las viera mi madre se moriría del susto.

En su casa hay una serpiente que se llama Jaspe, tiene su sillón para ver la televisión y dormitorio propio, a cambio cada mañana le araña la puerta para despertarlo. Piensa rápidamente en un arcón antiguo que heredó de su bisabuela. Es un arcón de madera de roble con una llave. Allí meterá a Jaspe y cuando Gloria duerma la sacará del arcón.

—En mi casa no hay serpientes —miente una vez configurado su plan—. Si te casaras conmigo no tendrías que verlas más.

—Sí, sí —dice ella como la ratita del cuento—. Me casaré contigo.

Todos nosotros, los humanos, que vivimos lo que nos parece una larga y tediosa vida, no somos conscientes de lo efímera que en realidad es, y perdemos un tiempo que debería ser precioso realizando actos insustanciales, de relleno. En los sueños, sin embargo, no disponemos ni de un solo día, todo tiene que realizarse en una mínima porción de la noche y, juiciosamente, nos saltamos lo que no es importante. Por eso desde la declaración en el porche hasta la boda no pasa ni un segundo.

Ni un alfiler cabe en la iglesia. ¿De dónde han salido tantos amigos y familiares? Apenas tiene familiares y menos aún amigos. Deben ser, ahora está seguro, todos los que han comprado su colección de piedras. Efectivamente, al pasar los ve sentados en los bancos con cajas en las manos. ¿Se les habrá ocurrido tirarle las piedras en lugar del clásico arroz? Sería original, desde luego. La idea no le desagrada.

La iglesia tiene amplios ventanales por donde entra a raudales la luz que al dar sobre la selva de flores que adornan las paredes salpica gotitas por todos lados. Él se siente culpable de ese esperma de luz y reza porque Gloria no lo advierta. Cuando aparece, sola, sin un padrino que la acompañe, su temor a que vea algo que no le guste se diluye en un temor mayor. Para la ceremonia ha escogido una sábana, eso sí, limpísima, que la cubre de la cabeza hasta los pies. Se acerca sin contoneos, como si levitara. El público no ha enmudecido, eso es buena señal ¿no? Incluso oye los comentarios de una señora que dice: ¡Va guapísima! ¡Qué bien le sienta la sábana! Los dos estacionan ante el altar y la boda empieza por el final, como debería ser en todas las bodas.

—Silvestre —dice el cura—, ¿quieres a Gloria por esposa?

—Sí quiero.

—Gloria, quieres a Silvestre por esposo.

Desde debajo de la sábana no surge ningún sonido.

—Bueno —dice el cura—. Como el que calla otorga, yo os declaro marido y mujer.

—¡Qué bien ha estado el cura! —comenta la mujer de antes.

Como nadie sabe qué hacer ahora, el experimentado sacerdote vuelve a resolver la papeleta.

—Puede quitarle la sábana a la novia.

Y sin darle tiempo a que lo haga, él mismo, alargando un brazo que parece de goma, coge la sábana por el extremo de la cabeza y tira de ella con un movimiento rápido y enérgico. Debajo de la sábana aparece una estatua de mármol. Causa entre la multitud un poco de revuelo, no el hecho de que la novia sea de mármol, sino el que aparezca semidesnuda. Una túnica del mismo claro mármol que el resto le cubre la parte inferior del cuerpo, pero los pechos se los cubre ella misma con sus brazos. Pronto, superada la sorpresa, continúa el bullicio normal. Sólo Silvestre permanece pensativo.

—El mármol —piensa— es una roca metamórfica. Se origina cuando corrientes de lava llegan a la superficie y aplastan bajo su peso y su calor a la piedra caliza. El carbonato cálcico se recristaliza por completo en finos granos simétricos y desaparece todo rastro de su origen orgánico.

Eso piensa. Enseguida aparecen en el convite de bodas. Las mesas están situadas formando un rectángulo presidido por los novios y en un alarde de organización todos miran al vano central sin darse unos a otros la espalda. Comen y beben hasta cambiar de color. A menudo, con la boca llena, corean «que se besen» acompañando la petición con palmadas. Él se inclina sobre la estatua y le besa la mejilla.

—No sabe, no sabe —abuchean.

No paran hasta que la besa en los labios. Algunos, imprudentes, aun canturrean: «Con lengua, con lengua». Eso crea una situación tirante.

Un hombre de unos sesenta años, con un bigote que subraya una roja nariz de alcohólico, propone contar un chiste.

—Un chiste, un chiste —inmediatamente, se corre la voz y se hace el silencio.

El hombre, ya muy mojado (aunque, cosas de la vida, está seco como la mojama), se levanta y dice:

—Dos marineros pescan una sirena. Uno de ellos la coge y la tira al mar. ¿Por qué? Le pregunta el otro ¿Por dónde? Contesta el primero.

—¿Por dónde? —gritan todos entre risas. Se retuercen en sus sillas—. ¿Por dónde? ¿Por dónde? ¡Que me da algo! ¡Que me meo!

Gloria no puede aguantar la mofa y sale corriendo del salón de bodas.

Ha huido al monte y Silvestre, como su propia conciencia, la sigue. Quisiera perderse entre las rocas, ser una roca más, que nadie la mire, que nadie la desee. Se hurta a las miradas detrás de los árboles.

—Gloria, no les hagas caso. Ven conmigo —le ruega—. Por favor, ven.

La ve detrás de un árbol y corre hacia ella. Como un truco de magia extraordinariamente bueno ha cambiado de árbol cuando él llega. El truco se sucede una y otra vez. Las manos son más rápidas que la vista. Él se empieza a irritar y su irritación se convierte en ganas de hacerle daño y las ganas de hacerle daño se transforman en deseo. La descubre en un árbol y corre hacia otro donde ella no está y allí la atrapa. Se quita rápidamente el cinturón y con él la sujeta. Los pantalones caen sobre sus rodillas. Una serpiente oculta en su entrepierna se alza y frota su cuerpo pringoso sobre el mármol de la estatua. El placer es tan fuerte que colma el vaso del sueño y se derrama fuera.

Unas horas antes

Silvestre se despierta. Sale de un mundo imprevisible y azaroso y arriba a uno azaroso e imprevisible. Está mojado como su hubiera atravesado un río de aguas turbias. Ha conseguido su polución, pero como ocurre casi siempre que uno consigue lo que quiere, algo ha salido mal. No quería hacer el amor con una estatua de mármol. Aunque hay que reconocer que estaba bien pulido, tenía un tacto agradable. Peor hubiera sido soñar con una estatua de piedra pómez. No ha estado tan mal. Bajo la forma del mármol y la serpiente, en esencia eran él y Gloria follando y así lo sentía cuando la apretujaba contra el árbol.

Si su sueño fuera una película le mandaría una copia para ella comprendiera lo mucho que la ama. Aunque fuera una estatua él la aceptaría. Nadie es perfecto. Probablemente le devolvería la cinta comentando:

—No me gustan estas películas.

El incomprensible punto de frío que precede al amanecer ha pasado y el sol empieza a calentar. Pronto Jaspe, con su forma canina, arañará la puerta. Tener un perro es como tener una mujer, acompaña, pero a veces dan ganas de que se vaya y nos deje recrearnos en nuestra derrota, la apatía de la vida, la tentación de morirnos aunque sea por un fin de semana, ponernos encima la lápida de las sábanas y el epitafio de «aquí yace».

Ya está. Ya araña la puerta, puntual como un reloj. La ha enseñado a no ladrar para no molestar a los vecinos. Bendita perra que, como un cristo, le ordena: levántate y anda. Y él se levanta. Se ducha con la puerta cerrada. Nunca ha dejado que Jaspe lo vea desnudo, una manía. Hace con parsimonia todas las cosas intranscendentes que no podemos dejar de hacer en el mundo de la vigilia y a las diez está listo para salir al monte a recoger las piedras.

Se oye el canto de las calandrias. Pasa volando un abejaruco. Silvestre siempre se encuentra bien en el monte. Se alegra de estar vivo. Los pájaros, a juzgar por su canto, también se alegran. Jaspe se desquita de su mutismo domiciliario y no para de ladrar. Se mueve de aquí para allá persiguiendo a su sombra. Nada de ayudarlo a recoger piedras. Cría perros…

Siempre sale al monte con botas de montaña, una cantimplora, una gorra y un bastón grueso de madera de encina. El bastón es más un arma que un apoyo. Nunca lo ha utilizado como arma. ¿Cómo sabe, pues, que tiene que alzarse cuando aparece de repente un peligro? Debe ser la sabiduría ancestral de los bastones, algo que llevan en los genes, un instinto, como muchos animales hacen cosas que nadie les ha enseñado.

La hora D

Cuando el bastón de Silvestre me ve aparecer gritando, semidesnudo, con toda la ropa enrollada en el brazo izquierdo, empuñando un afilado sílex en la mano derecha y con la cara pintada de sangre, se apresta automáticamente a la defensa.

Probablemente Silvestre no me reconoce bajo mi disfraz de piel roja escapado de la reserva que ha jurado venganza por la humillación de su pueblo y ha prometido arrancarle la cabellera al primer hombre blanco que vea. De todas formas él, siendo calvo, no tiene nada que temer. Yo no puedo dejar de reconocerlo. Mantenemos desde hace tiempo una fluida correspondencia, si es lícito definir así la relación con el hombre que deposita las cartas que me mandan los bancos en mi buzón. En un instante, como si se tratara de salir airoso de un trance en el juego de las damas, sopeso las distintas posibilidades para explicar mi comportamiento.

La primera y quizá la mejor es contarle la verdad. He creído que tu perrita (¡cómo ladra la tía! ¡qué voz de camionero!) era un perro asesino y he decidido enfrentarme a él así como ves. Miro el tablero, la posición de las fichas. Silvestre lleva un grueso bastón. ¿Para qué lo lleva si no para rechazar posibles ataques caninos? En esta sierra no hay jabalíes, ni pumas, ni gatos monteses y mucho menos osos. En el fondo su comportamiento no difiere del mío sino en la intensidad. El suyo es comedido y el mío exagerado y esperpéntico, pero en el fondo igual. ¡Claro, si yo tuviera ese bastón otro gallo me cantaría! Lo bueno de la verdad es que no hace falta inventar mentiras para sostenerla, se sostiene sola. Lo malo es que no siempre nos deja en buen lugar. En el corazón de esta verdad de ahora hay un miedo a los perros más allá de lo razonable. Y no tengo por qué contárselo a mi cartero. Aunque mi cartero, por el mero hecho de ser cartero, me comprendería. Es bien sabido que los carteros y los perros sostienen una eterna batalla.

Miro el tablero, la posición de las fichas. Quizá haya otra jugada que la verdad. Mi mente trabaja deprisa.


Antonio Aledo Sarabia (Orihuela, 1956) estudió filosofia en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia y es funcionario del Servicio Valenciano de Salud. Ha publicado relatos en revistas nacionales como Ánfora Nova, Calandrajas, Empireuma o La Lucerna. En 1991 fue primer premio del Concurso Internacional de Poesía Miguel Hernández con el poemario Recuerdos del jardín de las Hespérides (1992). Tiene varios poemarios inéditos (El infiernillo, Sobre fantasmas y Sobre los altos hombros), participa activamente en la obra coral El murmullo, editada en formato digital por M. Susarte y es autor de la novela El jugador de damas.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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